22.04.13

 

Este fin de semana se ha producido en Francia la tercera mega-manifestación contra el gaymonio. Las cifras de asistentes varían según las fuentes, pero es evidente que ha sido un nuevo éxito.

El presidente de la República francesa, François Hollande, llevaba en su programa la equiparación al matrimonio de esas uniones contra natura, así que no tiene nada de particular que quiera llevarlo a cabo. Sin embargo, dado que para muchos franceses esa es una ley que pone en peligro la institución familiar y, sobre todo, el futuro de muchos niños adoptados, es también absolutamente normal que salgan a la calle para oponerse.

El papel de la Iglesia en el país galo ha sido exactamente el mismo que en el resto de países donde se quieren aprobar leyes similares. Como el aborto, estamos ante uno de los principios no negociables marcados por Benedicto XVI. Es decir, no cabe consenso alguno cuando se trata de defender el derecho a la vida y la institución matrimonial. Eso demuestran, al menos en la cuestión del matrimonio, los miles de alcaldes franceses que han dicho que se niegan a casar a homosexuales.

Este post no lo escribo para debatir sobre las razones de la Iglesia -y de los que sin ser católicos están de acuerdo con ella- sobre estos temas. Lo que quiero señalar es la absoluta normalidad, al menos aparente, con el que la actual clase gobernante francesa está reaccionando ante esas manifestaciones. No he visto a Hollande amenzar a la Iglesia con el apocalipsis. No parece que la izquierda del país vecino vea en los obispos una especie a perseguir por el delito de opinar. O sea, exactamente lo contrario de lo que pasa en España.

Ciertamente las relaciones entre el estado francés y las confesiones religiosas no son las mismas que en este país. Allá no hay un acuerdo entre el estado y la Iglesia Católica, los evangélicos, musulmanes y judíos parecido al que sí existe en España. Pero la situación española no es especialmente extraña. Hay otros países europeos donde incluso existe una confesionalidad del estado. La mayor parte de los países confesionales son protestantes (p.e, Gran Bretaña y Dinamarca). En Alemania, existe un impuesto religioso que pagan los fieles de cada denominación cristiana. Pero, hasta donde yo sé, España es el único país europeo donde la clase política de izquierdas -lo que incluye al partido que puede llegar de nuevo al poder- considera a la Iglesia como el enemigo a batir por las buenas o por las malas.

Ni que decir tiene que la Iglesia en España no puede responder con la misma moneda. El único enemigo real que tenemos es la apostasía, la paganización y el aumento de la inmoralidad en este país. Y eso viene ayudado tanto por la izquierda política y parlamentaria como por el principal partido de la derecha de esta nación -y la derecha nacionalista autonómica-. Lo único es que esa derecha española no es anticlerical. La izquierda sí lo es.

Es tarea de los seglares católicos españoles dar esa batalla en la vida pública y política. Y no basta con las organizaciones cívicas. Necesitamos representantes auténticamente católicos, que no estén más pendientes de las consignas de sus partidos que de defender los valores que queremos para nuestra sociedad. Da igual que dichos valores sean minoritarios. Hay que defenderlos en las Cortes, en los parlamentos autonómicos, en los ayuntamientos, etc. No puede ser que el anticlericalismo trasnochado, pero real y peligroso, de la izquierda, no reciba cumplida réplica, siquiera dialéctica, allá donde se decide el presente y el futuro de nuestra nación.

Por tanto, vuelvo a pedir la creación de una plataforma política -a la que se sumen partidos ya existentes y organizaciones cívicas- basada en los principios no negociables, en la que quepan todos los católicos y el resto de ciudadanos que compartan dichos principios. El futuro de España está en juego.

Luis Fernando Pérez Bustamante