6.03.13

 

Convendrán ustedes conmigo en que la institución familiar es -al menos todavía- la base de cualquier sociedad. Independientemente de la cuestión religiosa, tiene unos efectos civiles importantísimos. El estado está llamado a protegerla si quiere que el futuro tenga cierta estabilidad. Cuando los niños se educan en familias rotas, las consecuencias psicológicas pueden ser nefastas. En ese sentido, una legislación que facilite y promueva el divorcio es un atentado contra el futuro de cualquier nación. No hablamos ya de mantener unidas relaciones en las que existen unas condiciones inasumibles -por ejemplo, violencia-, sino que, precisamente, la ley no ayuda lo más mínimo a que la parte más afectada de una relación conyugal complicada pueda salir a flote pensando en el bien de los más inocentes: los hijos.

Cuando además el Estado se dedica a convertir en matrimonio aquello que, por razones de ley natural, jamás puede ser considerado como tal, se está minando la esencia misma de la institución familiar. Como recordó ayer Mons. Martínez Camino, secretario general y portavoz de la CEE, en España los miembros de un matrimonio han perdido el derecho legar a ser considerados como marido y mujer. Ahora son cónyuge A y cónyuge B. Y los niños adoptados también han perdido el derecho a tener un padre y una madre. Pueden pasar a tener dos padres y dos madres. Es cuestión de tiempo que se admita la poligamia, la poliandria o cualquier otra relación sentimental “variada".

Cuando el PP se opuso a que se llamara matrimonio a las uniones civiles entre homosexuales, muchos cayeron en la trampa de creer que ese partido estaba en contra del gaymonio. Algunos ya advertimos que la cuestión nominal, aun teniendo su importancia, no era lo fundamental. Si se da a una unión afectiva todos los derechos de un matrimonio, es casi lo mismo como lo llamen. En ese sentido, conviene recordar que la Iglesia Católica está en contra de cualquier reconomiento legal de uniones homosexuales que suponga una concesión de derechos que son propios y exclusivos del matrimonio. No se trata tanto de una cuestión sobre el carácter pecaminoso de las relaciones homosexuales, que no tiene por qué ser asumido por los no católicos, como de qué se quiere hacer con la institución familiar.

El Ministro del Interior del gobierno de España se pronunció hace unos días sobre esta cuestión. De sus argumentos la prensa destacó la idea de que el gaymonio no garantiza la supervivencia de la especie. No es la razón más contundente y adecuada para oponerse al matrimonio homosexual, pero al menos a todos les quedó claro que estamos ante un ministro que manifiesta públicamente su desacuerdo con la intención de mantener la ley aprobada por el gobierno del señor Zapatero.

Como cabía esperar, el ministro de Justicia, que desde un primer momento se manifestó a favor del gaymonio y que incluso como alcalde de Madrid celebró con gozo indisimulado algunos matrimonios entre homosexuales, ha salido a la palestra para replicar a su colega de partido y de gobierno. Su argumento es ciertamente peculiar: Allá donde hay amor puede haber matrimonio. Bajo esa premisa, un padre y una hija podrían casarse. Y una tía y su sobrino. La palabra “amor” puede ser el comodín perfecto para aprobar cualquier cosa. Por ejemplo, matrimonios de cuatro días. Hoy te amo, mañana no y, por tanto, hoy estamos casados y mañana nos separamos. Y todo eso con una ley que convierta eso en “matrimonio". En realidad, la ley del divorcio express va por esa línea. Una ley, dicho sea de paso, contra la que el ministro Fernández Díaz no ha dicho nada.

Cuando en un partido y un gobierno “conviven” concepciones tan radicalmente opuestas sobre una de las células claves de la sociedad, cabe preguntarse qué partido es ese y a dónde nos puede llevar ese gobierno. Si lo mismo da creer en un matrimonio basado, al menos, en la ley natural, que no. Si lo mismo da creer de verdad en el derecho a la vida -no cuela una ley que deje las cosas como estaban antes- que no. Si lo mismo da ocho que ochenta, que alguien nos cuente para qué sirve dicho partido y dicho gobierno.

Como dije ayer, va siendo hora de que la gente que queda en el PP y que comparte, al menos en teoría, los principios no negociables marcados por el Papa Benedicto XVI, medite delante del Señor si merece la pena seguir formando parte de un partido que no va a mover un solo dedo en la dirección correcta. No es cosa buena ser cómplice del mal. No parece digno de un cristiano la colaboración activa con un sistema que ayuda a que la sociedad profundice en la apostasía generalizada. Es hora de dar un paso al frente y defender esos principios desde una opción política, confesional o no, que de verdad esté dispuesta a ser decisiva -en caso de convertirse en bisagra de gobierno en futuras elecciones- en el cambio de la legislación de ingeniería social. Y si no puede llegar a ser decisiva, al menos servirá como testimonio público, y no sometido a la esclavitud de la partitocracia, de la verdad. Si nuestros políticos católicos no sirven para eso, entonces no sirven para nada.

Luis Fernando Pérez Bustamante