“América, puerta abierta a la misión”, Mensaje para el Día de Hispanomérica 2013 en las diócesis españolas


 

Mensaje con motivo del Día de Hispanoamérica en las diócesis de España

Domingo 3 de marzo de 2013

«América, puerta abierta a la misión»

La tradicional cita anual, que desde 1959 convoca a todas las diócesis de España para celebrar el Día de Hispanoamérica, tendrá lugar el domingo 3 de marzo de 2013, bajo el lema: «América, puerta abierta a la misión».

Esta jornada, que ayuda a mantener vivos los vínculos de solidaridad, comunión y colaboración evangelizadora entre España y América, se realiza en el 2013 en pleno decurso del Año de la fe, convocado por S.S. Benedicto XVI e inaugurado con la celebración eucarística presidida por el Papa, en San Pedro, el 14 de octubre pasado. La carta apostólica de convocación de este año de gracia se llama precisamente Porta fidei: «“La puerta de la fe” (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de la comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, que está siempre abierta para nosotros» (cf. PF, 1). El Año de la fe plantea «la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo del encuentro con Cristo» (PF, 2) y de confesarla «con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza» (PF, 9). La puerta de la fe nos trae a la memoria aquella invitación urgida del beato Juan Pablo II en la inauguración de su pontificado: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, y aún de par en par, las puertas a Cristo! A su salvadora potestad abrid los confines de los Estados, los sistemas económicos al igual que los políticos, los amplios campos de cultura, de civilización, de desarrollo» (Roma, 22 de octubre de 1978).

La expresión «Puerta de la fe» recuerda también las enseñanzas que Juan Pablo II nos dejó hace 15 años en la exhortación apostólica Ecclesia in America. Ante un mundo roto y desorientado, ante una situación en la que las gentes están abandonando la fe «es necesario proclamar con gozo y fe firme que Dios es comunión… Esta comunión, existente en la Iglesia y esencial a su naturaleza, debe manifestarse a través de signos concretos» (n. 33). Entre otros signos destaca con admirable atractivo la cooperación entre las Iglesias de España y las de América Latina. Desde el Evangelio se entiende la apertura de esta «Puerta de la fe» por la que entran nuevos evangelizadores procedentes de otros lugares como lo hicieron los Apóstoles después de Pentecostés, y por la que salen discípulos misioneros a proclamar por el mundo la Buena Nueva del Evangelio.

América, puerta de entrada para misioneros venidos de fuera

«El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad» (PF, 14). El grito paulino «Caritas Christi urget nos» (2 Cor 5, 14), recogido y glosado por S.S Benedicto XVI, es una irrenunciable interpelación al compromiso misionero. Es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Este amor es el que movió a los Apóstoles a salir de su tierra y extender el Evangelio por el mundo entero. También hoy como ayer, Él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. PF, 7). ¿Acaso no recordamos que «la fe se fortalece dándola» (RM, 2). «La fe crece —nos enseña Benedicto XVI en Porta fidei, 7— cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo». En efecto, «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones» (RM, 2).

Este impulso misionero siempre ha sido, y sigue siéndolo, el mejor indicador de la vitalidad de fe de la Iglesia y de sus comunidades cristianas. «La misión de la Iglesia es «anunciar el Reino de Cristo y de Dios, establecerlo en medio de las gentes; [la Iglesia] constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino» (LG, 5). Porque el Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible, inseparable de la persona de Jesús e inseparable de la Iglesia. Así, la misión de la Iglesia está llamada a ser por una parte sacramento, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, es decir, es signo e instrumento del Reino; por eso está llamada a anunciarlo y a instaurarlo. Pero por otra, a ser ella misma «reino de Cristo, presente ya en el misterio» (LG, 3), constituyéndose en germen e inicio del Reino de Cristo y de Dios.

Fue esa misma vitalidad la que llevó al Nuevo Mundo una legión de misioneros, que defendieron la dignidad de los indígenas y les transmitieron el don más precioso, la fe en Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre, salvador del hombre. Fue entonces tan honda la inculturación de la fe en la gestación de los pueblos americanos que, aún hoy día, más del 80% de sus gentes están bautizadas en la Iglesia católica. Fue también por el ímpetu misionero que la fe suscitaba y alimentaba por el que millares de sacerdotes diocesanos, de religiosos y religiosas, y laicos cooperadores de toda España, han proseguido hasta la actualidad ese empeño misionero, conmovidos por la gracia de anunciar las inescrutables riquezas de Cristo (cf. Ef 3, 8).

