1.10.13

Hacia una «psicología sana» (Dr. Pablo Verdier Mazzara)

A las 11:53 AM, por Daniel Iglesias
Categorías : Sin categorías

1. La psicología y la psiquiatría, por tratar directamente del hombre, necesitan, más que cualquier otra disciplina científica, dialogar con una recta filosofía y teología. Pío XII, en una serie de célebres discursos pronunciados con ocasión de congresos profesionales, enunció los principios de antropología y moral sobre los que debía descansar ese diálogo. Durante el Concilio Vaticano II, los Padres conciliares tuvieron in mente tales discursos acuñando la fórmula «psicología sana» (1). Con ella se referían a aquella psicología que no solo no entra en contrariedad con las verdades de la fe y la moral, sino que positivamente se funda y se nutre de los principios de la antropología cristiana. Desafortunadamente, la psicología y la psiquiatría han seguido caminos que, en su conjunto, no son compatibles con aquellas formulaciones papales (2). Privadas del encuentro con la filosofía cristiana y la teología, estas ciencias humanas se ven tentadas de reducirse a ciencias naturales (3). Ello se observa, por ejemplo, en el reduccionismo neurobiológico, en el que la mente se reduce e identifica con las funciones de su soporte biológico, el cerebro; en el reduccionismo dinámico, en el que todas las instancias motivacionales y eficientes del psiquismo se reducen a uno de sus dinamismos parciales; en el reduccionismo naturalista, que considera al hombre exclusivamente en su realidad histórica-intramundana. Se abre así no solo una brecha entre estas ciencias y la antropología y la moral cristianas, sino que aquellas ciencias con sus postulados han venido a interpelar y sustituir implícitamente a la doctrina católica sobre el hombre y sobre el bien y el mal moral.

Psicólogos y psiquiatras habrán de cultivar pues otras disciplinas que les formen en aquellas realidades humanas que su ciencia no les informa. “La labor de curar a los otros y de asegurar su equilibrio psíquico-social –decía Juan Pablo II– es, en efecto, importante y delicada. Quienes se dedican a esa labor, además de un conocimiento científico, deben poseer una gran sabiduría” (4). Esta sabiduría, que es filosófica, rescata realidades humanas no verificables empíricamente y que por tanto la ciencia ‘no ve’, pero que son supuestos implícitos del terapeuta que inciden en la comprensión del cuadro clínico y en la atención del paciente. Recordemos algunas de ellas, mostrando su importancia capital en el ámbito clínico.

2. El alma espiritual. El alma humana, en tanto espiritual, trasciende la materialidad del cuerpo que informa, y con ello el hombre trasciende la materialidad del mundo en el que vive, abriéndose a realidades de naturaleza espiritual. Esta dimensión del hombre está preñada de leyes, motivos, afectos y dinamismos que son específicamente humanos. ¿Podrá pues un profesional de la salud mental desentenderse, ignorar o desestimar esta dimensión? Considerar al hombre prescindiendo o negando una noción realista del alma humana es reducirlo a sus funciones puramente biológicas y con ello a su semejanza con los animales; es pretender entenderlo, por ejemplo, desde las neurociencias. Si bien la psicofarmacología ha aportado alivio al sufrimiento humano, de ello no se desprende que ayude siquiera a vislumbrar la solución a problemas específicamente humanos.

3. La libertad humana. Una psicología sin alma espiritual, y que tenga por tanto una perspectiva materialista del hombre, ¿cómo explica, por ejemplo, la libertad humana? Ni el testimonio de la historia universal ni el de la Revelación nos permiten dudar de categorías cívicas y morales como la responsabilidad, la culpa, el castigo, el mérito, el premio, la reprobación, etc. ¿Qué sentido podrían tener estas categorías si la libertad humana fuese pura ilusión? Solo si la libertad humana es real, y no ilusoria, serán reales también las categorías cívicas y morales antes señaladas. En caso contrario, llegaríamos al punto difícilmente sostenible de que la ciencia moderna habría desenmascarado la ilusión de libertad en la que la humanidad habría vivido por siglos, acrecentando con ello el conocimiento sobre la verdad del hombre, pero paradójicamente no constatándose con ello un crecimiento paralelo en su libertad; en esta situación, la verdad no nos haría libres. Una psicología que niega la libertad se automargina del conjunto de las disciplinas humanas que sí la consideran, y con ello se pierde la unidad de los saberes sobre el hombre. En tal caso, nos preguntamos por ejemplo, ¿qué servicio puede prestar una psicología sin libertad al orden judicial, a un tribunal canónico?; sin libertad, ¿cómo podría participar el paciente personalmente de su psicoterapia? La pretensión de una psicología científica, es decir de una psicología que prescinda de las realidades humanas no verificables empíricamente, nos conduce a una ‘psicología sin persona’.

