Llamados a una vida plena

 

Conviene tener en cuenta que la revelación cristiana no solo nos informa –nos da a conocer– la meta, la perfección, a la que estamos llamados, sino que nos da unas «fuerzas divinas» para alcanzar esa meta.

19/06/13 10:03 AM


¿Puede la vida humana comprenderse solamente con la razón? ¿Es suficiente la razón para conocer y vivir nuestros deberes hacia los demás? ¿Añade algo la fe?

Son las primeras cuestiones que se planteaba Robert Spaemann, en una conferencia pronunciada en la Academia Pontificia para la Vida (14-II-2000). En esa ocasión expuso sus reflexiones sobre la antropología de la Encíclica Evangelium Vitae (1995), de Juan Pablo II.

Mirar a la vida humana desde la perfección final

Spaemann comienza defendiendo la primacía de lo que llama «perspectiva teleológica» (de telos, final: mirar desde la perfección final) sobre la perspectiva genética (mirar cómo algo ha llegado a ser, lo que es el método habitual de la ciencia experimental). «Al menos en lo que se refiere al ser humano, sólo lo conocemos cuando sabemos lo que está llamado a ser». Pone el ejemplo de un mirlo: sabemos bien cómo es y distinguimos cuándo ha llegado a cantar perfectamente. Pero en el caso del ser humano, no es tan fácil mirarlo desde la perfección final. Si pensamos en la perfección ética, encontramos modelos que todos aceptan, como Maximiliano Kolbe y Teresa de Calcuta (también podrían encontrarse otros moralmente íntegros en culturas no cristianas).

 Aunque Spaemann no se detiene en esto, valdría la pena advertir, en los santos, una elevación humana muy superior y de gran belleza, que pone de manifiesto una acción que no está simplemente a nuestro alcance, sino que refleja la ayuda de Dios. Dios acompaña nuestra libertad hacia su plenitud.

Ellos –continúa nuestro autor refiriéndose a Teresa de Calcuta y Maximiliano Kolbe– actuaron sobre la base de la revelación cristiana: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto».

¿Qué quiere decir aquí Spaemann? Conviene tener en cuenta que la revelación cristiana no solo nos informa –nos da a conocer– la meta, la perfección, a la que estamos llamados, sino que nos da unas «fuerzas divinas» para alcanzar esa meta. Con otras palabras, Madre Teresa y el padre Kolbe actuaron iluminados y vivificados con la ayuda divina, que según el cristianismo, implica nada menos que una participación en la vida de Cristo mismo.

Pues bien, sigamos con el razonamiento de Spaemann: Juan Pablo II parte de esa perspectiva. Esto es, de la plenitud a la que cada ser humano está llamado, al reflexionar acerca del sentido de la vida humana.

El Concilio Vaticano II afirma que Cristo revela al hombre lo que es hombre, lo que está llamado a ser (cf. Gaudium et spes, n. 22). Y Juan Pablo II escribe: «El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal» (EV, n. 2, subrayados nuestros).

Fe y razón, naturaleza y gracia

Ante esto, Spaemann se formula dos posibles objeciones.

Primera: ¿quiere esto decir que sin la revelación cristiana no se puede saber lo que es la vida humana, y, por tanto, alguien que no la conociera no podría descubrir sus deberes hacia los demás hombres? Esto equivaldría lógicamente a preguntarse: ¿qué valor tendría una antropología filosófica independiente de la fe cristiana?

 Segunda objeción (en cierto sentido, su contraria): ¿no equivale el planteamiento de Juan Pablo II a anular la diferencia entre la naturaleza y lo «sobrenatural» o la gracia? Es decir: si la perfección final del hombre es la contemplación de Dios, entonces ésta le sería debida por Dios, ya no sería algo gratuito.

El filósofo alemán responde. Ante la primera objeción (que se preguntaba si quien no alcanzase o rechazara la revelación cristiana no podría llegar a conocer lo que es el hombre ni sus deberes morales), señala cómo D. Hume (1711-1776) y posteriormente F. Nietzsche (1844-1900), entre otros filósofos modernos, negaron que la verdad pueda ser conocida (y con ello negaban que Dios pudiera ser conocido por la razón). El Concilio Vaticano I (1869-1870) consideró necesario definir solemnemente como verdad «de fe» que el hombre puede conocer naturalmente a Dios (precisamente porque la modernidad lo estaba negando).

A este propósito cabría añadir: de esta manera la Iglesia reafirmaba la capacidad natural de la razón para alcanzar la verdad.