De los misioneros llegados a las fronteras de América Latina cabe destacar aquellos sacerdotes diocesanos que, acogidos al servicio de la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana (OCSHA) de la Conferencia Episcopal Española, dejaron su tierra y partieron para cooperar con aquellas Iglesias más necesitadas. Motivo por el que Juan Pablo II, en el 50 aniversario del nacimiento de esta iniciativa, manifestaba su deseo de unirse «a la acción de gracias al Señor por los más de dos mil sacerdotes de las diócesis españolas que han dedicado buena parte de su vida a colaborar con otras Iglesias hermanas, movidos ante todo por la fuerza de su fe en Cristo, cuya novedad y riqueza no pueden esconder ni conservar para sí (cf. RM, 11), así como por el aliento y la solicitud pastoral de sus obispos, conscientes de su responsabilidad común respecto a la Iglesia universal (cf. LG, 23; OT, 10)».

Actualmente, los misioneros españoles siguen encontrando las puertas abiertas para la misión en América Latina. De las Iglesias locales de España cada año salen nuevas vocaciones misioneras para colaborar con aquellas que aún están en proceso de formación. Hecho que nos ha de mover a una continua acción de gracias a Dios y a las comunidades cristianas que los envían. Cada año parten para aquellas Iglesias nuevos misioneros religiosos y religiosas, sacerdotes y laicos para anunciar el Evangelio. Entre ellos también sacerdotes diocesanos que, sin perder su incardinación en la Iglesia de origen, hacen visible la universalidad de las Iglesias locales al vivir el ministerio sacerdotal en otras zonas pastorales más necesitadas y aún en procesos de iniciación cristiana. No dudamos, pues, que no faltarán hoy ni mañana muchos otros misioneros disponibles para dar testimonio de su condición de discípulos en los pueblos americanos, para alimentar la fe de los hermanos al otro lado del océano, mientras que, a la vez, se produce un enriquecimiento de las comunidades que los envían.

Nuevo ardor de la evangelización: la conversión pastoral

El documento Instrumentum laboris, del XIII Sínodo de Obispos, dejaba claro en su prefacio que es «urgente, hoy más que nunca, la actividad misionera de la Iglesia, considerando el alto número de personas que no conocen a Jesucristo, no solo en tierras lejanas, sino también en los países de antigua evangelización». Esta solicitud por la evangelización en buena medida depende del renovado dinamismo misionero de las comunidades cristianas. Compromiso misionero que la Iglesia en América ha asumido con el proyecto evangelizador de la Misión Continental, proclamado desde la v Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida (mayo de 2007) e iniciado a partir de la clausura del Congreso Americano Misionero en Quito (agosto de 2008).

La reciente Asamblea general del Sínodo de los Obispos, reunida para examinar el tema de «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana» ha reforzado este compromiso misionero. América Latina necesita una nueva evangelización ante la realidad del cambio tan profundo que se está operando en el interior de la sociedad americana. Su intenso crecimiento económico ha incrementado sus clases medias, ha visto nuevos sectores populares emergentes, ha puesto en ebullición comunidades y pueblos indígenas, ha desarrollado nuevos areópagos en los campos de la política, de las universidades, de los medios de comunicación social. Quedan, a la vez, muchos sectores marginados, excluidos, y los rostros de la pobreza y del sufrimiento se encuentran en las periferias miserables de las grandes ciudades, en los ancianos solos, en las mujeres abandonadas, en los inmigrantes sometidos a toda clase de violencia, en las cada vez más numerosas víctimas del alcohol y las drogas, en los atentados por las redes de delincuencia y violencia. La cultura global del relativismo y del hedonismo penetra también la realidad latinoamericana por doquier, erosiona la religiosidad popular, atenta contra la institución familiar y la cultura de la vida y deja a los jóvenes desconcertados, muchas veces huérfanos de padres, maestros, educadores. Todos estos son ámbitos humanos interpelantes que nos quieren poner en camino para pasar por la puerta que nos lleva a la misión en América y para colaborar en abrir a Cristo las puertas del corazón de los latinoamericanos.

Para ello la Iglesia en América Latina ha asumido como principal compromiso misionero la conversión pastoral. Esta toma de conciencia arranca de la conversión personal, entendida como la aceptación de la llegada del Reino de Dios y el compromiso de incorporarse como discípulos de Cristo para darlo a conocer al mundo. Conversión pastoral, tanto de las personas como de las estructuras de la Iglesia. Este «estado permanente de misión» implica una gran disponibilidad a repensar y reformar muchas estructuras pastorales, teniendo como principio constitutivo la espiritualidad de la comunión y la audacia misionera.

