IGLESIA EN ESPAÑA

Mons. Julián Barrio a las familias de las víctimas del accidente ferroviario: “La fe en Jesucristo Resucitado nos sostiene en nuestra peregrinación terrena y nos reafirma en la convicción de que la última palabra la tiene Dios y es siempre una palabra de vida”


 

El Arzobispo de Santiago de Compostela, Mons. D Julián Barrio preside el funeral oficial por las 79 víctimas del accidente ferroviario acaecido el pasado 24 de julio  en Angrois.

Mons. Juan Antonio Martínez Camino ha concelebrado la eucaristía, en representación del Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Mons. D. Antonio Rouco Varela.

Durante la homilía, Mons. Barrio se ha dirigido especialmente a las familias de las víctimas “Sentimos con vosotras y estamos a vuestro lado”.

A la ceremonia,  han acudido los Príncipes de Asturias y la infanta Elena, así como el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y varios miembros del Gobierno; el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijoo, representantes de las altas instituciones del Estado y varios presidentes de comunidades autónomas. Con ellos,  la presidenta del Parlamento gallego, alcaldes de diferentes localidades y otros representantes autonómicos, provinciales y locales.

HOMILÍA DE MONS. BARRIO EN EL FUNERAL POR LAS VÍCTIMAS DEL ACCIDENTE FERROVIARIO DE SANTIAGO

“Oh Dios, tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término”. Queridos hermanos y hermanas: Altezas, Infanta, Presidente del Gobierno de España, Presidente del Gobierno de Galicia, Alcalde la Ciudad, Autoridades, Sr. Secretario General de la Conferencia Episcopal en representación también del Cardenal Antonio María Rouco, Sres. Arzobispos y Obispos, Miembros del Cabildo Metropolitano, sacerdotes, miembros de Vida Consagrada y laicos. Mi recuerdo orante para los heridos que están en los hospitales, deseándoles una pronta recuperación.

Con viva emoción y con cordial afecto a vosotras, queridas familias, que estais aquí y teniendo presentes a las que no han podido venir. Familias que habéis perdido a vuestros seres queridos. Desde el primer momento os hemos tenido en nuestro corazón como también a ellos. Os ha llevado en su corazón Galicia y España y tantas personas Cardenales, Obispos, religiosos y laicos, más allá de nuestras fronteras que me han pedido que os trasmita sus condolencias con su oración y solidaridad. Sentimos con vosotras y estamos a vuestro lado. También hoy tenemos presentes a los heridos y fallecidos en el accidente de autobús de Italia. Muy especialmente, desde el primer momento el Papa Francisco nos acompañó con su cercanía espiritual, con su fraterno afecto y su emocionada solidaridad. Se lo agradecemos vivamente.

En el atardecer de un día que se presentaba festivo, la noticia del accidente ferroviario sobrecogió nuestra alma que buscó en la oración el sosiego para encomendar al Señor a los fallecidos, pedir la recuperación de los heridos e implorar el consuelo y la serenidad para vosotras, queridas familias de las víctimas. Este profundo dolor lo hemos vivido en la fe, en la esperanza cristiana y en el misterio, sintiendo la cercanía de nuestra gente, que se desvivió para atender a las víctimas, y el esforzado trabajo de cuantos colaboraron para paliar el inmenso dolor. También nuestros sacerdotes os ofrecieron su disponibilidad. Signos de luz en el misterio de la muerte y el dolor.
Pero hoy quiero recordaros de corazón a corazón que vivimos en la certeza de la Palabra de Dios. Y Cristo nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida, todo el que cree y vive en mi no morirá para siempre”. Con este convencimiento quisiera, queridas familias, enjugar vuestras lágrimas y aliviar vuestro dolor. Es verdad que hubiera preferido acompañar sencilla y afectuosamente vuestro silencio en oración. Pero al presidir esta Eucaristía, sacrificio redentor de Cristo, quiero recordaros que “en la vida y en la muerte somos del Señor”, y por eso afirmamos nuestra fe en la vida eterna, seguros de que en la meta de nuestra peregrinación terrena nos espera Cristo Resucitado, vida definitiva para los que han muerto y consuelo para los que todavía peregrinamos en este mundo. Este consuelo, queridas familias, es el que os traigo de parte de Dios nuestro Padre y que encuentra el pálido reflejo y el testimonio sentido en esta presencia nuestra a vuestro lado.

Acabamos de escuchar en la primera lectura: “Estaremos siempre con el Señor” (Ts 4,17). No necesitamos otro consuelo, ni nos es precisa a los creyentes otra razón para vivir con esperanza y para morir con sosiego, que esta luminosa afirmación del Apóstol Pablo. Estar siempre con el Señor, saborear su fidelidad y participar de su gloria. “Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma” (GS 22).Os abruma a vosotros y me abruma a mi. El evangelio nos ha hablado del relato de la muerte de Jesús que grita al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” para después sosegadamente decirle: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.

Una actitud que también restais viviendo en esta experiencia está siendo vuestra experiencia en estos días. Un miembro de la familia de una de las víctimas me decía “Señor arzobispo, ahora tenemos que decir mas que nunca ‘hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo’”. Pero Dios no nos abandona nunca, no está ausente: está con el que sufre y siente el agobio de la soledad y del abandono. Estuvo con su Hijo Jesucristo y está con nosotros. “Precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente, cuando se revela como fe en un amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte por salvarnos. En este amor es posible creer” (Lumen fidei, 16).

La fe en Jesucristo Resucitado nos sostiene en nuestra peregrinación terrena y nos reafirma en la convicción de que la última palabra la tiene Dios y es siempre una palabra de vida. “La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino final” (Lumen fidei, 15). Sólo esta esperanza puede consolar adecuadamente la pérdida de unos seres queridos y dar sentido a sus vidas y a sus muertes, reanudar un diálogo con ellos que la muerte interrumpió bruscamente y consolidar los vínculos de una comunión real, garantizada por Cristo.

La muerte forma parte de la verdad, del sentido y de la esperanza de nuestra vida. Nuestros hermanos han perdido sus vidas cuando tantos proyectos y tantas esperanzas llenaban su quehacer diario personal, familiar y laboral. No es fácil comprender y aceptar esta realidad, pero no debemos malgastar nuestro dolor. Todo tiene sentido en nuestras vidas. No somos un grito en el vacío. El sufrimiento y la muerte parecen contradecir la buena nueva del amor de Dios, y hacer estremecer nuestra fe. Pero la Fe nos dice que nuestro dolor y sufrimiento, unido al de Cristo en la cruz, es portador de salvación. Por eso, queridos hermanos y hermanas, toda tristeza por la muerte del ser querido es sagrada. “La muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe, apoyo sólido para nuestra fe” (Lumen fidei, 17).

Continuamos con el misterio que estamos celebrando. Confiados en el perdón y en la justificación que Cristo nos ofrece, encomendemos a nuestros hermanos a la misericordia de Dios para que las fragilidades propias del peregrinar en este mundo no les hayan impedido sentarse ya en la mesa del Reino y, como Jesús en la cruz, dejemos su destino en las manos del Padre con dolor pero con paz, con lágrimas pero con esperanza. Al Santo Apóstol Santiago y a nuestra madre la Virgen María les pedimos que hayan peregrinado con ellos hasta el Pórtico de la Gloria celestial. Nada podrá arrancarnos del amor de Dios, nuestra paz y fortaleza. “Santo Apóstol Santiago, haz que desde aquí resuene la esperanza”. Amén.