16.11.13

GRATIS DATE

Escribir de la Fundación GRATIS DATE es algo, además de muy personal muy relacionado con lo bueno que supone reconocer que hay hermanos en la fe que tienen de la misma un sentido que ya quisiéramos otros muchos.

No soy nada original si digo qué es GRATIS DATE porque cualquiera puede verlo en su página web (www.gratisdate.org). Sin embargo no siempre lo obvio puede ser dejado de lado por obvio sino que, por su bondad, hay que hacer explícito y generalizar su conocimiento.

Seguramente, todas las personas que lean estas cuatro letras que estoy juntando ya saben a qué me refiero pero como considero de especial importancia poner las cosas en su sitio y los puntos sobre todas las letras “i” que deben llevarlos, pues me permito decir lo que sigue.

Sin duda alguna GRATIS DATE es un regalo que Dios ha hecho al mundo católico y que, sirviéndose de algunas personas (tienen nombres y apellidos cada una de ellas) han hecho, hacen y, Dios mediante, harán posible que los creyentes en el Todopoderoso que nos consideramos miembros de la Iglesia católica podamos llevarnos a nuestros corazones muchas palabras sin las cuales no seríamos los mismos.

No quiero, tampoco, que se crean muy especiales las citadas personas porque, en su humildad y modestia a lo mejor no les gusta la coba excesiva o el poner el mérito que tienen sobre la mesa. Pero, ¡qué diantre!, un día es un día y ¡a cada uno lo suyo!

Por eso, el que esto escribe agradece mucho a José Rivera (+1991), José María Iraburu, Carmen Bellido y a los matrimonios Jaurrieta-Galdiano y Iraburu-Allegue que decidieran fundar GRATIS DATE como Fundación benéfica, privada, no lucrativa. Lo hicieron el 7 de junio de 1988 y, hasta ahora mismo, julio de 2013 han conseguido publicar una serie de títulos que son muy importantes para la formación del católico.

Como tal fundación, sin ánimo de lucro, difunden las obras de una forma original que consiste, sobre todo, en enviar a Hispanoamérica los ejemplares que, desde aquellas tierras se les piden y hacerlo de forma gratuita. Si, hasta 2011 habían sido 277.698 los ejemplares publicados es fácil pensar que a día de la fecha estén casi cerca de los 300.000. De tales ejemplares, un tanto por ciento muy alto (80% en 2011) eran enviados, como decimos, a Hispanoamérica.

De tal forman hacen efectivo aquel “gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,8) y, también, “dad y se os dará” (Lc 6,38) pues, como es de imaginar no son contrarios a las donaciones que se puedan hacer a favor de la Fundación. Además, claro, se venden ejemplares a precios muy, pero que muy, económicos, a quien quiera comprarlos.

Es fácil pensar que la labor evangelizadora de la Fundación GRATIS DATE ha des estar siendo muy grande y que Dios pagará ampliamente la dedicación que desde la misma se hace a favor de tantos hermanos y hermanas en la fe.

Por tanto, esta serie va a estar dedicada a los libros que de la Fundación GD a los que no he hecho referencia en este blog. Esto lo digo porque ya he dedicado dos series a algunos de ellos como son, por ejemplo, al P. José María Iraburu y al P. Julio Alonso Ampuero. Y, como podrán imaginar, no voy a traer aquí el listado completo de los libros porque esto se haría interminable. Es más, es mejor ir descubriéndolos uno a uno, como Dios me dé a entender que debo tratarlos.

Espero, por otra parte, que las personas “afectadas” por mi labor no me guarden gran rencor por lo que sea capaz de hacer…

Arquetipos cristianos (y III): Gabriel García Moreno - Anacleto González Flores, de Alfredo Sáenz, S.J.

Arquetipos cristianos

Dijimos en el primer artículo de esta miniserie sobre el libro “Arquetipos cristianos”, del P. Alfredo Sáenz, S.J, que “Dado que este voluminoso libro (404 páginas escrito a dos columnas) no puede ser, siquiera pensarlo es posible, traído aquí en un solo artículo, lo hemos dividido en tres partes. La primera de ellas se hará referencia a una muy sustanciosa Introducción que explica mucho de la necesidad del arquetipo; una segunda parte con 9 biografías de las 11 que forman el cuerpo de estos dos-libros-en-uno; y, ya por fin, dos biografías que, por su especialidad (Gabriel García Moreno y Anacleto González Flores) vale la pena, así lo hemos considerado, tratarlas aparte aunque no de forma separada, entiéndase esto, a las demás.

