22.06.13

Para ser un buen obispo

A las 11:07 AM, por Luis Fernando
Categorías : Sobre el autor, Papado, Actualidad, Obipos, Papa Francisco

 

En el día de ayer, a eso de las nueve de la mañana, hora española, acabé de escribir un post que empezaba de la siguiente manera:

Ahora que todo el mundo espera a saber por dónde irá la reforma de la Curia anunciada por el papa Francisco, me parece oportuno apuntar lo que el Santo Padre, y la Iglesia con él, cree que debe ser un buen candidato para ser obispo.

Finalmente decidí no publicarlo porque creí que me dejaba muchas cosas en el tintero y, sobre todo, porque me parecía un poco aventurado adelantar lo que el Papa podría querer en esa cuestión. Poco sabía entonces que el Santo Padre iba a tratar precisamente de ese tema en su encuentro con los Nuncios

Copio el resto del post y al final añado y comento lo que el Concilio Vaticano II explica sobre el papel de los obispos.

Hasta ahora es evidente que para ser obispo hay que tener un currículum académico importante. Pocos prelados verán ustedes que no sean doctores en teología, derecho canónico o filosofía. Sin duda es necesario que el pastor de una diócesis no sea un lego en teología, porque como decía San Francisco de Sales, el conocimiento es el octavo sacramento.

Ahora bien, para ser un pastor con olor a oveja (papa Francisco dixit) no basta con ser un teólogo o canonista aceptable. Un obispo es, ante todo, padre de sus sacerdotes y del resto de los fieles que tiene encomendados. Y para ser un buen padre hace falta una calidad humana que no siempre dan los estudios. Conocemos casos de obispos cuya tendencia eclesial era más bien problemática -por usar un término amable- y sin embargo eran queridos y respetados por todos. Y, al revés, conocemos obispos a los que no se verá decir nada que parezca chocar contra el magisterio de la Iglesia y que tratan a sus sacerdotes con menos calor humano que el funcionario de hacienda que te sella la declaración de la renta.

No se trata de que todos los obispos sean la alegría de la huerta y vayan por la vida besando abuelas y niños. Se puede ser pastor y con una personalidad poco dado al populismo. Pero no se puede ser pastor y sin demostrar cierta empatía hacia el clero y el resto del pueblo de Dios.

Un buen obispo debe cuidar especialmente las visitas pastorales a los diversos arciprestazgos de su diócesis. A mí me llegan emails de varias diócesis en las que aparecen fotos de obispos con fieles de todo tipo: niños, jóvenes, adultos y ancianos. La cara de felicidad de los “visitados” suele estar presente en todas esas imágenes. Es decir, los fieles aprecian al pastor que va a verles, a darles palabras de ánimo, a hacer que se sientan queridos.

La falta de sabiduría teológica se puede suplir con un buen sacerdote que ayude al obispo a escribir buenas cartas semanales. Un obispo que no se sienta especialmente capaz de predicar homilías de calidad, puede recurrir a quienes entre su clero tiene ese don. Basta con que luego sepa darle su toque personal. Si eso ha ocurrido con algunas encíclicas papales, tanto más con las cartas pastorales o las homilías de un obispo.

Pero la falta de calidez humana no hay manera de suplirla salvo que la gracia obre sobreabundantemente en el pastor y este se deje “convertir” por el Señor.

A día de hoy, salvo en las diócesis importantes, en la que los Papas tienden a hacer elecciones personalmente, los obispos se nombran tras el envío de una terna por parte de los Nuncios al dicasterio de los obispos después de consultas a las Conferencia Episcopales, que a su vez hacen una encuesta privada entre personas de buen criterio que conocen a los candidatos. Si en ese dicasterio hay algún cardenal de alguna nación, es bastante probable que su opinión cuente mucho para los nombramientos de las diócesis de su país. Pero en todo caso, es evidente que si algo debe cuidar la Iglesia siempre -ayer, hoy y mañana- es la formación de sus nuncios.

