25.10.13

 

Soy visceral e incapaz de escribir sin un punto de ironía. Estos dos factores juntos pueden hacer que en ocasiones me salgan escritos tal vez pelín duros e incluso hirientes. Es el problema que tiene el picante: difícil encontrar el punto justo que alegre pero que no queme el paladar. Más difícil aún dar en el gusto a todos: desde aquel que pide su plato con picante nulo hasta el amante de comer entre lágrimas de satisfacción.

Lectores me dicen que aunque sea cierto lo que digo, y la valoración de las cosas o las ideas que expongo irreprochable con la doctrina de la Iglesia en la mano, en ocasiones me pierden las formas: duras, irónicas, fuertes, con su punto de autosuficiencia. Pues no digo que no, ni me voy a disculpar con el sabido “el celo de tu casa me consume” que me autorice a empuñar el látigo de la dialéctica.

Aún sabiendo que forma y fondo son parte de un matrimonio indisoluble, más me preocuparían los errores en el fondo, porque eso querría decir que en dogma, moral, liturgia o vida pastoral uno anda patinando, y eso sí que tiene su peligro: confundir al personal, y eso sí que es algo que no podría perdonarme. Pero parece que problemas de fondo no hay. Bendito sea Dios. ¿Y las formas? Pues siempre opinables, mientras nos mantengamos dentro de los límites de la caridad cristiana, cosa que tal vez no siempre consiga.

Es curioso como un mismo post igual suscita el aplauso por lo atinado del fondo y la forma distendida, irónica, contundente, que el mayor de los rechazos en lo que se interpreta como autosuficiencia y falta de caridad. Lo que decíamos del picante. Que vaya usted a saber cuál es la dosis justa para cada cual. Es decir, necesitamos un buen guisado como principio: carne de calidad, patatas en su punto, tiempo de cocción exacto, aderezo ad hoc. Eso que no falte. Luego podemos hablar de punto de sal y picante, que cada cual sabrá.

Hay lectores que me dicen que por encima de todo hay que cuidar la forma de decir las cosas. No estoy de acuerdo. Porque con lenguaje suave, melifluo, agradable, podemos decir auténticos disparates que justo porque van envueltos en palabras dulces, se tragan como si fueran caramelos y lo son, pero envenenados. Con guante de seda se pueden dar las peores puñaladas. Con los versos más bellos podemos cantar al demonio y anunciar esa gran dictadura del relativismo. Cuántas veces leo cosas externamente bellas y aparentemente amables que encierran la nada más absoluta.

Cuando hay un incendio, un atraco, un accidente, un peligro inminente, uno no siempre controla el lenguaje, y lo que sale es gritar “fuego”, “al ladrón”, “peligro”. Es fuerte, pero es que si no es así no hacemos nada. Pasa igual en las cosas de la fe. Si ves con claridad el engaño, el fraude, la doctrina falaz revestida de oropeles, y el celo por las cosas del Señor te abrasa, a lo mejor lo que te sale no es solo decir bueno, quizá no sea del todo correcto, habría que matizar… sino directamente decir: es un fraude y el que lo propaga un cantamañanas. Con lo otro se puede dudar, con esto, la cosa queda clara.

¿Y la caridad cristiana? La caridad mayor es la de anunciar el evangelio con verdad y con fidelidad, anunciar la doctrina de la Iglesia y no mis invenciones. Caridad es denunciar el engaño, poner al descubierto lo errado. La mayor falta de caridad no es la de decirle a uno cantamañanas, que quizá no esté del todo bien, sino ver el error y callar encima. Es como si al ver un atraco, le sueltas un mamporro al atracador y encima te acusan de falta de caridad. Falta de caridad hubiera sido tolerar el atraco, sobre todo hacia la víctima.

No. No quiero justificarme. No digo que en ocasiones no deba cuidar un poco más las formas. Pero si el fondo es correcto las formas ya saben: es la cantidad de picante. Y sobre gustos qué les voy a decir.