Vamos, por tanto, a lo que es, en realidad, lo último del libro del P. Alfredo Sáenz, S.J. y que se refiere a dos laicos, a saber: Gabriel García Moreno (Ecuatoriano) y Anacleto González Flores (Mexicano) pues son ejemplo exacto de hasta dónde se puede llegar siendo católico y sabiendo que se es hijo de Dios.

Gabriel García Moreno

Gabriel García Moreno

Como dice el autor del libro, nuestro arquetipo fue “un personaje eminentemente político” (p. 290) y a tal actividad dedicó su vida en su Ecuador natal donde vino al mundo el 21 de diciembre de 1821.

De familia fervientemente católica, Gabriel recibió la fe en el seno de la misma y, a pesar de que en sus años de estudios de la carrera de Derecho pudo haberse torcido aquel impulso espiritual, nada hizo que se alejara del mismo. Eso le hizo ponerseal servicio de la Iglesia, pero desde las trincheras del mundo, de donde provenían las principales ofensivas, mediante legislaciones anticristianas y a veces directamente persecutorias” (pp. 292-293) pues pudiera parece, nos dice el P. Alfredo Sáenz, S.J. que la independencia de Ecuador de la madre España tuviera que suponer una reacción contraria al catolicismo que había impregnado la vida patria ecuatoriana los últimos siglos. Y, en efecto, eso fue lo que pretendieron, entre otros, los masones, llevar a cabo.

Desde ahora mismo decimos que la existencia de Gabriel García Moreno es, verdaderamente, apasionante, y la condujo por los caminos de la fe y el ser recto y honrado con sus semejantes pues, frente a la Constitución promovida por el presidente Flores (de corte liberal) “numerosos grupos comenzaron a recorrer las calles al grito de ‘¡Viva la religión, muera la Constitución!” (p. 294) y, tras estallar una revolución en Guayaquil, en cuyas filas se encontraba nuestro arquetipo, la Constitución fue echada en el olvido y García Moreno “entró públicamente en la política, con ese éxito inicial que le fue dando renombre en todo el país” tras haber sido nombrado Gobernador de Guayas y depurar a los partidarios del supracitado Flores.

Hemos dicho que Gabriel García Moreno era de temple católico y de arraigada fe. No extraña, por lo tanto, que hiciera todo lo posible para que los jesuitas, que habían sido enviados al destierro hacía 83 años, pudieran volver a tierra ecuatoriana. Y lo consiguió cuando en 1851 el presidente Noboa derogó el decreto de expulsión de Carlos III.

Entonces (1852) entra en liza el general José María Urbina que sería, durante toda la vida de García Moreno, su peor enemigo. Procuró, por ejemplo, perjudicar a los jesuitas, a lo que respondió nuestro personaje con un escrito titulado “Defensa de los jesuitas” donde decía esto:

“Es una verdad histórica que esta orden religiosa ha sido aborrecida por cuantos han atacado al catolicismo, sea con la franqueza del valor, sea con la perfidia de la cobardía. Calvino aconsejaba contra ella la muerte, proscripción o calumnia. D’Alembert, escribiendo a Voltaire, esperaba que de la destrucción de la Compañía se siguiera la ruina de la religión católica. El mismo concepto en menos palabras expresaba Manuel de Roda, ministro de Carlos III, cuando quince días después de haber sido expulsada de España esta Orden célebre, decía al duque de Choiseul, ministro de Luis XV: “Triunfo completo. La operación nada ha dejado que desear. Hemos muerto a la hija; sólo nos falta hacer otro tanto con la madre, la Iglesia romana”». Las setenta páginas del ardiente folleto reavivaron el fuego sacro en los buenos ecuatorianos, bastante aletargados.”

Urbina, que no podía ver a García Moreno por ser todo lo contrario a como él era, consiguió, críticas del católico de por medio, desterrarlo. Aquel destierro duró 2 años y consiguió todo lo contrario a lo pretendido por el déspota: aumentar el amor a su patria por parte de nuestro arquetipo y saber, a ciencia cierta, que alguien debía levantarse contra la situación por la que pasaba Ecuador. Y marchó a Paris a seguir formándose (1854-1856) y donde maduró y “amplió enormemente sus horizontes” (p. 301).