Y es precisamente en ese ámbito donde creo que quizás el papa Francisco introduzca algún cambio. En no pocas ocasiones, el Nuncio parece estar más preparado para ser un buen diplomático, que busca mantener unas buenas relaciones con el gobierno del país en el que está destinado, que para ser una pieza clave en la importantísima tarea de elegir pastores para el pueblo de Dios. Quizás la Iglesia debería separar la figura del nuncio diplomática, cuya responsabilidad podría recaer en un seglar, de la figura del nuncio eminentemente eclesial, que se dedicaría sobre todo a buscar entre los sacerdotes del país a los candidatos ideales para llegar a ser obispos. No diré que ambas cualidades no pueden darse en una sola persona. Pero puestos a elegir, es mejor un Nuncio que no sea especialmente eficaz en el trato con el gobierno de turno a otro que no sea diligente a la hora de enviar ternas a Roma.

Nunca se insistirá demasiado acerca de la necesidad de que los pastores sean hombres de calidad humana probada. No todo buen párroco es necesariamente un buen obispo, pero lo mismo se puede decir de un buen profesor de teología, moral o derecho canónico. Y creo sinceramente que el Papa abogará más por más obispos que hayan sido buenos párrocos que por obispos que hayan sacado matrículas de honor en sus estudios pero cuya experiencia pastoral sea poca o no especialmente fructuosa. Y si se puede ser las dos cosas, buen párroco y buen maestro, ya tenemos al pastor ideal. Olerá a oveja y sabrá formar adecuadamemte en la fe al rebaño que el Señor le ha encomendado.

Hasta ahí mi post no publicado de ayer. En estos momentos parece igualmente necesario volver al Concilio Vaticano II para recordar algunos puntos del decreto Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los obispos. Negritas mías:

Cristo dio a los Apóstoles y a sus sucesores el mandato y el poder de enseñar a todas las gentes y de santificar a los hombres en la verdad y de apacentarlos. Por consiguiente, los Obispos han sido constituidos por el Espíritu Santo, que se les ha dado, verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores.

Véase que los obispos no solo tienen el poder (autoridad -eouxia-) de enseñar, santificar y apacentar al pueblo de Dios. También tienen el mandato de hacerlo. Es decir, no es una opción. Es su deber.

Los Obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio Episcopal, reconózcanse siempre unidos entre sí y muestren que son solícitos por todas las Iglesias, porque por institución de Dios y exigencias del ministerio apostólico, cada uno debe ser fiador de la Iglesia juntamente con los demás Obispos. Sientan, sobre todo, interés por las regiones del mundo en que todavía no se ha anunciado la palabra de Dios y por aquellas en que, por el escaso número de sacerdotes, están en peligro los fieles de apartarse de los mandamientos de la vida cristiana e incluso de perder la fe.

Me parece muy importante que el concilio explique que aunque corresponde al Papa el pastoreo sobre toda la Iglesia, cada obispo está llamado a tener preocupación por todas las iglesias locales, no solo la suya, especialmente si en ellas hay fieles en peligro de perder la fe.

Los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, tienen por sí, en las diócesis que se les ha confiado, toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su oficio pastoral, salvo en todo la potestad que, en virtud de su cargo, tiene el Romano Pontífice de reservarse a sí o a otra autoridad las causas.

Nuevamente vemos que el concilio enseña algo que determinados sectores de la Iglesia, imbuidos del espíritu del mundo, rechazan abiertamente. A saber, que el obispo es la máxima autoridad en la iglesia que ha sido puesta bajo su guía. Por supuesto, dicha autoridad no ha de ejercerse siguiendo el modelo de los gobernantes de este mundo. Es una autoridad puesta para servir, no para dominar. Se ejerce en caridad y en verdad. Lo cual no excluye, como algunos creen, el uso de la disciplina eclesiástica para corregir a los que yerran y, sobre todo, impedir que los fieles se vean afectados por la difusión del error. Un buen padre sabe educar a sus hijos. Y si a veces ha de usar el castigo para ponerles en el buen camino, lo hace. Igual ha de hacer un obispo, teniendo en cuenta que por lo general no está tratando con niños pequeños. El obispo es como el padre de un gran familia en la que los hijos, aunque viven bajo el mismo techo eclesial, ya son adultos.

