25.11.13

Somos hijos del Rey de reyes

A las 3:26 PM, por Germán
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En varios países se celebró el «Día del Laico» en la fiesta de Jesucristo Rey del Universo. Aunque soy seglar o laico, particularmente no me gusta que esa gran fiesta litúrgica -que hay que reforzarla cada vez más ante las avalanchas laicistas, la «peste» como denominó al laicismo el Papa Pío XI en la encíclica Quas primas- se fusione con el día de los fieles laicos cristianos.

Empero sirva esta conjunción para proporcionarnos a los bautizados, la oportunidad de reflexionar respecto de nuestro origen regio, que lamentablemente los fieles cristianos laicos desconocemos frecuentemente.

Al noble auténtico se le huele a distancia. Demuestra su convicción de que es superior a la mayoría de la masa, porque posee algún título de nobleza, quizá un castillo antiguo, algunas veces antepasados que han dejado huella en la historia. No se considera igual a los demás, puesto que lleva sangre azul, solo propia de algunos cuantos selectos en el mundo.

Aristócrata auténtico es Usted, y sin embargo, no lo sabe ni lo aprecia. No conoce su árbol genealógico, ni sus títulos nobiliarios, ni la herencia que es suya y que la cobrará pronto.

Terrien en su libro luminoso titulado «La gracia y la gloria», se atreve a condenarnos al afirmar: Un hijo de rey que no supiera su origen ni los altos pensamientos que eso le exige. He ahí la imagen de un número muy considerable de cristianos.

¿Sabe usted que es auténtico hijo de rey? Y no de cualquier rey efímero de la tierra, sino del Rey de los reyes cuyo trono es eterno? ¿Sabe que todos los tesoros que Dios posee en su reino son suyos, si es que no renuncia vergonzosamente a su nobleza con la traición a su Padre Dios?

San León Papa, asombrado del regalo que supone que Dios sea verdadero Padre, estampó esta sentencia

El don o regalo que supera a todo otro don, consiste en que Dios llame hijo al hombre y que el hombre llame Padre a Dios.

San Gregorio de Niza lo explica de la siguiente manera:

El hombre, el hombre que por su naturaleza, no es más que ceniza, paja y vanidad, ha sido elevado por Dios, del estado de criatura a la condición de hijo. Y haciéndonos hijos de Dios somos grandes con la grandeza de nuestro Padre de los cielos.

¡Privilegio único! Sólo el bautizado al ser miembro de Cristo Sacerdote y Rey, pertenece a esa raza «real y sacerdotal» (1Pe 2, 9).

El símbolo de la Cruz convierte en reyes a todos los que han sido regenerados en Jesucristo, y la unción del Espíritu Santo, en sacerdotes. Todos los cristianos son, por tanto, reyes y sacerdotes. ¿Hay algo más regio que el dominio que tiene sobre su cuerpo un hombre sometido a Dios? ¿Hay algo más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecerle víctimas limpias en el altar del corazón? (San León Magno, Sermón 4).

San Pablo llegó a lo que parece una exageración, cuando escribe:

Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, y no tuviera caridad, soy como un metal que suena, o como un címbalo que retiñe. Si yo tuviera espíritu de profecía y conociera todos los secretos y toda la sabiduría que se puede alcanzar, y si poseyera toda la fe como para trasladar montañas y no tuviera caridad, nada soy. Y si distribuyera todos mis bienes en dar de comer a los pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado y no tuviera caridad, nada me aprovecha.

Sin la caridad activa que es el conocimiento práctico de nuestra pertenencia a la aristocracia de Dios como hijos suyos y que es la conexión vital con el Padre celestial mediante la posesión de la gracia santificante, de nada me sirven mis llamativas cualidades, mis excelente deseos, mis sacrificios más extenuantes.

Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). Para el cristiano,«servir a Cristo es reinar» (LG, 36), particularmente «en los pobres y en los que sufren» donde descubre «la imagen de su Fundador pobre y sufriente» (LG, 8). El pueblo de Dios realiza su «dignidad regia» viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo (Catecismo, 786).

El reinado de Cristo «no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio» (Benedicto XVI, 25-03-2012).

Son hartos los que son hijos de Dios, pero ni conocen su dignidad, ni viven en intimidad afectiva con su Padre, Rey de reyes.