Volvió García Moreno a Ecuador con una autorización del nuevo presidente Francisco Robles (general) que no era más que otro Urbina y que pretendía congraciarse con Moreno. Sin embargo, aquel no iba a caer en tal trampa y aceptó, uno a uno, los cargos que le fueron ofrecidos, a saber, el de Alcalde de Quito y el de rector de la Universidad. Luego fue elegido senador. El gran líder católico había dado sus frutos.

La Convención que debía elaborar una nueva Constitución eligió a Gabriel García Moreno como nuevo Presidente de Ecuador (no sería la última presidencia que ocuparía). Era el 10 de marzo de 1861. Muchas fueron las labores que llevó a cabo durante su mandato como, por ejemplo, la concertación de un Concordato con la Santa Sede, la reorganización de la economía, del ejército, de la educación así como otras realidades que mucho bien hicieron a Ecuador.

Sobre Gabriel García Moreno hace el autor del libro una descripción física y psicológica tal que así (vale la pena aunque pueda parecer extensa):

“Intentemos esbozar un retrato suyo, en base a los que nos han legado los artistas de su tiempo. Era alto y delgado, de figura noble, esbelta y elegante. Su frente, ancha y espaciosa, revelaba una inteligencia descollante. Sus ojos, negros, profundos y escrutadores; a veces se mostraban serenos, otras veces relampagueaban; se dice que cuando daba órdenes, parecía que miraban con gran autoridad. La nariz, muy recta, y de tamaño más bien grande. La boca era ancha, con bigotes negros, espesos, de bordes cortos y caídos. La mandíbula, algo avanzada, realzaba su aspecto de caudillo. El rostro, anguloso y severo. Su fisonomía, en general, resultaba atractiva y hasta fascinante, revelando una personalidad sobresaliente, un aristócrata y gran señor. Había algo de marcial en su continente. Gustaba de cruzar los brazos, lo que acrecentaba su distinción y señorío. Sus ademanes eran precisos y enérgicos. Se ha dicho que su voz, sin suavidad ni matices, sonaba un tanto destemplada, y que hablaba con demasiada rapidez.

En cuanto a sus características psicológicas y morales destaquemos, de acuerdo al testimonio de sus contemporáneos, su voluntad poderosa, casi sobrehumana, que le llevó a vencer no sólo la geografía del paisaje ecuatoriano sino también a sus contrincantes, transformando a su patria de arriba abajo, y que le permitiría vencerse a sí mismo, adelantando velozmente en el camino de la virtud. Su inteligencia era penetrante, sumamente aguda, apasionado por todas las formas del saber, y capaz de comprender con excepcional rapidez, no sólo a las personas sino también las situaciones. Eran proverbiales su vehemencia y combatividad, así como su afición por la aventura y el peligro. El profundo espíritu religioso que lo caracterizaba le permitía estar siempre pronto a sacrificar su vida por las causas trascendentes. Su temple de hierro lo hacía implacable con los delincuentes y corruptos, si bien no descartaba el ejercicio de la misericordia. La honradez de su conducta se hizo patente por el modo de administrar los dineros públicos, jamás aprovechando los cargos que invistió para acrecentar su patrimonio personal. De temple voluntarioso y decidido, nunca postergaba sus resoluciones o dilataba su ejecución. Se caracterizaba, asimismo, por una enorme capacidad de trabajo, en virtud de la cual pudo realizar más obras que todos los presidentes del Ecuador que le precedieron. Su memoria era asombrosa. Todos le reconocieron el don de atraer a los demás, de convencerlos y entusiasmarlos. Poseyó el arte de la palabra, que lo convirtió en el primer orador de su tiempo, siendo a la vez un espléndido conversador, rápido y sentencioso en las réplicas, a veces mordaz.”

Con esto queda mucho dicho de cómo era Gabriel García Moreno y el por qué actuó como actuó a lo largo de su vida pública.
En más de una ocasión García Moreno se vio en la obligación de, incluso, tomar las armas para defender a la patria y a la religión de las asechanzas del Mal representado por su enemigo Urbina. Ostentó, además, una segunda Presidencia e, incluso, fue nombrado general en jefe del ejército atendida su experiencia, también, militar.
¿Pero, qué hacía que Gabriel García Moreno llevase el sentido religioso católico a la vida pública de una forma tan apabullante?

