19.09.13

Reflexiones sobre el naturalismo metodológico en la ciencia –2

A las 2:16 PM, por Daniel Iglesias
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La doctrina del naturalismo metodológico de la ciencia consiste en afirmar que el científico debe proceder como si el naturalismo metafísico fuera verdadero; o sea, como si fuera verdad que en nuestro universo material no ocurre ni puede ocurrir nada sobrenatural y, por lo tanto, todo lo que ocurre en él fuera susceptible de ser estudiado y explicado por la ciencia, prescindiendo totalmente de Dios.

En este artículo consideraré el naturalismo metodológico de la ciencia desde el punto de vista filosófico. Para ello dividiré el trabajo científico en tres etapas: la etapa previa o preparatoria, la labor estrictamente científica y la etapa posterior o de aplicación.

La etapa previa incluye, entre otros, los siguientes aspectos: la confianza en la ciencia, la vocación científica, la elección de temas de estudio y las convicciones o intuiciones previas al estudio científico del tema.

La labor estrictamente científica incluye sobre todo los siguientes tres aspectos: la formulación de una hipótesis científica, la recolección de datos por medio de observaciones o experimentos y la justificación científica de la hipótesis con base en los datos obtenidos.

La etapa posterior incluye, entre otros, los siguientes aspectos: la reflexión sobre las consecuencias filosóficas de los resultados de la ciencia y la aplicación práctica de los conocimientos científicos por medio de la técnica.

Analizaré brevemente cada uno de esos aspectos desde el punto de vista de la utilidad de la fe cristiana para la labor científica.

Lo que he llamado “confianza en la ciencia” incluye todas las condiciones metafísicas de posibilidad de la ciencia misma. La ciencia es posible porque: 1) el mundo es racional; y es racional porque es la obra racional de un Ser que es racional por excelencia: Dios. Sin fe en Dios, la racionalidad del mundo queda sin explicación y la confianza en la ciencia se debilita o desvanece; 2) el ser humano es racional; y es racional porque es imagen de Dios, su Creador, quien le obsequió el don de la razón para que pueda conocer la verdad de lo real. Sin fe en Dios, la racionalidad del hombre queda sin explicación y la confianza en la capacidad de la ciencia humana para conocer la realidad se debilita o desvanece.

Lo que he llamado “vocación científica” incluye todas las motivaciones por las cuales un ser humano decide dedicarse al trabajo científico. Estas motivaciones pueden ser extrínsecas (por ejemplo, procurar fama o fortuna), intrínsecas (por ejemplo, procurar el placer de la labor científica en sí misma) o trascendentes (por ejemplo, procurar servir a los demás mediante la propia labor científica). En el cristiano auténtico y coherente estas distintas clases de motivaciones, que hasta cierto punto son compatibles entre sí, guardan una relación jerárquica: las motivaciones extrínsecas e intrínsecas están subordinadas a las motivaciones trascendentes, y entre estas últimas ocupa el primer lugar la voluntad de contribuir a la mayor gloria de Dios y al bien integral de los hombres.

La elección de un tema de estudio puede tener una motivación exclusiva, principal o parcialmente religiosa sin que el valor de la labor estrictamente científica sufra desmedro alguno.

Las convicciones o intuiciones previas al estudio científico de un tema son inevitables y en algún grado condicionan la labor científica, en un sentido u otro. El científico inevitablemente enmarca su labor científica dentro de su propia cosmovisión; y ésta, en tanto sea verdadera o falsa, puede ser una ayuda o un estorbo para esa labor. Como tiende a probar la apologética cristiana (imposible de resumir aquí), el cristianismo es la religión verdadera, por lo que la cosmovisión cristiana es un gran auxilio para la labor científica. No hay ni puede haber ninguna verdadera contradicción entre la religión cristiana y la verdadera ciencia, ni entre la fe y la razón, porque ambas son medios dados por Dios al hombre para el conocimiento de la verdad. No es lícito abusar de incidentes aislados como el “caso Galileo” para sostener una pretendida oposición radical entre la fe cristiana y la razón, o entre la Iglesia católica y la ciencia. El progreso de la ciencia es bienvenido por la Iglesia y ésta no ha tenido que renunciar ni a uno solo de sus dogmas para acomodarse a ese progreso. En cambio los prejuicios materialistas o naturalistas pueden impulsar a los científicos hacia callejones sin salida (como la teoría darwinista de la evolución o el multiverso).

