21.08.13

 

Cuando Lutero montó un cirio a cuento de su oposición a algunas doctrinas católicas, tuvo el valor de jugarse el pescuezo acudiendo a la Dieta de Worms, celebrada en 1521. Iba con un salvoconducto del Emperador Carlos V, que garantizaba su vida aunque no se “solucionara” su rebeldía contra la Iglesia, pero en la memoria estaba lo ocurrido con Juan Huss. El emperador Segismundo le ofreció un salvoconducto para que Hus acudiera al Concilio de Constanza a explicar sus postulados, pero en el concilio, Hus se negó a retractarse y por ello fue condenado por herejía. El rey Segismundo de Hungría lo acusó de traición y le condenó a morir en la hoguera, ejecutándose la sentencia el 6 de julio de 1415. Aunque Lutero contaba con el apoyo importante del príncipe elector Federico el Sabio de Sajonia, dudo que eso le hubiera salvado la vida si el emperador hubiera querido cargárselo. De hecho, una vez retirado en el monasterio de Yuste, Carlos V aseguró que uno de los grandes errores de su reinado era haber dejado libre al heresiarca alemán.

Ese mismo valor que Lutero demostró para jugarse la vida al defender sus tesis ante la Dieta contrasta con su actitud ante los que él consideraba herejes o elementos indeseables de la sociedad en la que vivía. No hay más que ver lo que escribió ante la revolución de los campesinos o sobre los judíos. Pero no es ese el motivo de este post.

Lo que el ex-monje agustino alemán supuso para la Cristiandad fue el triunfo parcial de la tesis del libre examen. A saber, que la opinión particular de una persona sobre la interpretación de la Escritura debe prevalecer sobre la autoridad doctrinal de la Iglesia. De hecho, en Worms lo que se discutía no era si Lutero tenía o no razón en sus tesis sino si él era el que juzgaba las doctinas de la Iglesia o al revés. Estas fueron sus palabras una vez que se negó a retractarse:

Si no se me convence mediante testimonios de la Escritura y claros argumentos de la razón - porque no le creo ni al papa ni a los concilios ya que está demostrado que a menudo han errado, contradiciéndose a si mismos -, por los textos de la Sagrada Escritura que he citado, estoy sometido a mi conciencia y ligado a la palabra de Dios. Por eso no puedo ni quiero retractarme de nada, porque hacer algo en contra de la conciencia no es seguro ni saludable. ¡Dios me ayude, amén!

Apelando a la conciencia personal y a su interpretación particular de la Escritura y la razón -esto último era curioso dado el concepto que él desarrolló sobre el pésimo papel de la razón humana, a la que llamaba la ramera del diablo-, se cargó de un plumazo la autoridad de la Iglesia, papas y concilios. El religioso había abierto la caja de los truenos. No era original, pues prácticamente todos los herejes y heresiarcas anteriores a él habían usado argumentos similares, pero el apoyo político que recibió de los príncipes alemanes hizo que la Cristiandad saltara hecha pedazos y que allá donde el catolicismo se retiraba pasara a ser sustituido por infinidad de sectas -en el sentido etimológico del término- basadas en las interpretaciones privadas de sus respectivos líderes. El propio Lutero tuvo tiempo de darse cuenta de a dónde llevaba su planteamiento y llegó a escribir lo siguiente:

“Hay tantas sectas y opiniones como cabezas. Este niega el bautismo; el de más allá cree que hay otro mundo en el nuestro y el día del juicio. Unos dicen que Jesucristo no es Dios; otros dicen lo que se les antoja. No hay palurdo ni patán que no considere inspiración del cielo lo que no es más que sueño y alucinación suya.”

Ahora bien, como bien explicó el Beato Heny Newman en una cita recogida en el Catecismo, la conciencia es el primero de los vicarios de Cristo:

La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (J. H. Newman, Carta al duque de Norfolk, 5).

Enseña también el Catecismo, en línea con el Concilio Vaticano II:

Art 1782.
El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (DH 3)

Si la cosa se quedara ahí, parecería que Lutero hizo bien en poner la voz de su conciencia por encima de la autoridad doctrinal de la Iglesia. Pero el propio Catecismo da la clave para entender la falsedad de esa presuposición:

Art 1783.
Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.

Y, de hecho, ocurre que se puede seguir la conciencia y estar equivocado:

Art 1790.
La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.