Nuestro arquetipo, religioso hasta sus más íntimas entrañas, no era de la idea según la cual el católico debía comportarse en sociedad aceptado lo que el Estado liberal proponía como bueno y mejor. Es más “como político católico que era, creía que Dios había enviado a su Hijo a la tierra par reinar no sólo en los corazones sino también en las sociedades, fuera éstas familiares o sociales, y que, en consecuencia, las Constituciones de los pueblos debían estar impregnadas por el espíritu del Evangelio” (p. 326). Además, cuando Pío IX confirmó, con su “Syllabus” que no era posible que la civilización moderna se conciliase con la Iglesia católica, fue más suficiente como par que García Moreno hiciese lo que tenía que hacer que, además, coincidía, según lo dicho arriba, con sus propias ideas.

En realidad, como dice el P. Alfredo Sáenz, S.J. “No hubo dicotomía entre la vida pública del Presidente y su vida privada” (p. 338). Y esto, lo que quiere decir, es que el sentido religioso católico que, a nivel espiritual, regía su existencia lo llevaba (sin actuaciones políticamente correctas ni nada por estilo) a su vida pública y, por pública, política. No era, pues, nada de extrañar que los opositores a la Iglesia católica (masones, liberales o radicales) le tuvieran tanta inquina y quisiera matarlo.

García Moreno, que amaba intensamente a la Virgen María era, además, muy humilde y sentía por tal virtud un amor incondicional. Tal humildad la mostró, por ejemplo, cuando siendo Presidente de Ecuador no se arredró para nada al visitar a los pobres, a los enfermos o a los encarcelados o, tampoco, le hacía de menos pedir perdón cuando creía que se había equivocado.

Gracias, por tanto, a la actividad política de Gabriel García Moreno Ecuador había alcanzado una calma social que venía deseando desde el mismo momento en el que se independizó de la madre patria. Y eso, verdaderamente, era impensable fuera aceptado por sus contrarios o francos enemigos que no pararon hasta que lo martirizaron después de haber entregado toda su vida a su patria ecuatoriana y a cada uno de sus hermanos.

La cosa fue tal que así (p.359):

“Los conjurados estaban nerviosos, ya que llevaban horas de retraso. Al verlo salir de la casa de su suegro, cada cual fue al puesto que se le había asignado, con una misión muy determinada. De pronto a García Moreno se le ocurrió hacer una visita al Santísimo de la Catedral, que hacía ángulo con el Palacio. Estuvo allí de rodillas un buen rato. Los sicarios, cada vez más nerviosos, le mandaron decir que alguien lo esperaba afuera por un asunto urgente. El Presidente se levantó enseguida, salió del templo, y comenzó a subir las escaleras laterales del Palacio de Gobierno. Uno de los asesinos, el capitán Faustino Lemus Rayo, se le acercó por la espalda, y le descargó un brutal machetazo. «¡Vil asesino!», exclamó García Moreno volviéndose hacia él, y haciendo inútiles esfuerzos para sacar el revólver que estaba bajo la chaqueta abotonada. Los demás saltaron sobre el herido y le dispararon, mientras Rayo le hería en la cabeza. Chorreando sangre, García Moreno dio varios pasos hacia una de las entradas del Palacio. Rayo le asestó otro golpe, cortándole la mano derecha, hasta separarla casi por entero. Una segunda descarga le hizo vacilar. Se apoyó sobre una columna de la galería y rodó por las escaleras hasta la plaza, desde unos cuatro metros de altura. Yacía ensangrentado y malherido, cuando el feroz Rayo bajó rápidamente las escaleras del peristilo y se precipitó sobre el moribundo gritando: ‘¡Muere, verdugo de la libertad! ¡Jesuita con casaca!’, mientras le tajeaba la cabeza con otra cuchillada. García Moreno, según luego confesaron los asesinos, murmuraba con voz débil: ‘¡Dios no muere!’”.

