29.10.13

 

Como era de esperar, un grupo de entidades católicas de Cataluña, región española desde que España es España y sin la que España no sería España, ha decidido sumarse “oficialmente” a la charlotada secesionista que busca la secesión.

Que el lema escogido por los secesionistas sea el de “Derecho a decidir” es ciertamente sintomático. Es el mismo que usan los proabortistas para defender el derecho de las madres a matar a sus hijos no nacidos. Lo que esta gente propone es que una parte de España tiene el derecho a cargarse la unidad de la nación, sin que el resto tenga la más mínima oportunidad de decir algo al respecto.

Esos grupos católicos se basan en dos documentos aprobados por los obispos de las diócesis catalanas en las que señala algo que históricamente es mentira. A saber, que Cataluña es una nación. Lo cierto es que no lo es. España es una nación. Cataluña, no. Nunca lo ha sido. La Constitución española, que fue votada mayoritariamente en su día por los catalanes y que es precisamente la que reconoce su derecho a tener una autonomía, es clara y nítida:

Artículo 1.2:
La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.

Artículo 2
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.

Los independentistas catalanes -y de paso los de otras regiones de España- quieren basar su supuesto derecho a independizarse en la negación que tenemos todos los españoles a decidir sobre el futuro de nuestra nación. Pretender tal cosa es romper las reglas del juego. Y si no hay reglas, la cosa se puede poner muy fea. Porque si se cargan la Constitución, se cargan su derecho a tener autonomía.

En todo caso, dejando aparte las cuestiones meramente políticas, lo grave es que haya una parte de la Iglesia que entre en el juego de un tipo de nacionalismo que ha sido, les guste o no, condenado expresamente por el beato Juan Pablo II, Papa. En su discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, el 5 de octubre de 1995, dijo:

Es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se asume, como fundamento del nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia sucede en ciertas manifestaciones del llamado fundamentalismo.

Habrá quien piense que el nacionalismo catalán no predica el desprecio hacia lo español. Sepan ustedes que, a pesar de que al menos la mitad de la población es hispano-parlante, en Cataluña los padres no pueden elegir que sus hijos reciban clase teniendo como idioma vehicular el castellano. Sepan ustedes que si en Cataluña ustedes tienen un negocio y lo rotulan solo en castellano, les multan. Sepan ustedes que se han inventado un patriotismo catalán ahistórico basado en mentiras y en señalar que aquello que es propio en contraposición a lo que es común a todos los españoles. Tiene tanto sentido que Cataluña deje de ser España como que las dos Castillas y Madrid dejen de serlo. O Andalucía. O el resto de los pueblos de este país.

Se podría discutir hasta qué punto es legítimo que un católico catalán quiera la independencia. Algo que se basa en la mentira no puede ser bueno, pero a lo largo de la historia las naciones han ido cambiando su configuración. Algunas han desaparecido. Otras se han dividido. La unidad de España no es dogma de fe. Pero atentar contra el bien común que supone la unidad de esta nación no parece conforme a la doctrina católica.

La Iglesia en Italia, con el Papa al frente, se opuso con contundencia a los intentos secesionistas de la Liga Norte. En el año 1991, el papa Juan Pablo II, en un “Mensaje a los Obispos italianos sobre las responsabilidades de los católicos ante los desafíos del momento histórico actual”, dijo:

Me refiero especialmente a las tendencias corporativas y a los peligros de separatismo que, al parecer, están surgiendo en el país. A decir verdad, en Italia, desde hace mucho tiempo, existe cierta tensión entre el Norte, más bien rico, y el Sur, más pobre. Pero hoy en día esta tensión resulta más aguda. Sin embargo, es preciso superar decididamente las tendencias corporativas y los peligros de separatismo con una actitud honrada de amor al bien de la propia nación y con comportamientos de solidaridad renovada. Se trata de una solidaridad que debe vivirse no sólo dentro del país, sino también con respecto a toda Europa y al tercer mundo. El amor a la propia nación y la solidaridad con la humanidad entera no contradicen el vínculo del hombre con la región y con la comunidad local, en que ha nacido, y las obligaciones que tiene hacia ellas. La solidaridad, más bien, pasa a través de todas las comunidades en que el hombre vive: en primer lugar, la familia, la comunidad local y regional, la nación, el continente, la humanidad entera: la solidaridad las anima, vinculándolas entre sí según el principio de subsidiariedad, que atribuye a cada una de ellas el grado correcto de autonomía.

En relación a la unidad de España, la Conferencia Episcopal Española también se ha pronunciado. En la “Instrucción pastoral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias” del año 2002, dijeron:

35. España es fruto de uno de estos complejos procesos históricos. Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear, no sería prudente ni moralmente aceptable…

… Pretender unilateralmente alterar este ordenamiento jurídico en función de una determinada voluntad de poder, local o de cualquier otro tipo, es inadmisible. Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria.

En el 2006, la CEE volvió a advertir contra el nacionalismo independentista en la “Instrucción pastoral Orientaciones morales ante la situación actual de España”:

73. La Iglesia reconoce, en principio, la legitimidad de las posiciones nacionalistas que, sin recurrir a la violencia, por métodos democráticos, pretendan modificar la unidad política de España. Pero enseña también que, en este caso, como en cualquier otro, las propuestas nacionalistas deben ser justificadas con referencia al bien común de toda la población directa o indirectamente afectada. Todos tenemos que hacernos las siguientes preguntas. Si la coexistencia cultural y política, largamente prolongada, ha producido un entramado de múltiples relaciones familiares, profesionales, intelectuales, económicas, religiosas y políticas de todo género, ¿qué razones actuales hay que justifiquen la ruptura de estos vínculos? (…) ¿Sería justo reducir o suprimir estos bienes y derechos sin que pudiéramos opinar y expresarnos todos los afectados?

Por tanto, lo que el sector nacionalista independentista de la Iglesia en Cataluña propone atenta contra el bien común de todos los españoles, es un burla a la realidad histórica de este país y supone, además, un elemento que puede poner en grave peligro la comunión eclesial en esa región española. Motivos más que suficientes como para que la Santa Sede pueda llegar a pronunciarse expresamente si así se estima oportuno.

Luis Fernando Pérez Bustamante