4. «Instintos» humanos. El hombre no se satisface con vivir una vida meramente biológica. El «instinto» de autoconservación, por ejemplo, no es en él un mero impulso natural a la conservación de su vida biológica, sino también y sobre todo un impulso del espíritu que le plantea otras exigencias, por el que aspira a realidades diversas a las necesidades propias de su condición corpórea. El hombre no solo no quiere morir físicamente, sino que tampoco quiere sepultar su vida espiritual, con sus amores, sueños, anhelos, proyectos. Se da pues en el hombre un instinto de autoconservación cuya especificidad viene dada por la voluntad de existir como persona y de salvar el valor de la persona en sí misma (5). Sobre este “instinto” espiritual de autoconservación descansa buena parte de la vida afectiva, moral y espiritual humana. En toda conducta humana –sana o patológica– se puede rastrear la presencia de este impulso a conservar y confirmar el valor de la persona en sí misma. Dos consecuencias: a) así como en el orden del cuerpo humano la medicina ha sabido determinar las exigencias objetivas para conservar la salud, del mismo modo, en el orden del espíritu, ¿no será posible determinar las exigencias objetivas –leyes del espíritu, morales– sin las cuales es imposible que el hombre viva una vida que, en lo específicamente humano, sea también saludable y satisfactoria?; b) en el hombre sano los «instintos» no son impulsos puramente animales, sino que están informados por el espíritu, y por ello son tendencias sujetas a la razón y a la libertad.

5. Personalidad y madurez. Esta voluntad de existir como persona y de salvar el valor de la persona en sí misma es un amor que asume y ordena los deseos parciales del hombre, ubicando e integrando sus respectivos objetos en un horizonte plenamente humano. En esta perspectiva, solo se verificará una personalidad madura cuando los deseos y dinamismos particulares queden referidos a un significado humano que trascienda sus respectivos objetos parciales, capacitando a la persona para superar sus gratificaciones parciales e inmediatas, poniéndolas al servicio de la dignidad y la vocación personales. Este amor que ordena las tendencias y deseos parciales no es una moldura sobreañadida y exterior que ejerce su influjo desde “fuera”, violentando los “verdaderos” dinamismos del hombre, sino que es el factor que ordena las tendencias parciales poniéndolas al servicio de la persona toda, último sujeto de atribución de tales dinamismos. Quienes entienden la moral –que es el orden de los amores– en términos de ordenamiento extrínseco no pueden menos de mirarla como amenazante y enemiga del verdadero desarrollo del hombre. Este equívoco es un obstáculo que imposibilita un diálogo fecundo entre psicología y moral. La psicología necesita pues, junto a una noción descriptiva de madurez psicológica, entendida como aquellos comportamientos, afectos y logros típicos y propios de cada etapa de la vida, la noción de perfección moral, entendida como el recto orden de los amores según el cual el hombre se orienta a su fin último. La madurez y la talla de una personalidad se miden pues por su connaturalidad afectiva con los valores verdaderos.

