31.10.13

 

Acabo de leer un artículo sumamente interesante de Mons. Gerhard L. Müller, Arzobispo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, titulado “Al Dios cristiano desde el ateísmo”. En el mismo explica y se enfrenta al avance del ateísmo en el mundo, aun reconociendo que el mismo no es cosa nueva. El prelado recuerda el salmo davídico que hace tres mil años proclamó que “el necio dice en su corazón: que no hay Dios (Salm 14,1), lo cual es una manera como otra cualquiera de recordar a los ateos que son lo que el salmista dijo que eran.

Me llama también la atención la crítica severa que hace de ese tipo de evolucionismo que excluye la existencia de un Dios creador y que convierte al ser humano en poco más que un pedazo de materia organizada que ha llegado a la autoconsciencia por un mero proceso químico-evolutivo. Pregunta Mons. Müller:

¿Puede el pensamiento apropiarse del mundo material? O a la inversa ¿la razón es una simple función del proceso evolutivo? El hombre, como sujeto pensante, ¿es sólo parte de un momento de la diferenciación de la materia, sujeto a la ley de la selección natural como cualquier otro producto carente de sustancia o de una totalidad integral que lo comprende todo?

El Prefecto de la CDF llama pseudo-ciencia a ese tipo de investigación que, basada en una filosofía errónea, excluye la realidad espiritual propia del ser humano:

Los descubrimientos de la reciente investigación de tipo evolucionista y de la neurobiología se ocupan más bien poco de la condición subyacente del hombre, es decir, como ser dotado de una naturaleza corporal-espiritual y de una tendencia al conocimiento de la verdad y del bien, y por lo tanto, de una tendencia a la plena realización personal. Tales descubrimientos se limitan a considerar las condiciones materiales de la razón y de los actos de la voluntad del hombre, desde una interpretación pseudo-científica que se sobrepone a una filosofía basada en el materialismo monista.

Ateos aparte, quisiera fijarme en las consecuencias que tiene para el hombre la asunción de la existencia de un Dios que se ha revelado. Lo primero de todo, cabe decir que el hombre solo puede comprenderse a sí mismo partiendo de lo que el Creador dice de él. Sabemos que fuimos creados a imagen de Dios porque Dios así nos lo ha revelado. Sabemos que nos alejamos de Él, porque así se nos ha dicho, aunque no hay más que ver el mal que el hombre causa en el mundo para comprender que muy cerca de Dios no está. Y sabemos que Dios no quiso dejar al hombre alejado de sí mismo porque el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Ante la manifiesta incapacidad del ser humano de construir un puente para volver a Dios, Dios se convirtió en puente para situarnos en el lugar que quería para nosotros. Eso es la redención. Y dicha redención va más allá de la primera creación adámica. El nuevo hombre en Cristo pasa a ser una criatura “engendrada por el Padre antes de todos los siglos” (*) y no meramente creada a la imagen divina.

La vida eterna no es otra cosa que la donación al hombre de la vida divina. Enseña San Pedro:

Pues por el divino poder nos han sido otorgadas todas las cosas que tocan a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento del que nos llamó por su propia gloria y virtud, y nos hizo merced de preciosas y ricas promesas para hacernos así partícipes de la divina naturaleza, huyendo de la corrupción que por la concupiscencia existe en el mundo. (2 Pe 1,3-4)

Mientras estamos en este cuerpo mortal nos resulta muy complicado alcanzar a comprender la grandeza de ese don. Por eso dice el Señor: “Si conocieras el don de Dios” (Jn 4,10). Y San Pablo:

Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.(1ª Cor 13,12)

Y:

El Señor es espíritu, y donde está el espíritu del Señor, está la libertad. Todos nosotros a cara descubierta reflejamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el espíritu del Señor. (2ª Cor 3,17.18)

Cuando Dios nos rescata del pecado, nos sitúa en el camino que acabará haciéndonos semejantes a Él:

Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es. (1ª Jn 3,2)

Los que ya están en el cielo viendo a Dios cara a cara, han sido transformados en su gloria. Y aun así les queda recibir el regalo de la resurrección para alcanzar la gloria final. Sin embargo, ya en esta vida terrena el cristiano está llamado a ser luz de Dios en medio del mundo. Aun siendo todavía imperfectos, tenemos el deber de llevar a Cristo a los hombres que todavía están muertos en sus delitos y pecados:

Y vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo el espíritu de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas, el espíritu que actúa en los hijos rebeldes; entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo y seguimos los deseos de nuestra carne, cumpliendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por naturaleza hijos de ira, como los demás. (Efe 2,1-3)

Triste y lamentable es la condición de los cristianos “carnales“. Aquellos que habiendo recibido del don de la vida eterna, todavía se conducen por el pecado y ceden ante la concupiscencia del primer Adán. La gran misericordia de Dios nos concede el perdón si volvemos nuestros ojos a Él arrepentidos, pero no es menos cierto que estamos llamados a ser santos como Él es santo (1ª Ped 1,16) y que sin santidad nadie verá a Dios (Heb 12,14).

