16.09.13

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – invocaciones – Oración para aprender a amar, de la Beata Teresa de Calcuta

Beata Teresa de Calcuta

Señor, cuando tenga hambre, dame alguien que necesite comida;
Cuando tenga sed, dame alguien que precise agua;
Cuando sienta frío, dame alguien que necesite calor.
Cuando sufra, dame alguien que necesita consuelo;
Cuando mi cruz parezca pesada, déjame compartir la cruz del otro;
Cuando me vea pobre, pon a mi lado algún necesitado.
Cuando no tenga tiempo, dame alguien que precise de mis minutos;
Cuando sufra humillación, dame ocasión para elogiar a alguien; Cuando esté desanimado, dame alguien para darle nuevos ánimos.
Cuando quiera que los otros me comprendan, dame alguien que necesite de mi comprensión;
Cuando sienta necesidad de que cuiden de mí, dame alguien a quien pueda atender;
Cuando piense en mí mismo, vuelve mi atención hacia otra persona.

Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos;
Dales, a través de nuestras manos, no sólo el pan de cada día, también nuestro amor misericordioso, imagen del tuyo.

El Amor de Dios está garantizado para cada uno de nosotros, hijos suyos. No dudamos o, al menos, nunca deberíamos hacerlo de tal realidad porque a lo largo de los siglos ha demostrado hasta dónde puede llegar su Amor por nosotros. Es más, envío a su Hijo al mundo para que, muriendo, fuéramos salvados. Por eso sabemos que Dios nos ama y que el Creador siempre lo hará.

Sin embargo, el ser humano, la criatura creada a imagen y semejanza del Todopoderoso, aún teniendo la posibilidad de amar no siempre lo hace porque no siempre está dispuesto a ser humilde.

La Beata Teresa de Calcuta, ejemplo de hermana que amó a su prójimo por encima de su propia existencia, está legitimada para ayudarnos a amar, a que sepamos cómo debemos hacerlo. Concreta, por eso mismo, en esta oración qué debemos hacer, precisamente, para aprender a amar.

Hemos dicho que la humildad es esencial para ama porque el creyente que es soberbio difícilmente puede abajarse de tal forma que tenga al prójimo muy por encima de sus propias circunstancias y decida que, en efecto, ha de amarlo.

Pues bien, existen muchas circunstancias que, día a día, se nos pueden presentar para “ejercitar” el amor que no es una bonita teoría sino la puesta en práctica de la primera Ley del Reino de Dios que es, como sabemos (aunque no siempre lo parezca) la caridad, también llamada, por lo que supone, amor.

Es bien cierto que, aunque a nosotros, en determinadas ocasiones, pueda no parecernos eso posible, siempre hay seres humanos que están mucho peor que nosotros mismos. Por eso siempre habrá a quien atender para sus necesidades (materiales, espirituales o ambas a la vez) sean atendidas.

Así, cuando pasamos hambre, sed, tenemos frío, sufrimos enfermedad o cargamos con nuestra cruz; cuando creemos que no damos de sí para hacer todo lo que queremos hacer, cuando sentimos baja nuestra moral o cuando estemos ansiosos de que el prójimo nos entienda; cuando sepamos que necesitamos ayuda personal según por lo que estemos pasando o, también, cuando tengamos, en exclusiva, en nuestro corazón nuestras propias necesidades… en todos estos casos deberíamos pedir a Dios que nos facilitara encontrarnos con quien necesita de nuestro ser porque se encuentra no así sino mucho peor que lo que nosotros creemos estar. Siempre hay personas que necesitan mucho más que nosotros comer, que tiene más sed, que… en fin, necesitar cuidados más altos y elevados que los que nosotros creemos necesitar.

Entonces, justamente entonces, debemos darnos cuenta que el amor ha de poder con nuestro egoísmo y ha de salir de nosotros porque hay quien nos necesita; entonces, precisamente entonces, comprenderemos hasta qué puede llegar Dios, Creador nuestro, para que sepamos que nos ama. Pues eso quiere de nosotros hacia nuestro prójimo.

Recordemos, entonces, aquello de “… y al prójimo como a ti mismo”.

Eleuterio Fernández Guzmán