La responsabilidad moral del que obra en conciencia pero equivocadamente depende en buena medida de la actitud de la persona. Y el Catecismo habla del rechazo de la autoridad de la Iglesia como ejemplo de conciencia mal formada que causa una desviación en la conducta moral.

Art 1792.
El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

Un católico con la conciencia bien formada SABE que la Iglesia tiene autoridad plena (Magisterio) sobre la interpretación de la Revelación (Escritura y Tradición), de tal forma que debe de acatar sus dictámenes en cuestiones doctrinales y morales. Un católico con la conciencia mal formada piensa exactamente igual que Lutero y acaba por rechazar aquellas enseñanzas de la Iglesia que no coinciden con su parecer personal. Cuando hablamos de dogmas, esa diferencia de criterio, si se mantiene pertinazmente, hace que se incurra en la herejía.

Un católico con la conciencia bien formada optará por suspender su juicio personal en aquello en lo que no está de acuerdo con la Iglesia. Ese católico pedirá a Dios que le ilumine para poder entender y aceptar de buen grado lo que todavía no entiende y rechaza. Aunque mi ejemplo personal no vale casi de nada, diré que ese fue mi planteamiento cuando regresé a la Iglesia Católica. Tras ocho años y medio como protestante, todavía había dogmas que me resultaban un tanto chocantes y casi ajenos, pero le pedí al Espíritu Santo que me diera la gracia no solo de acatarlos sino incluso defenderlos. Y Dios me escuchó y me concedió esa petición. No veo razón alguna para que no haga lo mismo con cualquier cristiano que le pida lo mismo, tanto si está dentro de la Iglesia como si no.

Pero para poder haber llegado a esa situación, previamente hay que entender que no es la opinión personal la que debe prevalecer en caso de duda u opisición a la autoridad de la Iglesia. Si los padres de la Iglesia dijeron que no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre, era por algo. Si Cristo dio autoridad a sus apóstoles y éstos a sus sucesores, no cabe otra opción que fiarse de su enseñanza y su guía. Porque quien les obedece, obedece al propio Cristo: “Quien a vosotros oye, a mí me oye” (Luc 10,16)

Esto no quiere decir que haya que obedecer a los obispos, o incluso el Papa, en cualquier ocurrencia que tengan. Si el Papa o mi obispo me mandan ducharme todos los días con agua fría, no tengo ninguna obligación de obedecerles. Y si preveo que puede ser malo para mi salud, debo desobedecerles. Es evidente que la autoridad llega a aquello que forma parte del depósito de la fe. Los pastores no son dueños de la Revelación sino sus custodios. No pueden alterarla a capricho, sino que han de proclamarla y procurar que no sea puesta en tela de juicio desde dentro del rebaño de Cristo. Sin duda los teólogos en comunión con la Iglesia pueden aportar mucho a la hora de avanzar en la comprensión de lo que se nos ha revelado. Pueden llegar incluso a ser aventurados en algunas proposiciones. Pero el papel de guardianes de la fe no les corresponde a ellos sino al Papa y los obispos.

Acabo este artículo citando el Concilio Vaticano II, de tal manera que queden en evidencia aquellos que apelan al mismo para justificar su rebeldía contra el Magisterio. Tras ratificar la infalibilidad tanto del Papa como de los concilios ecuménicos cuando proclaman de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres, enseña el Concilio (negritas mías):

Mas cuando el Romano Pontífice o el Cuerpo de los Obispos juntamente con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma Revelación, a la cual deben atenerse y conformarse todos, y la cual es íntegramente transmitida por escrito o por tradición a través de la sucesión legítima de los Obispos, y especialmente por cuidado del mismo Romano Pontífice, y, bajo la luz del Espíritu de verdad, es santamente conservada y fielmente expuesta en la Iglesia. (Lumen Gentium 22)

Por tanto, todos deben atenerse y conformarse a lo proclamado de forma definitiva por la Iglesia. Pero aun en aquellas cuestiones que la Iglesia no ha definido una doctrina de tal manera, enseña el Concilio:

Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo. (Lumen Gentium 22)

No cabe pues, escudarse ni excusarse en la conciencia para no aceptar las enseñanzas que la Iglesia ha indicado como pertenecientes a la fe y la moral católicas. Y quien así obra, se sitúa, en mayor o menor medida, fuera de la comunión eclesial.

Luis Fernando Pérez Bustamante