6. En el ámbito clínico, se suscita una interrogante: ¿es indistinto desde el punto de vista de la salud mental y de la intervención psicoterapéutica que el hombre se comporte en conformidad o no con aquellas exigencias objetivas del espíritu (n° 4)? De la respuesta a esta pregunta pende en muchos casos la misma comprensión psicológica de la dolencia que el sujeto padece, así como la terapia que éste requiere. Así, en el orden psicopatogénico, es frecuente observar que los dolores y angustias del paciente surgen en situaciones y a raíz de conductas en las que se ha transgredido –por culpas propias o ajenas– el orden moral objetivo –exigencias objetivas del espíritu–. La transgresión –advertida o no– de tal orden natural priva al hombre de algún bien que le es connatural, lo que es vivido como una violencia o una disminución del valor de su propia persona. Están en juego aquí los conceptos de mal de culpa y mal de pena (STh I, q.48, a.5 y a.6; De Malo q.1, a.4). El primero, en tanto trasgresión del orden moral objetivo; el segundo, consistente en el dolor afectivo que padece el sujeto por verse privado del bien connatural que la ley moral señala. Según cómo responda el sujeto a la culpa y a la pena, podrán tener lugar manifestaciones clínicas diversas, ubicándose éstas dentro del dominio de la psicoterapia, y en el dominio de la psiquiatría en cuanto por redundancia impliquen modificaciones neurobiológicas que admitan intervención psicofarmacológica. En otros términos, la transgresión de la ley moral es causa de angustia y pena. Pío XII lo había afirmado: “[…] el que ofende y transgrede las leyes de la naturaleza, tendrá antes o después que sufrir las funestas consecuencias en su valor personal, y en su integridad física y psíquica”. (6)

La psicología clínica no niega ciertas experiencias como fuente de psicopatología, pero ha sido incapaz de ‘ver’ la exigencia moral presente ‘al interior’ de ellas, ignorando por tanto todo vínculo entre la psicopatología y el orden moral. Al negar este orden ha tenido que dar cuenta del carácter nocivo de aquellas experiencias construyendo toda una nueva antropología. La antropología y la moral cristianas han quedado enfrentadas, por tanto, a esta nueva explicación del hombre de apariencia científica, pero que encierra en su seno la negación del orden moral natural. Ante esta realidad, ¿cómo entablar un diálogo, cómo lograr una síntesis e integración entre la psicología por una parte, y la moral y la antropología cristianas por la otra, si la primera a priori adhiere a posturas que descalifican, niegan y sustituyen a las segundas?

En el ámbito de la psicoterapia será terapéutico todo aquello que suscite o secunde al orden natural, es decir, la intervención no será terapéutica si transgrede el orden natural. Todo proceso psicoterapéutico, llámeselo de crecimiento, de maduración, de sanación, de liberación de complejos e inhibiciones psicológicas, lleva consigo un aumento en la capacidad de autogobierno y autodeterminación; ello supone un incremento en la libertad interior. Ahora bien, el teólogo moral entiende que, en el orden natural, la libertad solo se da en el ámbito de las virtudes. Por tanto, si un paciente ha de sanar su enfermedad/incapacidad, si ha de crecer en libertad, necesariamente ha de cultivar y alcanzar la virtud contraria a la disposición enfermiza/incapacitante que padecía. En otras palabras, ha de ordenar sus amores. De este modo, una sana psicoterapia busca la restitución de las disposiciones de la voluntad y de las potencias sensibles al orden natural, y con ello devuelve al paciente su libertad interior. Por el contrario, toda intervención que, aun obteniendo algún alivio inmediato, contraríe la ley natural, obtendrá resultados parciales y transitorios, y correrá el riesgo de ser una intervención iatrogénica.

Dr. Pablo Verdier Mazzara
Médico-Psiquiatra
Académico, Pontificia Universidad Católica de Chile

(L’Osservatore Romano, edición en español, número 32-33, viernes 9-16 de agosto de 2013, pp. 9 y 11).


Notas:

1) Concilio Vaticano II, Decreto Optatam totius, n° 3 y n° 11.

2) Juan Pablo II, Discursos, Al Tribunal de la Rota Romana, 5-02-1987 y 25-01-1988. Opus cit., nota n° 1.

3) Benedicto XVI, Discurso, Al grupo de trabajo de las Academias Pontificias de Ciencia y Ciencias Sociales, 21-11-2005.

4) Juan Pablo II, Discurso, A un grupo de psiquiatras y psicoanalistas americanos y de otros países, 04-01-1993.

5) Juan Pablo II, Discurso, Meeting para la Amistad de los Pueblos, 29-08-1982.

6) Pío XII, Discurso, A la Unión Italiana Médico-Biológica de San Lucas, 12-11-1944.