Una pastoral que vaya dirigida a disminuir la gravedad del pecado y sus consecuencias en la vida es instrumento de condenación y no de salvación. Una pastoral que oculte la misericordia de Dios manifestada en la gracia que nos perdona y nos llama a ser santos, plenamente santos, y nos capacita para serlo, es igualmente instrumento de condenación y no de salvación. El Señor no nos deja en nuestros pecados. Nos perdona y nos transforma para que no vivamos en la esclativud de la condición pecadora. No se puede hablar solo del perdón sin anunciar la gracia que nos santifica. Es esencial recordar las palabras de San Pablo:

No os ha sobrevenido tentación que no fuera humana, y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, antes dispondrá con la tentación el éxito, dándoos el poder de resistirla. (1ª Cor 10,13)

y:

Pues Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito. (Fil 2,13)

Cristo mismo es el mayor ejemplo de sometimiento a la voluntad del Padre: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Luc 22,42). Y su Madre, la Virgen María, es igualmente ejemplo de como la gracia de Dios, que la llenaba por completo, la permitía aceptar la voluntad divina: “Dijo María: He aquí a la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y se fue de ella el ángel” (Luc 1,38). Es por ello que los padres de la Iglesia señalaron que de igual manera que Cristo era el segundo Adán, la Virgen María era la segunda Eva y causa de nuestra salvación.

San Justino afirma:

Porque Eva, siendo virgen e incorrupta, habiendo concebido la palabra salida de la serpiente, dio a luz desobediencia y muerte; y María, la virgen, habiendo concebido fe y alegría al darle el ángel Gabriel la buena nueva (de que el Espíritu del Señor vendría sobre ella y el poder del Altísimo la cubriría con su sombra, por lo que también lo engendrado de ella, santo, sería Hijo de Dios) respondió: Hágase para mí según tu palabra. Y de ella nació aquel de quien hemos demostrado hablaron tantas escrituras, por quien Dios destruye la serpiente con los ángeles y hombres que se le asemejan, mientras que libra de la muerte a quienes se arrepienten de sus malas acciones y creen en Él.

Y San Ireneo de Lyon explica:

Dos inocentes, dos personas sencillas, María y Eva, eran completamente iguales. Pero, sin embargo, más tarde la una fue causa de nuestra muerte y la otra causa de nuestra vida

No insistiremos lo suficiente en el papel de la Madre de Dios en el plan de salvación de Dios. En ella la Iglesia es ya todo lo que está llamada a ser. Y con la Iglesia, nosotros. Siempre en comunión con el Salvador, que es cabeza de la Iglesia.

Conclusión. No hemos recibido la vida eterna para actuar como si siguiéramos esclavos del pecado. No hemos recibido al Espíritu Santo para dejarle aparcado en nuestras ocupaciones, en nuestro día a día. Una vida así no es vida, sino muerte. E incluso una muerte más miserable que en la que andábamos antes de ser salvados. Como dice san Pedro:

Si, pues, una vez retirados de las corruptelas del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ellas y se dejan vencer, sus postrimerías se hacen peores que los principios. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia que, después de conocerlo, abandonar los santos preceptos que les fueron dados. En ellos se realiza aquel proverbio verdadero: “Volvióse el perro a su vómito, y la cerda, layada, vuelve a revolcarse en el cieno". (2ª Ped 2,20-22)

 

Porque Dios nos lo concede, digamos con el autor de Hebreos:

Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma. (Hen 10,39

Recordemos las palabras de San Juan:

Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. (1ª Jn 2,1)

Tengamos presente lo que nos anunció San Pedro:

No retrasa el Señor la promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia. (2ª Ped 3,9)

Vivamos pues, como verdaderos hijos de Dios y no como hijos de este mundo. Una vida que no es vida no merece ser vivida. La vida eterna está a nuestra disposición. Vivámosla.

Luis Fernando Pérez Bustamante

(*) Me gusta especialmente el concepto de la Theosis, propia de la espiritualidad de los cristianos orientales -lo que incluye a los católicos bizantinos-. Cito del documento Jesucristo, portador del agua de la vida, de los Consejos pontificios de la Cultura y para el Diálogo interreligioso:

En el Prefacio al Libro V de Adversus Haereses, san Ireneo se refiere a «Jesucristo, que, por medio de su amor trascendente, se convirtió en lo que somos, para poder llevarnos a ser lo que él mismo es». Aquí la theosis, el modo cristiano de entender la divinización, no se realiza solamente en virtud de nuestros esfuerzos, sino con el auxilio de la gracia de Dios, que actúa en y por medio de nosotros. Naturalmente, esto implica una conciencia inicial de nuestra imperfección, incluso de nuestra condición pecadora, todo lo contrario de la exaltación del yo. Además, se despliega como una introducción a la vida de la Trinidad, un caso perfecto de distinción en el corazón mismo de la unidad: sinergia y no fusión. Todo esto acontece como resultado de un encuentro personal, del ofrecimiento de un nuevo género de vida. La vida en Cristo no es algo tan personal y privado que quede restringido al ámbito de la conciencia. Ni es tampoco un nivel nuevo de conciencia. Implica una transformación de nuestro cuerpo y nuestra alma mediante la participación en la vida sacramental de la Iglesia.