3.01.14

Derecho a la vida

Sabemos que el ser humano, a lo largo de la historia, se ha comportado muchas veces de forma poco presentable y ha dejado de ser, esencialmente, humano. La codicia, la avaricia y el egoísmo han procurado, para la creación que Dios entendió que había sido muy bien creada, una existencia no pocas veces nigérrima en cuanto a futuro.

Pero la perversión, no sólo del lenguaje, ha llegado a un límite difícilmente imaginable por el ser humano que se quiera tener por tal y que entienda que su especie ha de estar muy especialmente protegida de ciertas depredaciones no precisamente irracionales.

También sabemos que, desde aquellos tiempos en los que el hombre habitaba en espacios agrestes y llevaba un comportamiento casi irracional hasta que se abrió paso una norma regulada por el ser social con ánimo de supervivencia de la especie, mucho ha pasado para que la regulación del vivir comunitario haya llegado a una perfección tal que bien podemos decir que casi nada de lo que vivimos ha dejado de estar ocupado por una norma. Y esto, que pudiera parecer propio de dominaciones ajenas a la propia persona no deja de ser cierta garantía para quien vive en sociedad.

Sin embargo, como era de esperar, no todo lo que reluce es oro ni todo lo que pudiera ser bueno, lo es.

Hay temas, a este respecto, sobre los que el ser humano ha rizado el rizo o, por decirlo pronto, en los que se ha pasado unos cuantos pueblos o, para que nos entendamos, donde ha hecho de su capa un sayo. Y esto, en román paladino quiere decir que ha jugado con lo que nunca se debe jugar y que tiene todo que ver con la vida humana; en dos palabras: vida-humana.

Al respecto de lo que estamos diciendo, corre un bulo, un creer social o un rumor muy extendido (sobre todo en la clase política) según el cual cuando se alcanza el poder, fruto de los sufragios convocados al efecto, todo es posible. Y cuando decimos todo, queremos decir todo.

Así, es como si un poder omnímodo se apoderara del pensar de quien gobierna. Todo, entonces, está al alcance de la mano y lo que pudiera parecer increíble de pensar y, aún peor, de llevar a cabo, se piensa y se lleva con la mayor falta de vergüenza, ninguna conciencia recta y, lo que es peor, creyendo que se hace lo correcto. Vamos, el acabose de la aberratio.

Pues bien, cuando se toca un tema tan delicado como es el del aborto (lo es porque es muy delicado el ser humano nasciturus y hay que tener sumo cuidado al tratarlo) diera la impresión, podría dar e, incluso, da, de que quien sea, pues es quien sea, puede disponer de la vida ajena con toda naturalidad, como si fuese lo más normal del mundo y como si nadie le afeara la conducta.

Y lo malo es que casi es verdad lo último dicho.

Decimos acerca, otra vez y todas las que haga falta, el tema del aborto…

Un ser humano mínimamente racional se ha de preguntar si existe una tragedia intrínseca a la muerte de un ser humano antes de que nazca o de que vea la luz del día. Es decir ¿es eso, tal realidad (por millones de realidades) admisible?

A lo que parece o por lo que parece eso, matar de tal forma, se puede hacer con total desahogo, es decir sin perturbación alguna de quien así actúa: quien consiente el aborto y quien lo provoca, médicamente hablando.

Nada pasa, todo está permitido en una sociedad hedonista y relativista. Por eso los nuevos Herodes tienen carta blanca. Pero la tienen manchada de sangre inocente, la más inocente de todas.

De todas formas, los creyentes en la justicia de Dios sabemos, y esperamos que así sea, que tales personas, que con tanto desahogo actúan, recibirán una medida bien cargada de acuerdo al mal hecho.

Y entonces, entonces, habrá llegado el tiempo del temblor y del rechinar de dientes…

Eleuterio Fernández Guzmán