No había fallecido todavía. Acudió gente del pueblo, así como varios soldados y sacerdotes, todos acongojados. Lo transportaron, agonizante, a la catedral, y lo acomodaron ante el altar de la Virgen de los Dolores, tratando de vendar sus heridas. Luego lo llevaron a la habitación del sacristán. Aún tenía pulso, pero no le era posible hablar. Sólo con su mirada, que todavía daba señales de vida, respondió a las interrogaciones rituales del sacerdote, y asintió cuando se le preguntó si perdonaba a los asesinos. Le dieron entonces la absolución y la santa unción. Pocos minutos después expiraba en paz.”

Cuando examinaron el cadáver le encontraron, por ejemplo, “una reliquia de la Cruz de Cristo, el escapulario de la Pasión y del Sagrado Corazón, y un rosario con la medalla de Pío IX”.

La repercusión de una tal muerte infringida a un tal cristiano fue mundial. Prohombres de la época y, incluso, el Papa Pío IX, loaron la íntegra vida de Gabriel García Moreno y la pusieron como ejemplo de lo que debía ser una que se dijera, así misma, cristiana.

Es más, en el Colegio Pío Latino Americano de Roma se colocó un monumento en el que se inscribió esto:

“Integérrimo guardián de la religión,
Promovedor de los más preciados estudios,
Devotísimo servidor de la Santa Sede,
Cultor de la justicia, vengador de los crímenes.
El mármol resalta su estampa heroica:
GABRIEL GARCÍA MORENO
Presidente de la república del Ecuador,
con impía mano
muerto por traición
el día 6 de agosto de 1875,
cuya virtud y causa de su gloriosa muerte
han admirado, celebrado y lamentado todos los buenos.
El soberano Pontífice Pío IX
con su munificencia
y las ofrendas de numerosos católicos,
ha elevado este monumento
al defensor de la Iglesia y de la República.”

Y, ya, para terminar, no puedo resistir, ni quiero tampoco, traer aquí el poema escrito por Antonio Caponnetto a Gabriel García Moreno. Dice tanto y tanto dice…

“Porque sabio es aquel que saborea
las cosas como son, y señorea
con el don inefable de la ciencia.
O descubre que en Dios se vuelve asible
la realidad visible y la invisible.
Llamaremos virtud a su sapiencia.
Porque al Principio el Verbo se hizo hombre,
encarnado en María, cuyo nombre
el Ángel pronunció como quien labra.
Toda voz cuando fiel es resonancia
de la celeste voz y en consonancia,
llamaremos invicta a su palabra.
Porque viendo flamear las Dos Banderas,
izó la que tenía las señeras
bordaduras de sangre miliciana.
Prometió enarbolarla en un solemne
ritual latino del amor perenne.
Diremos que su vida fue ignaciana.
Porque sufrió el castigo del destierro,
persecuciones duras como el hierro
–si en herrumbres el alma se forjaba–.
Enfrentó con honor la peripecia
por defender la patria y a la Iglesia.
Diremos que su guerra fue cruzada.
Porque podía, con el temple calmo,
versificar hermosamente un salmo,
penitente de fe y de eucaristía.
Mientras en Cuenca, Loja o Guayaquil
empuñaba la espada y el fusil.
Proclamaremos su gallarda hombría.
Porque probó que el Syllabus repone
el orden en el alma y las naciones,
desafiando el poder de la conjura.
Bajó la vara de la justa ley,
alzó el gran trono para Cristo Rey.
Proclamaremos grande su estatura.
Porque sabía en clásico equilibrio
inaugurar un puente o un Concilio,
unir la vida activa al monacato.
En el gobierno fue arquitecto o juez,
estratega o liturgo alguna vez.
Nombraremos egregio a su mandato.
Porque asistió a los indios y leprosos
con la humildad de los menesterosos
y el señorío de los reyes santos.
Cargó en Quito la Cruz sobre su espalda.
De España amó el blasón en rojo y gualda.
Nombraremos su gloria en nuevos cantos.
Porque las logias dieron la sentencia
de difamarlo con maledicencia,
matándolo después en cruel delirio.
Pagó con sangre el testimonio osado
de patriota y católico abnegado.
Honraremos la luz de su martirio.
Era agosto y lloraban las laderas,
las encinas, el mar, las cordilleras
del refugio que el águila requiere.
Un duelo antiguo recorría el suelo.
Una celebración gozaba el cielo.
Todo Ecuador gritaba: ¡Dios no muere!”