Incluso en la formulación de una hipótesis científica el científico cristiano puede beneficiarse de intuiciones basadas en su fe cristiana. Tampoco esto desacredita su labor científica, en tanto su posterior prueba de esa hipótesis sea sostenible en el nivel estrictamente científico.

Los únicos momentos en los que el principio del naturalismo metodológico de la ciencia parece justificado son los siguientes dos: la recolección de datos y la prueba científica de la hipótesis en función de los datos. Es claro que no es posible someter a observación ni a experimentación a Dios ni a su acción en sí misma (aunque podamos observar sus efectos). También es claro que la tarea de la ciencia es buscar explicaciones naturales a los fenómenos, por medio de sus “causas segundas” (según la terminología de la filosofía clásica). Pero hay una forma correcta y una forma incorrecta de interpretar estas características de la ciencia. La forma correcta consiste en reconocer la legítima autonomía de la ciencia respecto de la religión y la teología. La forma incorrecta consiste en afirmar la independencia de la ciencia respecto de Dios.

Se puede decir, quizás, que el científico creyente “pone entre paréntesis” su fe en Dios durante su labor estrictamente científica; pero (y aquí está la distinción crucial) esta “puesta entre paréntesis” es una abstracción, no una negación ni una duda. Al buscar las “causas segundas” de los fenómenos, el científico creyente no niega ni cuestiona la Causa Primera, que sigue siendo absolutamente real y necesaria; simplemente la da por supuesta y se limita a analizar los fenómenos en otro nivel (el nivel científico). Las causas segundas, sin dejar de ser causas, implican la existencia de la Causa Primera, pero esto se pone de relieve en el nivel filosófico, distinto del científico.

Por otra parte, también la ética del trabajo científico mismo se ve beneficiada por la fe cristiana. El científico debe buscar la verdad, pero puede verse tentado a manipular los datos o a torcer o forzar sus razonamientos para favorecer su propia tesis. Por supuesto no sólo los científicos no creyentes pueden sucumbir a esas tentaciones (y a otras relacionadas, como los plagios), sino también los creyentes. Pero el científico cristiano tiene mejores defensas contra esas tentaciones, porque cree en una obligación moral absoluta y en una sanción moral eterna. Como escribió Dostoievski, “si Dios no existe, todo está permitido”. Es decir, sin un Ser Absoluto, no pueden existir el bien y el mal en un sentido absoluto, objetivo. Por lo tanto, en esa hipótesis no existe una ley moral natural, un orden moral objetivo; debemos contentarnos con las leyes positivas, las convenciones sociales, los cálculos utilitaristas, etc. Pero el utilitarismo puede convertirse fácilmente en subjetivismo individualista y en egoísmo, desfigurando la vida moral, también la del científico.

La reflexión sobre las consecuencias filosóficas de los resultados científicos será más o menos fructuosa en función de las premisas y las aptitudes filosóficas del científico. En el caso de los científicos materialistas o naturalistas, esa reflexión estará más o menos viciada por sus errores filosóficos previos. La reflexión filosófica y apologética de los cristianos a partir de la ciencia no invalida en modo alguno su labor científica, sino que es un complemento legítimo y conveniente de esa labor.

También en el aspecto de la aplicación práctica o tecnológica de la ciencia son aplicables las consideraciones que hice más arriba sobre el fundamento teológico de la moral. Dios es el Sumo Bien, el fin último del hombre. Son moralmente buenos los actos humanos que acercan al hombre hacia su fin último (la comunión con Dios y con los demás en Dios); son moralmente malos los actos humanos que alejan al hombre de ese fin. Fuera de este sólido marco teleológico, la ética científica se convierte en un peligroso pantano y el científico puede caer fácilmente en la tentación de justificar de un modo utilitarista actos intrínsecamente malos (como la experimentación con embriones humanos). (Continuará).

Daniel Iglesias Grèzes