17.10.13

Ilicitud de la restricción mental

A las 8:00 AM, por Germán
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En nuestros mercados, abunda un producto despreciable que se llama mentira. Una manifestación consciente contra la verdad que uno conoce. Es un actitud vil, porque la persona obra contra sí misma, estando convencida de una verdad, pero manifestando algo contrario a ella en el exterior.

Mentiras a la familia para disimular, mentiras en los negocios para sacar el mayor provecho, mentiras en la conversación para hacerse más interesante, mentiras con la intención de ofender y hacer daño, mentiras entre amigos íntimos, mentiras en los proyectos, mentiras en todo y siempre.

Hay numerosas personas que viven y practican la mentira por costumbre, el daño que puede producir la mentira es difícil de precisar, ya que depende del bulto de la noticia, del mal social que pudiera producir en las personas, de la extensión que pudiera tener esa mentira.

Pero lo cierto es que pudiera ser un pecado leve, grave y gravísimo, según las circunstancias.

La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad (NC, 2484).

Nunca es lícito mentir «pero hay ocasiones en que el ocultar la verdad no solamente es lícito, sino absolutamente obligatorio; v. gr., cuando se trata de un secreto o del sigilo sacramental. En tales ocasiones es lícito echar mano de la llamada restricción mental, rectamente entendida» (Teología moral para seglares, Royo Marin).

Cuando no sea posible callar o resultase contraproducente, Santo Tomás de Aquino permite «ocultar prudentemente la verdad con cierto disimulo» (S. Th. 11-11, q. 90, a. 3).

Los secretos profesionales —que obligan, por ejemplo, a políticos, militares, médicos, juristas— o las confidencias hechas bajo secreto deben ser guardados, salvo los casos excepcionales en los que el no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercero daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad. Las informaciones privadas perjudiciales al prójimo, aunque no hayan sido confiadas bajo secreto, no deben ser divulgadas sin una razón grave y proporcionada (NC, 2491).

La restricción mental consiste en un acto del entendimiento que da a las palabras un sentido distinto del obvio y natural.

Para que sea lícita es necesario:

1º. No ser puramente mental, sino que el sentido de las palabras pueda colegirse por las circunstancias adjuntas,

2º. Que el que pregunta no tenga derecho a que se le diga la verdad con toda claridad;

3º. Que al decirla no produzca inconvenientes.

En algún caso muy grave aún sería lícito jurar con esta restricción mental.

Hacer la restricción mental en las condiciones indicadas no es mentir, sino ocultar la verdad.

La caridad, la prudencia y deber inherente al oficio exigen muchas veces el ocultar la verdad.

Al que pide prestado dinero, por ejemplo, se le puede contestar no tengo, pensando no tengo para prestar. Al que pregunta por un asunto que nada le importa, y el darle cuenta produciría algún inconveniente, se le puede responder no sé nada, pensando no sé nada para contarlo.

La «restricción mental estricta» consiste en  «trasladar con la mente una expresión o frase a un sentido distinto del que se desprende de la significación de las palabras, pero en el cual no hay ningún rastro o indicio por donde pueda descubrirse la verdad».

Esta restricción puramente mental no es lícita jamás.

La razón es porque, siendo del todo imposible descubrir el sentido verdadero, que permanece totalmente oculto, equivale a una pura y simple mentira en toda la extensión de la palabra. Y así, expresiones como éstas: «He visto Roma» (pensando interiormente «en fotografía»), «no he cometido tal falta» («cuando tenía dos años»), «no he cogido tal cosa» («con la mano izquierda»), etc., etc., son pura y simplemente mentiras. Si fuera lícito ese modo de hablar, siempre y en todas partes se podría mentir impunemente (Teología moral para seglares, Royo Marin).

La restricción mental es por lo tanto ilícita sin justa causa, y «hay que desaconsejarla por lo fácil que es alucinarse sobre la existencia de causa proporcionada e incurrir en verdaderas mentiras».