2.09.13

La belleza del combate

A las 11:08 PM, por Mª Virginia
Categorías : Combate, Paz, San Ignacio de Loyola, Cristo, Liberalismo

Con el alma en vilo rogando por la paz en Siria, puede parecer desconcertante el título de este artículo, y sin embargo no es así. Porque en algunos corazones que claman por la paz, precisamente, se asoman a veces las peligrosas garras del desánimo y la resignación, y que pueden incluso ser máscaras de la pereza.

Y es que entre las muchas antinomias que contaminan nuestra fe, y por ende nuestro corazón, está esa -falaz, por cierto- que opone la paz al combate, o identifica a éste con la mera violencia. Es peligroso hacer interpretaciones a la ligera… Nos parece preciso, entonces, detenernos un poco, porque la identificación de términos que no son sinónimos puede acarrear en este caso, daños en el corazón mismo de nuestra conciencia.

¿Por qué tantos jóvenes se ven atraídos por los espejismos que les “venden” las ideologías de turno, abandonando el puesto que les cabe en la Viña del Señor? Miremos a tantos guerrilleros marxistas, miremos a tantos pobres chicos encandilados por la filosofía voluntarista nietzscheana… ellos tal vez no buscan la violencia, pero aman el combate, vislumbran su belleza, y los conquista la idea de una entrega absoluta y radical hasta dar en ello incluso su vida. Y el demonio se ríe, agazapado detrás, mientras muchos católicos se creen que el ideal zen de la ataraxia puede ser genuinamente defendido como la Paz de Cristo… y se equivocan. Han caído en la trampa más peligrosa: la del liberalismo. Éste, aunque sabe ser muy cruel (y miremos si no, la Revolución Francesa, y las leyes que hoy impone contra la ley natural), tiene siempre el antifaz de lo “políticamente correcto”, de la medianía…de la mediocridad. El pacifismo no es la búsqueda de la paz, no; y el modelo budista no es precisamente el de la santidad cristiana.

San Pablo, el Apóstol por antonomasia, nos insta a librar el “buen combate” de la fe (1Tm 6, 11-12), añadiendo inmediatamente un verbo que dice vencimiento de un obstáculo: “conquista la Vida eterna”. Y el Catecismo trae esta cita en el tratamiento nada menos que del Primer Mandamiento: “El fiel cristiano debe dar testimonio del nombre del Señor confesando su fe sin ceder al temor” (Cf. Mt 10, 32; 1Tm 6, 12).

Formando parte por el bautismo, aquí en la tierra, de la Iglesia Militante, podríamos decir que la condición de “combatiente” es inherente al cristiano lúcido, que sabe que el sentido de nuestra vida es siempre un más allá de lo inmediato, aunque éste nos embriague. ¿Se trata de la muerte? ¡Todo lo contrario! Se trata de la vida, de la salud, de la juventud y la alegría. Es lo que nos hace reconocer en el Apocalipsis, el libro de la Esperanza, jamás de la tristeza

La condición bendita del cristiano militante es, pues, la de aceptar la vida como combate Regio, por las almas, tras el Gran Rey-Capitán, de Quien nos habla San Ignacio en los Ejercicios Espirituales, y que “a cada uno en particular llama y dice: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir comigo, ha de trabajar comigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria….”(Cf. Nro. 93 y siguientes).

Personalmente, creo que una de las más magníficas escenas que en el cine recogen este espíritu, es la de Kenneth Branagh en la película “Enrique V”, basada en la obra homónima de William Shakespeare, en la arenga a las tropas antes de la batalla de San Crispín, pues como dice S. Ignacio, “El llamamiento del rey temporal ayuda a contemplar la vida del Rey eternal”.

Si tenemos conciencia de las horas difíciles que vivimos en nuestra época, tendríamos que examinarnos acerca de nuestra disposición al combate con el corazón debidamente agradecido por este llamado. El pusilánime, en cambio, sólo teme, cobarde, porque no mira al Rey, sino sólo su pobre espada, desentendido de la Verdad y la Justicia. No mira más allá. Y en vez de pacífico, se torna pacifista, acomodaticio y vomitivo, porque una tranquilidad que se anhela más que la Verdad, es la de los puercos, no la del Paraíso. Así imagino al mal ladrón, renegando siempre de su patíbulo, en vez de valorar el honor de vivir esa Hora junto a Cristo.

Habría que indagar, -además de las políticas maltusianas-, en la influencia de una espiritualidad blandengue y pusilánime, en esta generación tan inclinada a la homosexualidad y al travestismo, que abomina de la virilidad tanto como de la virtud. Y por supuesto, reniega siempre de las palabras “fuertes”, para terminar tarde o temprano, en la desesperanza primero, y en la desesperación después.

Pienso entonces que la oración más perfecta, ha de ser, en cierto modo también, combate. Probablemente el más eficaz, por lo que Sta. Teresita, que quería ser mártir y guerrero, eligió el Carmelo. Cuando Moisés bajaba los brazos dejando de orar, se perdía la batalla. Y esto es paradigmático, en cada paso de nuestra historia. Porque rezar es resistir. Resistir el arrastre de la marea del mundo, fijándonos en lo eterno. Resistir la corriente de la acción, para vivir la Pasión.

Resulta elocuente, asimismo, que Ntro. Señor elogiase dijese de la fe del centurión, un combatiente, diciendo que “ni en Israel he encontrado una fe tan grande” (Lc.7, 1-10). Podemos decir entonces que hay ciertas características que distinguen al “buen” combate del falso:

-Se nutre de la oración, sine qua non

-Se abraza a la Cruz

-Admite lágrimas, pero deja una alegría en el fondo del alma…!

Sigamos mirando, pues, las noticias alarmantes que nos señala el mundo, y sabiendo que no podemos esperar mucho humanamente de este nuevo Herodes, que no vacila en decretar la muerte de los propios hijos de su patria abogando por el aborto irrestricto. Vemos los silencios cómplices, y las injusticias manifiestas, ¿y qué nos cabe, ante lo que parece imposible de resistir? Cabe el combate.

Pero como no puede combatirse sin armas, hay que contar con las que nunca pueden agotarse: la oración incesante -con y sin ganas-. Cabe aún la palabra, la imagen, el gesto; cabe el canto (sólo el que espera una Alborada es capaz de cantar). Cabe aún el silencio afilado como espada, cuando el mundo pide aplauso y apostasía. Caben los himnos de esperanza, que hielan el Infierno cuando se sabe con certeza inquebrantable que la Cruz es nuestro signo de victoria, que el Corazón Inmaculado de María triunfará y somos Sus soldados.

No. No hay sitio para el desánimo; pues la hora del testimonio -cada uno en su puesto- siempre es bendita, promisoria y luminosa como la aurora.