Gabriel García Moreno, ruega por nosotros

Anacleto González Flores

Anacleto González Flores

Es, sin duda, como dice el P. Alfredo Sáenz, S.J, “uno de los héroes de la Epopeya cristera” (p. 367) o, lo que es lo mismo, uno de los creyentes católicos que destacan en aquel terrible episodio de rebelión contra el poder establecido de un sufrido pueblo mexicano. Y rebelión totalmente justificada por el ataque a la fe que venía desde las más poderosas instancias oficiales de aquella tierra hermana.

Todo empezó cuando sucesivos gobiernos mexicanos elaboraron y aprobaron legislaciones claramente radicales y contrarias a la religión católica con ánimo persecutorio de la misma y de las prácticas propias de nuestra fe.

En tal situación, nuestro arquetipo había “egresado de la Facultad de Jurisprudencia de Guadalajara con las notas más altas. Fue un verdadero intelectual, en el sentido más noble de la palabra, no por cierto un intelectual de gabinete, pero sí un excelente diagnosticador de la realidad que le fue contemporánea!” (p. 370).

Por eso Anacleto González Flores sabe perfectamente qué es lo que está pasando en su nación mexicana. Lo dice, exactamente, así (p. 373):

“La revolución –escribe–, que es una aliada fiel tanto del protestantismo como de la Masonería, sigue en marcha tenaz hacia la demolición del Catolicismo y bate el pensamiento de los católicos en la prensa, en la escuela, en la calle, en las plazas, en los parlamentos, en las leyes: en todas partes. Nos hallamos en presencia de una triple e inmensa conjuración contra los principios sagrados de la Iglesia”.

En realidad, como dice a continuación el autor del libro, “De lo que en el fondo se trataba era de un atentado, inteligente y satánico, contra la vertebración hispánicocatólica de la Patria”.

La situación, por lo tanto, no era demasiado halagüeña para la fe católica ni para la práctica de la misma.

Resulta, por otra parte, curioso, que al igual que pasaba en el Ecuador de Gabriel García Moreno, la gran mayoría de población católica (mayoría casi total de la nación) se comportaba de una manera en exceso apocada y, en general, no parecía que hubiese mucha respuesta a la situación en la que estaba cayendo la patria mexicana.

González Flores, sin embargo, sabía que eso no podía seguir siendo el comportamiento ordinario de sus hermanos en la fe. Por escribe un llamado como éste (p. 374):

“Urge salir de las sacristías, entendiendo que el combate se entabla en todos los campos, ‘sobre todo allí donde se libran las ardientes batallas contra el mal; procuremos hallarnos en todas partes con el casco de los cruzados y combatamos sin tregua con las banderas desplegadas a todos los vientos’. Reducir el Catolicismo a plegaria secreta, a queja medrosa, a temblor y espanto ante los poderes públicos ‘cuando éstos matan el alma nacional y atasajan en plena vía la Patria, no es solamente cobardía y desorientación disculpable, es un crimen histórico religioso, público y social, que merece todas las execraciones’”.

Bien parece que Anacleto conoce por dónde van los tiros de los gobernantes mexicanos e insta a sus compatriotas a no quedarse dormidos sino, al contrario, a reaccionar ante la barbarie que se está perpetrando ante sus ojos.

Abunda, por cierto, nuestro arquetipo, en el conocimiento de lo que pasa por si alguien no quiere darse por enterado:

“Desde hace tres siglos –explica– los abanderados del laicismo vienen trabajando para suprimir a Cristo de la vida pública y social de las naciones. Y con evidente éxito, a escala mundial, ya que no pocas legislaturas, gobiernos e instituciones han marginado al Señor, desdeñando su soberanía. Lo relevante de la institución de esta fiesta no consiste tanto en que se lo proclame a Cristo como Rey de la vida pública y social. Ello es, por cierto, importante, pero más lo es que los católicos entendamos nuestras responsabilidades consiguientes. Cristo quiere que lo ayudemos con nuestros esfuerzos, nuestras luchas, nuestras batallas. Y ello no se conseguirá si seguimos encastillados en nuestros hogares y en nuestros templos.

