22.02.13

El encuentro con la gloria de Cristo

A las 11:27 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

La Transfiguración del Señor tiene lugar después de la confesión de fe de San Pedro (cf Lc 9,20). Jesús es reconocido por sus discípulos como Mesías y les revela cómo va a realizarse su obra: su resurrección tiene que pasar por el sufrimiento y por la muerte. Por eso elige como testigos de la Transfiguración a los que serán testigos de su agonía: Pedro, Santiago y Juan.

La fe, la adhesión personal a Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador del mundo, inaugura, para los primeros discípulos y para nosotros, el camino del seguimiento. Y este itinerario que hemos de recorrer tras los pasos de Cristo incluye, como un momento necesario suyo, el Via Crucis, la ruta dolorosa que conduce al Calvario: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23).

Nos gustaría, quizá, como a Pedro, ahorrarle a Jesús el trago amargo de la Pasión: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso” (Mt 16,22). Es el escándalo de Pedro y el nuestro: El escándalo de quienes no sienten las cosas de Dios, sino las de los hombres. Que el Reino de Dios venga en la figura del ocultamiento y de la muerte, que el amor más grande sea aquel que da la vida, provoca nuestra instintiva resistencia. El misterio del mal, de nuestra lejanía de Dios, que parece invadirlo todo, no puede ser vencido sin que sea asumido hasta las últimas consecuencias: el abandono y la muerte.

Para afrontar, sin desaliento, el camino de la cruz necesitamos, también nosotros, el encuentro con la gloria de Cristo; necesitamos que el resplandor de su divinidad nos ilumine para confirmar con su luz la oscura luminosidad de la fe. San Juan Damasceno decía que “la oración es una revelación de la gloria divina” y que “el que conoce la recompensa de sus trabajos, los tolerará más fácilmente”.

En la oración, en el encuentro personal con Jesucristo, se despierta la memoria de los acontecimientos luminosos que proporcionan sentido a la existencia; de esos hechos que nos gustaría prolongar el tiempo, como Pedro deseaba prolongar la contemplación de la gloria de Cristo: “Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas” (Lc 9,33). ¿Quién no desearía que durase siempre la alegría de amar y de saberse amado, el entusiasmo de la propia vocación, el sentimiento de acción de gracias por tantos bienes que hemos recibido? En estos misterios luminosos de la propia vida se anticipa, como en la montaña de la Transfiguración, la gloria de la Pascua.

La Liturgia, como la oración, es un continuo ejercicio del recuerdo; un constante “despertar la memoria del corazón para poder discernir la estrella de la esperanza” (Benedicto XVI). La Cuaresma, con este consolador misterio de la Transfiguración, nos ayuda a sostener la esperanza que brota de la fe, pues sabemos que Jesucristo “transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo” (Flp 3,21).

Guillermo Juan Morado.