El autor de Hebreos lo explica muy bien:

Soportad la corrección. Como con hijos se porta Dios con vosotros. ¿Pues qué hijo hay a quien su padre no corrija? Pero si no os alcanzase la corrección de la cual todos han participado, argumento sería de que erais bastardos y no legítimos. Por otra parte, hemos tenido a nuestros padres carnales que nos corregían y nosotros los respetábamos, ¿no hemos de someternos mucho más al Padre de los espíritus para alcanzar la vida?”
Heb 12,7-9

¿Y quiénes ejercen el papel de padres en las iglesias locales? En los primeros años del siglo II san Ignacio de Antioquía dice en su carta a los Trallianos que se debe “respetar al obispo como tipo que es del Padre“. Poco más hay que añadir.

Los Obispos deben dedicarse a su labor apostólica como testigos de Cristo delante de los hombres, interesándose no sólo por los que ya siguen al Príncipe de los Pastores, sino consagrándose totalmente a los que de alguna manera perdieron el camino de la verdad o desconocen el Evangelio y la misericordia salvadora de Cristo, para que todos caminen “en toda bondad, justicia y verdad” (Ef., 5,9).

El Concilio Vaticano II quería que los obispos fueran eminentemente evangelizadores. Deben buscar llevar la evangelio no solo a los que nunca lo han conocido sino a quienes habiendo tenido alguna vez acceso al mismo, se han apartado del camino de la fe. Ni que decir tiene que esa tarea no la pueden llevar a cabo los obispos por sí solos. Pero sí que ha de ser una de las prioridades de su misión apostólica. En otras palabras, la Nueva Evangelización no es una opción. Es una obligación en todo momento y en todo lugar.

En el ejercicio de su ministerio de enseñar, anuncien a los hombres el Evangelio de Cristo, deber que sobresale entre los principales de los Obispos, llamándolos a la fe con la fortaleza del Espíritu o confirmándolos en la fe viva. Propónganles el misterio íntegro de Cristo, es decir, aquellas verdades cuyo desconocimiento es ignorancia de Cristo, e igualmente el camino que se ha revelado para la glorificación de Dios y por ello mismo para la consecución de la felicidad eterna.

El evangelio ha de ser predicado completo. No hay razón alguna para dejar en el tintero verdades que afectan a la salvación. Sean o no populares. Por ejemplo, Mons. Rogelio Livieres, obispo de Ciudad del Este (Paraguay), denunció recientemente el silencio sistemático de la existencia del infierno. Y lo hizo en términos inequívocos: “No podemos separar la misericordia de Dios de su inexorable justicia, porque sería engañarle al pueblo que nos fuera confiado por Nuestro Señor, y al mismo tiempo, estaríamos negando en la práctica esta verdad de fe por medio del constante y sistemático silenciamiento“. Estamos ante un claro ejemplo de buen pastor que se preocupa de que la verdad completa sea predicada a los hombres. Y además, parece obvio que si no se puede esconder parte de la verdad, menos aún se puede difundir el error, la herejía.

Expliquen la doctrina cristiana con métodos acomodados a las necesidades de los tiempos, es decir, que respondan a las dificultades y problemas que más preocupan y angustian a los hombres; defiendan también esta doctrina enseñando a los fieles a defenderla y propagarla. Demuestren en su enseñanza la materna solicitud de la Iglesia para con todos los hombres, sean fieles o infieles, teniendo un cuidado especial de los pobres y de los débiles, a los que el Señor les envió a evangelizar.

