Fe y Obras

Tan vieja como el Evangelio y como el Evangelio tan nueva

 

 

22.02.2013 | por Eleuterio Fernández Guzmán


“El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había  elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa  del Padre, ‘que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días’. Los que estaban reunidos le preguntaron: ‘Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?’ El les contestó: ‘A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad,  sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”.

Este texto de los Hechos de los Apóstoles, en concreto correspondiente a los versículos 1 al 8 de su capítulo primero es el inicio, digamos, de una etapa crucial del cristianismo. Jesús envía a sus discípulos y, en cuanto recibieran el Espíritu Santo (Pentecostés) serían los que, en el conocido mundo, dieran razón de su esperanza (1 Pe 3, 15) y los que, al fin y al cabo, evangelizaran.

Bien podemos decir, entonces, que la evangelización es tan vieja como el mismo Evangelio y, por lo tanto, tan nueva como la misma Buena Noticia. Queremos decir que vale tanto entonces, cuando empezó a propagarse la Palabra de Dios dada por Jesucristo, como ahora mismo que es, además, un tiempo que se ha dado en llamar de la “Nueva evangelización”.

Como debería resultar obvio no depende de nosotros nuestra propia elección para evangelizar. Es Dios el que toca los corazones de aquellos a los que se dirige la evangelización. Sin embargo, eso no ha de querer decir que tenemos que abandonar la misma por el hecho de que no seamos nosotros, simples instrumentos del Creador, los que lleguemos al interior de los evangelizados sino, muy al contrario, que llevados, además, por el Espíritu, será Dios quien, con su Amor y su Misericordia, se posesione de sus corazones.

Existe, pues, una nueva evangelización y existe porque, a pesar de tener la misma causa de la que se inició con la Ascensión de Nuestro Señor y con el apoyo del Espíritu Santo en Pentecostés, las circunstancias no son las mismas que eran entonces, hace 2000 años.

Por eso el Santo Padre, en un mensaje dirigido recientemente a los episcopados europeos les animó a “identificar con audacia misionera caminos nuevos de evangelización especialmente al servicio de las nuevas generaciones” porque, en efecto, nuevos son los caminos y también, claro, nuevas las generaciones (en todos los sentidos) a las que ha de ir dirigida la evangelización.

Toda esta necesidad de evangelización, nueva, y de esfuerzo por parte del pueblo católico, lo recoge más que bien la Carta Apostólica en forma de “Motu Propio” de título “Ubicumque et semper” con el que Benedicto XVI ha querido dar un decisivo impulso a la nueva evangelización y con el que ha creado, precisamente, el “Consejo para la promoción de la nueva evangelización”.

Pues bien, en un momento determinado, dice el Santo Padre que “En nuestro tiempo, uno de sus rasgos singulares ha sido afrontar el fenómeno del alejamiento de la fe, que se ha ido manifestando progresivamente en sociedades y culturas que desde hace siglos estaban impregnadas del Evangelio. Las transformaciones sociales a las que hemos asistido en las últimas décadas tienen causas complejas, que hunden sus raíces en tiempos lejanos, y han modificado profundamente la percepción de nuestro mundo. Pensemos en los gigantescos avances de la ciencia y de la técnica, en la ampliación de las posibilidades de vida y de los espacios de libertad individual, en los profundos cambios en campo económico, en el proceso de mezcla de etnias y culturas causado por fenómenos migratorios de masas, y en la creciente interdependencia entre los pueblos. Todo esto ha tenido consecuencias también para la dimensión religiosa de la vida del hombre. Y si, por un lado, la humanidad ha conocido beneficios innegables de esas transformaciones y la Iglesia ha recibido ulteriores estímulos para dar razón de su esperanza (cf. 1 P 3, 15), por otro, se ha verificado una pérdida preocupante del sentido de lo sagrado, que incluso ha llegado a poner en tela de juicio los fundamentos que parecían indiscutibles, como la fe en un Dios creador y providente, la revelación de Jesucristo único salvador y la comprensión común de las experiencias fundamentales del hombre como nacer, morir, vivir en una familia, y la referencia a una ley moral natural”.

Todo nuevo pero, a la vez, todo preparado para recibir a Dios, a su Palabra y su Hijo Jesucristo. Por eso la evangelización es vieja como la necesidad del hombre de salvarse. Y eso, ciertamente, nunca pasa de moda.

Eleuterio Fernández Guzmán
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