En sintonía con el mensaje de la exhortación apostólica Ecclesia in America, la Comisión Pontificia para América Latina y los Caballeros de Colón han realizado en el Vaticano del 9 al 12 de diciembre de 2012, un importante Congreso para suscitar un compromiso mayor por la nueva evangelización en todo el continente, confiándolo a Nuestra Señora de Guadalupe, estrella de la evangelización americana.

América, puerta de salida para la misión ad gentes

La autenticidad y vitalidad de la fe se verifica en el anhelo de comunicar a todos, más allá de todas las fronteras, el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestra vida de gratitud y alegría, de amor, felicidad y esperanza. Los cristianos no pueden guardar esa extraordinaria experiencia de vida solo para ellos mismos. Necesitan compartirla con todos sus hermanos, los hombres, por amor a su vida y destino. Es cierto que, en la historia de la Iglesia, todo ímpetu misionero ha sido signo de vitalidad de la fe, mientras que su disminución es signo de crisis de la fe.

La secular experiencia de la misión ad gentes de la que tantos españoles han sido protagonistas también ha de ayudar a la Iglesia en América Latina a asumir su propio compromiso en la solicitud apostólica en otros lugares de la tierra. No ha faltado, al respecto, la viva conciencia del episcopado latinoamericano en Aparecida. Si bien, incluso en el continente americano, los confines entre la nueva evangelización y la misión ad gentes no pueden a veces distinguirse claramente, al mismo tiempo, el mundo espera de nuestra Iglesia latinoamericana y caribeña un compromiso más significativo con la misión universal en todos los continentes. Para no caer en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos —se afirma en el Documento de Aparecida, n. 376—, debemos formarnos como discípulos misioneros sin fronteras, dispuestos a ir «a la otra orilla», aquella en la que Cristo no es aún reconocido como Dios y Señor, y la Iglesia no está todavía presente. Más aún: «somos Iglesias pobres, pero debemos dar desde nuestra pobreza y desde la alegría de nuestra fe, y esto sin descansar en unos pocos enviados el compromiso que es de toda la comunidad cristiana» (DA, 379). El apoyo a los centros misioneros nacionales y la colaboración con las Obras Misionales Pontificias son signos concretos de ese compromiso (cf. DA, 378). La gratitud con todos aquellos misioneros que han comunicado la fe a sus pueblos, especialmente manifestada por el episcopado latinoamericano, y la conciencia de que más del 50% de los católicos de todo el mundo residen en el continente americano, piden que América Latina abra de par en par las puertas a la misión, dispuesta a colaborar cada vez más con el ministerio del Pastor universal.

Este ha sido el espíritu que ha animado en las últimas décadas la celebración de los hasta ahora ocho Congresos Americanos Misioneros (CAM). Un simple recuerdo de sus lemas nos desvelan la fuerza que latía en el interior de aquel «América, ¡sal de tu tierra!», en el CAM de Argentina (octubre de 1999), invitando a dar gratuitamente a otros lo que gratis habían recibido. En los últimos lustros han salido de las Iglesias jóvenes de América Latina nuevos evangelizadores para hacer resonar el anuncio de Cristo, Hijo de Dios. Siguiendo el rastro de los Apóstoles, muchos hombres y mujeres americanos están viviendo el dinamismo de un nuevo Pentecostés, convirtiéndose en «evangelios vivientes», como le gusta llamar a Benedicto XVI a los misioneros.

Esta es la razón por la que el Plan de Pastoral del Celam para el quinquenio 2011-2015 propone «animar a las Conferencias Episcopales, en virtud de la espiritualidad de comunión, para que asuman responsable y solidariamente el compromiso de la misión ad gentes, como fruto maduro de la Misión Continental y concreción de la nueva evangelización en el ardor, métodos y lenguajes, expresando así la naturaleza misionera de la Iglesia que anuncia a Cristo en América Latina y el Caribe» (Programa 20). Sin duda alguna esta ha sido desde el principio la gran contribución de los misioneros españoles Fidei donum: suscitar con el testimonio y la palabra nuevas vocaciones para la misión más allá de los límites de la propia Iglesia local, «como la consecuencia natural de una honda conciencia eclesial y, al mismo tiempo, como una respuesta vigorosa a uno de los más urgentes desafíos de nuestra época, cual es la necesidad de tejer vínculos de colaboración y fraternidad entre las personas, los pueblos y las comunidades eclesiales» (Juan Pablo II, Mensaje a la OCSHA, 3 de junio de 1999).