En cuanto a la segunda objeción (si enfocar la vida humana desde la revelación cristiana no borra la diferencia entre la naturaleza y la gracia), responde Spaemann en primer lugar que Juan Pablo II no entiende las relaciones entre naturaleza y gracia como si fueran dos planos yuxtapuestos. Al mismo tiempo, defiende la capacidad natural de conocer la verdad (por tanto no se trata de que la verdad solo pueda conocerse por la fe, lo que sería fideísmo).

Detengámonos en la relación entre fe y razón, naturaleza y gracia. La fe supone la razón y la respeta: sin la razón la fe no podría existir. «Solamente –escribe Spaemann– porque los seres humanos son por naturaleza seres racionales y por tanto capaces de la verdad, puede la realidad de Dios hacerse accesible a ellos». La razón humana ha sido capaz de reconocer algunas verdades fundamentales sobre Dios y el hombre (y esto es muy importante). La filosofía clásica con la sola razón, sin apoyo de la revelación bíblico-cristiana, pudo conocer la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y el juicio final. Sólo la modernidad oscureció estos horizontes desanimando a la razón, como cuando D. Hume dijo: «Nunca damos un paso más allá de nosotros mismos».

A la vez, la fe garantiza que la razón no se autodestruya (cabría pensar aquí en la experimentación científica que puede llevar a destruir vidas, por medio de la bomba atómica o de la experimentación genética).

Teniendo esto en cuenta, Juan Pablo II entiende que la revelación cristiana no le dice a la humanidad algo ajeno o extraño respecto a la propia humanidad, sino algo que la humanidad puede experimentar por sí misma: el anhelo del corazón humano hacia una vida inmortal.

Entonces, se plantea Spaemann, ¿qué responder a los que dicen que definir la esencia humana desde la revelación cristiana borra las distancias entre la naturaleza y la gracia (con el peligro de disolver lo sobrenatural en puro naturalismo)?

Para contestar a esto, nuestro autor se remonta a la reforma protestante (s. XVI), que sostenía que con el pecado original la naturaleza humana había quedado corrompida, incapaz de una acción buena. Los reformadores católicos (contrarreformadores) desarrollaron entonces la idea de una «naturaleza pura», con la que el hombre podría haber alcanzado su perfección (meramente natural) por sus propias fuerzas. Esta naturaleza pura quedó herida por el pecado, aunque no corrompida; de modo que, tras la muerte y resurrección de Cristo, la gracia pudo sanar esa naturaleza y elevarla al orden sobrenatural.

Pero este modo de ver las cosas, según Spaemann, tiene su inconveniente: supone (a partir de una inadecuada interpretación de la noción de naturaleza de Aristóteles) que la naturaleza es algo cerrado en sus propios límites, y no puede, por tanto, alcanzar la gracia.

La naturaleza humana está abierta a la relación con los demás y a la comunión con Dios

Sin embargo, ya Aristóteles decía que lo que somos capaces de alcanzar con la ayuda de los amigos, somos capaces de alcanzarlo de alguna manera por nosotros mismos. (Es decir, que la naturaleza humana no está cerrada, sino abierta, para empezar, a los demás). Esto lo ha visto la teología más solvente desde Tomás de Aquino, y ha puesto de relieve que nunca ha existido una «naturaleza pura», sino que Dios ha creado, desde el principio, una naturaleza humana abierta a la gracia, capaz de la amistad con Dios.

Por su parte, Spaemann pone el ejemplo de cómo la naturaleza humana está abierta a la comunicación y al lenguaje, si bien el niño necesita para ello de otras personas, especialmente del cuidado gratuito de su madre.

Estos ejemplos muestran que la naturaleza humana no está cerrada en sí misma sino abierta desde sí misma a la relación con los demás. Así puede aclararse el hecho de que la gratuidad sobrenatural no repugna al hombre, precisamente porque la capacidad de relación y la apertura al don y a la comunión (en último término con Dios) pertenecen a su constitución natural.

El profesor alemán deduce que entender la relación entre naturaleza y gracia según un «esquema de dos planos» yuxtapuestos ­–naturaleza abajo y gracia arriba– no funciona, porque la naturaleza está abierta, desde dentro de sí misma, a la gracia. (Cabría ejemplificar que la gracia no es como un sombrero que uno se pone, de modo que ni le es debido ni le afecta en absoluto). La gracia es algo que la naturaleza anhela para su plenitud.

Se podría aludir también aquí a la realidad paradójica de que el hombre por naturaleza está hecho para un fin que excede sus posibilidades naturales (la comunión con Dios), y quizá recordar aquello que decía San Agustín de la nostalgia del corazón humano, siempre insaciado por los amores y bellezas limitadas («Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»).

 

P. Ramiro Pellitero