En ese párrafo de Christus Dominus vemos tres puntos muy importantes:

-Primero, que se debe tener en cuenta la situación de las sociedades a las que se predica la fe cristiana. Por ejemplo, no es igual predicar el evangelio a una sociedad ya cristianizada que a otra entregada en brazos de la apostasía.

- Segundo, los obispos deben formar a los fieles para que sean instrumentos de propagación de la fe. Un obispo no puede llegar a todas partes. Los fieles, sí.

- Tercero, los pobres y los débiles deben ser “la niña bonita” de la labor maternal de la Iglesia. Siquiera sea porque su situación personal no ayuda precisamente a poner los ojos en las cosas del espíritu. Cuando la necesidad vital de una persona hace que su padrenuestro quede prácticamente reducido a “danos hoy nuestro pan de cada día", la Iglesia ha de proveer, en la medidas de sus posibilidades, ese pan diario, para que el fiel pueda degustar el resto de la oración que Cristo nos enseñó.

Vigilen atentamente que se dé con todo cuidado a los niños, adolescentes, jóvenes e incluso a los adultos la instrucción catequética, que tiende a que la fe, ilustrada por la doctrina, se haga viva, explícita y activa en los hombres y que se enseñe con el orden debido y método conveniente, no sólo con respecto a la materia que se explica, sino también a la índole, facultades, edad y condiciones de vida de los oyentes, y que esta instrucción se fundamente en la Sagrada Escritura, Tradición, Liturgia, Magisterio y vida de la Iglesia.

Procuren, además, que los catequistas se preparen debidamente para la enseñanza, de suerte que conozcan totalmente la doctrina de la Iglesia y aprendan teórica y prácticamente las leyes psicológicas y las disciplinas pedagógicas.

Es labor irrenunciable de los obispos el vigilar la formación catequética de los fieles que el Señor ha puesto en su mano. No tendremos iglesias sanas si el error es enseñado en nuestras catequesis. Tampoco si se oculta parte de la fe católica. El texto es claro. El obispo tiene el deber de acabar con cualquier catequesis que no se base en la Biblia, la Tradición, la Liturgia y el Magisterio de la Iglesia. No todo el mundo vale para dar catequesis. No basta la buena voluntad para ser catequista. Quien va a formar en la fe a los hombres ha de ser previamente formado en la fe, y de manera que se vea que tiene capacidad de enseñarla a otros. No cabe la heterodoxia. No cabe la herejía.

Los Obispos, por consiguiente, son los principales dispensadores de los misterios de Dios, los moderadores, promotores y guardianes de toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado.

Nuestros pastores han de ser promotores y guardianes de la vida litúrgica. Es decir, no caben los abusos litúrgicos. No vale mirar para otro lado cuando en tal o cual parroquia se “reinventan” la Misa. Si un obispo tiene conocimiento de que un sacerdote no se ajusta a lo que la Iglesia quiere en esa materia, debe de corregirle inmediatamente. No solo por su bien espiritual, que también, sino por la salud de los fieles que acuden a las Misas oficiadas por ese sacerdote. Y ni que decir tiene que los propios obispos deben ser los primeros en celebrar la liturgia correctamente. Y no me refiero necesariamente a “grados” de solemnidad, sino sobre todo a la fidelidad al canon litúrgico. De no ser así, el ejemplo que ofrecen a toda la Iglesia puede ser catastrófico.

… procuren que todos los que están bajo su cuidado vivan unánimes en la oración y por la recepción de los Sacramentos crezcan en la gracia y sean fieles testigos del Señor.

No hay catolicismo sin vida sacramental. Allá donde sacramentos como el de la confesión son dejados de lado, la fe se debilita y acaba desapareciendo. Los sacerdotes no son meros dispensadores de sacramentos, pero no hay manera de ser un buen sacerdote si no se tiene especial cuidado en que los fieles reciban la gracia por medio de ellos. Y es papel del obispo asegurarse de que sus presbíteros tengan ese punto muy claro.