Acogida de emigrantes y sacerdotes americanos

El fenómeno de las migraciones nos está ayudando a tener una visión más universal de la Iglesia. A Europa y, en especial, a España, han llegado millones de hombres y mujeres procedentes del continente americano. Es verdad que este flujo está disminuyendo por las dificultades que se encuentran en el viejo continente y porque, en América, se está produciendo un notable crecimiento económico. El hecho, en sí mismo, merece una atenta consideración porque las migraciones han puesto en evidencia, entre otras cosas, la fragilidad de la fe de las personas y comunidades. Las de allá, al no reconocerse cordialmente insertas en las comunidades de destino; las de aquí, al refugiarse en sí mismas generando sospechas sobre los que vienen de fuera. Ha llegado la hora de revisar la calidad de nuestra caridad ante los evidentes hechos de rechazo en unos casos y de infidelidad en otros. Fenómeno cultural y religioso que ha de ser objeto de la antes mencionada conversión pastoral, en ambas orillas.

Tampoco los sacerdotes diocesanos están siendo ajenos a este fenómeno migratorio. No faltan en España, como en muchos otros países europeos, numerosos sacerdotes provenientes de los países latinoamericanos que, con el permiso de sus respectivos obispos, colaboran activamente en la misión evangelizadora de ambientes que sufren la desertificación de la secularización y el abandono de la tradición católica. Están presentes también movimientos y nuevas comunidades de origen latinoamericano. Son un exponente más de la vocación misionera para «salir» de la propia tierra e ir a los que están lejos. Quienes han sido «tocados» por la gracia para vivir este compromiso misionero son verdaderos testigos de la fe, «porque la fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (PF, 7). Acojámoslos con gratitud y cariño, atentos a sus necesidades. Que sean ellos los adelantados de esa «nueva primavera de la misión ad gentes» que esperan y auspician los obispos latinoamericanos (cf. DA, 379).

El compromiso misionero de hombres y mujeres americanos va más allá de su condición de consagrados o llamados al ministerio sacerdotal. También la vocación misionera ha sido entendida y secundada por laicos. Ya Ecclesia in América hacía esta referencia a que el mandato misionero de Jesús no sólo estaba dirigido a los Apóstoles y sus sucesores, sino a todos los que desean ser sus discípulos (cf. EAm, 66).

El envío de estos «pregoneros del Evangelio» no se circunscribe únicamente a Europa, sino al mundo entero, también a otros países del mismo continente americano. La diversificación de relaciones políticas, económicas y culturales que los países latinoamericanos han establecido con aquellos de África, Asia y Medio Oriente, está favoreciendo estas corrientes misioneras en todas las direcciones. Aquello que han recibido, lo entregan generosamente en cualquier parte del mundo.

Todos, como María, llamados a la misión

Abrir las puertas a Cristo significa también abrir las puertas a la misión. La misión atañe a todos los cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a las instituciones y asociaciones eclesiales. A cincuenta años de la conclusión del concilio Vaticano II —que conmemoramos en este Año de la fe—, recordemos cómo, según el Decreto Ad gentes, n. 6, «La actividad misionera fluye de la misma naturaleza íntima de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica perfecciona dilatándola, con cuya apostolicidad se sustenta, cuyo sentido colegial de la Jerarquía pone en práctica, cuya santidad testifica, difunde y promueve».

La colaboración sacerdotal y apostólica entre las comunidades cristianas debe ser considerada como una de las respuestas más válidas para asegurar una globalización en la solidaridad, así como una de las «formas» que caracterizan la nueva evangelización, para poner de relieve «el deber de la recíproca solidaridad y de compartir sus dones espirituales y los bienes materiales con que Dios las ha bendecido, y para favorecer la disponibilidad de las personas al servicio de la misión» (EAm, 52).

Confiemos la vocación misionera, según la modalidad que la Providencia de Dios quiere para nosotros, a la intercesión de la santísima Virgen María, que la Iglesia en América Latina reconoce como «estrella de la primera y de la nueva evangelización», «presencia materna indispensable y decisiva en la gestación de un pueblo (…) de discípulos y misioneros de su Hijo» (DA, 524).

Cardenal Marc Ouellet
Presidente
Pontificia Comisión para América Latina