‘Hasta ahora nuestro catolicismo ha sido un catolicismo de verdaderos paralíticos, y ya desde hace tiempo. Somos herederos de paralíticos, atados a la inercia en todo. Los paralíticos del catolicismo son de dos clases: los que sufren una parálisis total, limitándose a creer las verdades fundamentales sin jamás pensar en llevarlas a la práctica, y los que se han quedado sumergidos en sus devocionarios no haciendo nada para que Cristo vuelva a ser Señor de todo. Y claro está que cuando una doctrina no tiene más que paralíticos se tiene que estancar, se tiene que batir en retirada delante de las recias batallas de la vida pública y social y a la vuelta de poco tiempo tendrá que quedar reducida a la categoría de momia inerme, muda y derrotada. Nuestras convicciones están encarceladas por la parálisis. Será necesario que vuelva a oírse el grito del Evangelio, comienzo de todas las batallas y preanuncio de todas las victorias. Falta pasión, encendimiento de una pasión inmensa que nos incite a reconquistar las franjas de la vida que han quedado separadas de Cristo’.

‘Judas se ahorcó –dice Anacleto en otro lugar– mas dejó una numerosa descendencia, los herejes, los apóstatas, los perseguidores. Pero también la dejó entre los mismos católicos. Porque se parecen a Judas los que saben que los niños y los jóvenes están siendo apuñalados, descristianizados en los colegios laicistas, y sin embargo, después de haberle dado a Jesús un beso dentro del templo, entregan las manos de sus hijos en las manos del maestro laico, para que Cristo padezca nuevamente los tormentos de sus verdugos. Se parecen a Judas los católicos que no colaboran con las publicaciones católicas, permitiendo que éstas mueran. O los que entregados en brazos de la pereza, dejan hacer a los enemigos de Cristo. También se le parecen los que no hacen sino criticar acerbamente a los que se esfuerzan por trabajar, porque contribuyen a que Cristo quede a merced de los soldados que lo persiguen’”.

Tal parece que el mártir mexicano hubiera escrito esto no entonces sino ahora mismo, en pleno siglo XXI.

Pero Anacleto, apodado “el maestro” por tener una especial capacidad didáctica, lo era, precisamente, de “almas” pues “consciente del estancamiento del catolicismo y de la pusilanimidad de la mayoría o, como él mismo dijo, ‘del espíritu de cobardía de muchos católicos y del amor ardiente que siente por sus propias comodidades y por su Catolicismo de reposo, de pereza, de apatía, de inercia y de inacción” (p. 375) supo hacer entender qué lo que pasaba era, por desgracia, lo que no podía seguir pasando.

¿Iba Anacleto a quedarse de brazos cruzados?

Era de esperar, según lo aquí traído, que eso no era posible ni podía esperarse. Por eso (p. 377) “Creó Anacleto varios círculos de estudio: el grupo ‘León XIII’, de sociología; el ‘Agustín de la Rosa’’, de apologética; el ‘Aguilar y Marocho’, de periodismo; el ‘Mallinckrodt’, de educación; el ‘Balmes’, de literatura; el «Donoso Cortés», de filosofía… Por eso, cuando se fundó en México la ACJM, el material ya estaba dispuesto en Guadalajara. Bastó reunir en una sola organización los distintos círculos existentes, unos ocho o diez, perfectamente organizados. Especial valor le atribuía al círculo de Oratoria y Periodismo, ya que, a su juicio, el puro acopio de conocimientos, si no iba unido a la capacidad de difundirlos de manera adecuada, se clausuraba en sí mismo y perdía eficacia social. De la Gironda salieron numerosos difusores de la palabra, oral o escrita.

Destaquemos la importancia que Anacleto le dio al aspecto estético en la formación de los jóvenes. No en vano la belleza es el esplendor de la verdad. ‘El bello arte –dejó escrito– es un poder añadido a otro poder, es una fuerza añadida a otra fuerza, es el poder y la fuerza de la verdad unidos al poder y la fuerza de la belleza; es, por último, la verdad cristalizada en el prisma polícromo y encantador de la belleza’. Y así exhortaba a los suyos que pusiesen al servicio de Dios y de la Patria no sólo el talento sino también la belleza para edificar la civilización cristiana.”

 

Así extendió a todo México su lucha, hasta entonces intelectual, por el despertad del catolicismo y de los católicos de tal manera que insistía en que las fuerzas católicas, muy diseminadas en grupos sin fuerza efectiva, se unieran en defensa de su fe.