El punto 16 de Christus Dominus ya ha sido desarrollado en la primera parte del post, así que no creo que sea necesario insistir en ello.

Por último, quiero fijarme en una cuestión fundamental para la vida de la Iglesia. Me refiero a la relación entre los religiosos y los obispos. Dice el Concilio:

Los religiosos reverencien siempre con devota delicadeza a los Obispos, como sucesores de los Apóstoles. Además, siempre que sean legítimamente llamados a las obras de apostolado, deben cumplir su encomienda de forma que sean auxiliares dispuestos y subordinados a los Obispos. Más aún, los religiosos deben secundar pronta y fielmente los ruegos y los deseos de los Obispos, para recibir cometidos más amplios en relación al ministerio de la salvación humana, salvo el carácter del Instituto y conforme a las constituciones, que, si es necesario, han de acomodarse a este fin, teniendo en cuanta los principios de este decreto del Concilio.

Aunque sin duda son muchos los religiosos fieles a la Iglesia, ¡cuántos sinsabores nos habríamos ahorrado en las últimas décadas si se hubiera tenido siempre en cuenta esa exhortación de los padres conciliares! ¡Cuánto bien no le haría a la Iglesia que de ahora en adelante todas las órdenes y congregaciones religiosas tuvieran en cuenta la necesidad de estar en plena comunión -no nominal- con los obispos! Añade el Concilio:

La exención, por la que los religiosos se relacionan directamente con el Sumo Pontífice o con otra autoridad eclesiástica y los aparta de la autoridad de los Obispos, se refiere, sobre todo, al orden interno de las instituciones, para que todo en ellas sea más apto y más conexo y se provea a la perfección de la vida religiosa, y para que pueda disponer de ellos el Sumo Pontífice para bien de la Iglesia universal, y la otra autoridad competente para el bien de las Iglesias de la propia jurisdicción.

Pero esta exención no impide que los religiosos estén subordinados a la jurisdicción de los Obispos en cada diócesis, según la norma del derecho, conforme lo exija el desempeño pastoral de éstos y el cuidado bien ordenado de las almas.

Todos los religiosos, exentos y no exentos, están subordinados a la autoridad de los ordinarios del lugar en todo lo que atañe al ejercicio público del culto divino, salva la diversidad de ritos, a la cura de almas, a la predicación sagrada que hay que hacer al pueblo, a la educación religiosa y moral, instrucción catequética y formación litúrgica de los fieles, sobre todo de los niños, y al decoro del estado clerical, así como en cualquier obra en lo que se refiere al ejercicio del sagrado apostolado. Las escuelas católicas de los religiosos están igualmente bajo la autoridad de los ordinarios del lugar en lo que se refiere a su ordenación y vigilancia general, quedando, sin embargo, firme el derecho de los religiosos en cuanto a su gobierno.

Soy de la opinión de que si se cumplieran fielmente esas indicaciones del Concilio Vaticano II, se habrían puesto gran parte de las bases para superar la crisis de secularización interna de la Iglesia. No se trata de negar el legítimo gobierno interno de las congregaciones y órdenes religiosas. No se trata de anular sus carismas propios. Se trata de que su labor apostólica esté sujeta a la autoridad de los sucesores de los apóstoles.

Acabo recordando de nuevo lo que San Ignacio de Antioquía escribió a los cristianos de su tiempo cuando iba camino del martirio. Tras hablar de los diáconos, presbíteros y obispos, añade: “Aparte de ellos no hay ni aun el nombre de iglesia” (Ep a los Trallianos). Cumplamos todos fielmente el lugar que nos corresponde en el Cuerpo de Cristo para que así podamos ser testigos de su amor y de su verdad y para que seamos instrumento del cumplimiento de la voluntad de Dios, que quiere que todos los hombres sean salvos: “Que no quiero yo la muerte del que muere. Convertíos y vivid” (Ez 18,32).

Luis Fernando Pérez Bustamante