25.11.13

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: - Oración a la Virgen María, de San Alfonso María Ligorio.

Virgen María

Virgen Santísima Inmaculada y Madre mía María, a Vos, que sois la Madre de mi Señor, la Reina del mundo, la abogada, la esperanza, el refugio de los pecadores, acudo en este día yo, que soy el más miserable de todos. Os venero, ¡oh gran Reina!, y os doy las gracias por todos los favores que hasta ahora me habéis hecho, especialmente por haberme librado del infierno, que tantas veces he merecido. Os amo, Señora amabilísima, y por el amor que os tengo prometo serviros siempre y hacer cuanto pueda para que también seáis amada de los demás. Pongo en vuestras manos toda mi esperanza, toda mi salvación; admitidme por siervo vuestro, y acogedme bajo vuestro manto, Vos, ¡oh Madre de misericordia! Y ya que sois tan poderosa ante Dios, libradme de todas las tentaciones o bien alcanzadme fuerzas para vencerlas hasta la muerte. Os pido un verdadero amor a Jesucristo. Espero de vos tener una buena muerte; Madre mía, por el amor que tenéis a Dios os ruego que siempre me ayudéis, pero más en el último instante de mi vida. No me dejéis hasta que me veáis salvo en el cielo para bendeciros y cantar vuestras misericordias por toda la eternidad. Así lo espero. Amén.

¡Qué gozo dirigirse a la Madre de Dios porque sabemos que nos escucha!

Cuando, ante alguna necesidad propia o ajena acudimos a la Virgen María, Inmaculada y Mediadora, sabemos que nos presta atención. Es madre; es más, es la Madre. Por ser quien aceptó la voluntad de Dios cuando el Ángel Gabriel se dirigió a ella en aquel momento de la Anunciación, nadie mejor que a ella a quien recurrir para que, en efecto, interceda por nosotros. También intercesora es.

De la Virgen María decimos, los católicos, muchas cosas y todas ellas hermosas. Lo hacemos porque la sabemos, como decimos en el Santo Rosario, por ejemplo, refugio de los pecadores aunque, en realidad, la tenemos como esperanza en nuestros malos momentos y en nuestras tribulaciones. Confiamos, en suma, en ella.

Pero a María nos dirigimos para y por mucho: para que nos inculque un verdadero amor por Jesucristo y porque somos nada y por ser nada necesitamos de su mucho amor. Incluso por habernos librado del infierno cuando, ante una grave tentación causada en nosotros por el Maligno, nos he hecho darnos cuenta que no nos convenía, para nada, seguir por el camino que nos trazaba Satanás o alguno de sus diablos, sobrino suyo o no.

En realidad es muy importante, para cada uno de los hijos de María que todo aquel que no conozca su amor llegue a saborear los divinos sabores que proporciona a quien se deja guiar por su maternidad santa. Por eso queremos que se difunda el amor a María Inmaculada, Virgen Madre de Dios y somos, o al menos quisiéramos serlo, apóstoles de la Toda Humildad.

Como, por otra parte, sabemos que María es Madre de Jesucristo, nada extraño en pedirle por un amor, el nuestro, que no caiga en trampas sino que ame de verdad a su Hijo. Amor cierto porque no otra cosa se espera de nosotros, hermanos suyos por ser hijos, todos, de Dios.

¿Y ante el momento final, qué decir y hacer?

Sabemos que en el momento de la muerte es más conveniente, para nuestro inmediato futuro, ser acompañados por quien pueda hacer mucho por nosotros. Por eso le pedimos a María que no nos abandone. Pero no que no nos abandone sólo en tal momento, instante no excesivamente extenso sino que no nos abandone desde ahí en adelante porque es en lo sucesivo (habiendo dejado nuestra alma este mundo y nuestro cuerpo) cuando más estaremos necesitados de un buen acompañamiento. Y, a tal respecto, ¿qué mejor que ser acompañados por la Madre de Dios? o, también, ¿podrá resistir Dios, ante su Madre, alguna petición de la Virgen María por nuestra causa?

Pidamos a María, dirijámonos a la Madre de Dios para que en el momento más importante de nuestra vida eterna, siempre esté, como siempre lo estuvo en vida nuestra, a nuestro lado y que en lo sucesivo nos acompañe siempre, siempre, siempre.

Eleuterio Fernández Guzmán