Su espíritu inquieto le llevó a dar forma a la “Unión Popular”, organización católica que, con el tiempo formaría parte de la “Liga Defensora de la Libertad Religiosa”, verdadero baluarte católico en defensa de una fe libre.

En esto estaba la cosa cuando accedió a la presidente un tal Elías Plutarco Calles, verdadero enemigo de la religión católica. Con sucesivas leyes fue apartando a la fe católica de la vida pública y, por más que existiese una oposición pacífica de los católicos mexicanos, el enfrentamiento armado tenía que llegar. Y llegó sin remedio, alcanzándose, además, el beneplácito del Vaticano donde se hacía hincapié en que el pueblo creyente mexicano había recurrido a todas las formas pacíficas de afrontar la legislación anticatólica del Ejecutivo mexicano y que el enfrentamiento armado era, por decirlo pronto, casi una “obligación” para todo católico.

Pero Anacleto no quería recurrir a la lucha armada contra el inicuo Gobierno y sus injustas leyes. Fueron, sin embargo, los propios acontecimientos los que le convencieron de la necesidad de pasar a la acción. Y bien que lo hizo.

Y así, un pueblo vejado en su religión y atacado por doquier por un poder masón y revolucionario (en el peor sentido) no tuvo más remedio que enfrentarse con las armas y derramar su sangre de mártir en defensa de unas creencias que habían sido, estaban siendo, atacadas de la forma más rastrera y ruin con el apoyo (no sólo moral), además, de los Estados Unidos de América, que ya veían como el protestantismo se podía hacer con una tierra tan católica como era México.

Era evidente, por lo tanto, que Anacleto González Flores viviera en una continua situación de zozobra. Siendo uno de los líderes morales de la revuelta católica contra el gobierno mexicano era de esperar que no le dieran cuartel y buscaran, en todo momento, de buscarlo y matarlo.

Estando en la casa de los Vargas González apresaron a Anacleto y a los hermanos Vargas. La intención de los asesinos era que delatasen a los que formaban parte de la Liga de Defensora de la Libertad Religiosa pero nada consiguieron.

Tras muchas torturas que le infringieron, eran las 3 de la tarde del 1 de abril de 1927 cuando justo antes de que lo asesinaran, dijo Anacleto (p. 397):

“General, perdono a usted de corazón; muy pronto nos veremos ante el tribunal divino; el mismo Juez que me va a juzgar será su Juez; entonces tendrá usted un intercesor en mí con Dios”.

A pesar de los disparos, Anacleto acertó a levantarse y exclamó (p. 397):

“Por segunda vez oigan las Américas este grito: ‘Yo muero, pero Dios no muere. ¡Viva Cristo Rey!”, pues hacía así referencia “al grito que lanzó García Moreno en el momento de ser asesinado. García Moreno, presidente católico del Ecuador, era uno de sus héroes más admirados, cuya historia conocía al dedillo” (p. 397).

Tenía Anacleto González Flores, entonces, 38 años y toda la vida eterna por delante en compañía de Dios y de sus santos.

Y al igual que ha pasado con el caso de Gabriel García Moreno tampoco quiero dejar de traer lo escrito por Antonio Caponetto al adalid de la defensa de la fe católica en tierras mexicanas. Dice lo que sigue:

“Lo saben por los llanos y en la cumbre del risco
las piedras que semejan de la roca un desangre,
lo dicen enlutados los Altos de Jalisco:
enseñó con la vida, la palabra y la sangre.

O se canta en corridos con sabor de elegía
cuando ensaya la tarde un unánime adiós,
era cierto el bautismo de la alegre osadía,
era cierto que mueres pero no muere Dios.

Ni el Pantano del Norte ni el mendaz gorro frigio,
ni los hijos caídos del caído heresiarca,
callarán el salterio de tu fiel sacrificio
ofrecido en custodia de la Fe y de la Barca.

Porque el Verbo no cabe en algún calabozo,
fusileros no existen que amortajen la patria,
sobre la cruz la herida resucita de gozo,
reverdece en raíces coronadas de gracia.

Tampoco los prudentes de plegarias medrosas
atasajan tus puños de valiente cristero,
enarbolan banderas que vendrán victoriosas
más allá del ocaso, desde el alba al lucero.”

Beato Anacleto González Flores, ruega por nosotros

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Eleuterio Fernández Guzmán