21.01.14

Dios y la familia deben ser siempre lo primero

A las 5:36 PM, por Luis Fernando
Categorías : Actualidad

 

Aun recuerdo cuando, siendo pequeño, mi padre me decía que la llegada de la televisión a los hogares había sido un duro golpe a la comunicación en el seno de las familia. Antes todos se reunían para comer sin que la caja tonta estuviera delante, y eso llevaba a que se dedicara ese tiempo a charlar entre unos y otros. No siempre, pero sí a menudo. Aunque la televisión aportó un aumento del ocio familiar -películas, programas de entretenimiento, etc-, él creía que a la larga había sido perjudicial.

Como quiera que yo nunca supe lo que era estar sin televisión, no podía hacer otra cosa que dar por hecho que mi padre tenía razón. Con los años, él se hizo radioaficionado y pudo entablar muchas amistades a través de las ondas. Era un mundillo bastante sano, aunque como ocurre con todo, te podías encontrar con algún indeseable. Y tenía igualmente el inconveniente de que podías quedarte demasiado “enganchado", de forma que acabaras atendiendo más a tus relaciones con tus amigos de las ondas que a tu propia familia.

La llegada de la telefonía móvil e internet ha supuesto otro cambio fundamental para la sociedad en la que vivimos. Si hace 15 años era complicado ver a alguien en el metro o en el autobús hablando por teléfono, hoy la inmensa mayoría va mirando el móvil o el tablet. Todos juegan, chatean, “whatsappean", tuitean, repasan el facebook, leen noticias, etc. Y ni les cuento como ha cambiado el mundo digital el comportamiento de los niños. Nosotros jugábamos a las chapas, al güa, a la peonza, al fútbol callejero, etc. Hoy casi todos juegan a las consolas, con el ordenador o con las tablets. Se siguen viendo niños pequeños en los parques, pero mucho menos.

Ciertamente hay muchas cosas buenas en internet. Como bien dijo el P. Iraburu en su último postlos valores positivos de este inmenso desarrollo de las comunicaciones son obvios“. Tanto como sus peligros. Pasarse las horas delante de un ordenador no puede ser bueno. Sumergirse en el mundo de la red y abandonar el “real” tampoco. Atiborrarse de información puede ser el camino directo a la falta de información “sensata". Dedicar horas y horas al ocio en la red es restar tiempo a las relaciones personales, tanto con familiares como con amigos cercanos. Y también a la oración e incluso la práctica sacramental. ¿Acaso no sería mejor pasar una hora menos al día en internet para dedicarla a ir a Misa?

Es por ello que cabe aplicar el principio paulino de “hágase todo con decoro y orden” (1ª Cor 14,40). Es más importante la relación personal con Dios o una charla de una hora con el cónyuge o un hijo que veinte horas en internet. Es más importante afianzar las amistades de aquellos con los que puedes ir a tomar un café en el bar que estar charlando con decenas de personas a las que no vas a ver en tu vida. No podemos caer en el error de que una herramienta útil se convierta en un instrumento de esclavitud. Conviene comprobar hasta qué punto estamos atados a la red. Pasa unos días sin conectarte o atendiendo lo mínimo internet. Quizás baste con repasar los emails. Si se ve que uno sufre una especie de síndrome de abstinencia, hay que tomar medidas.

En el caso de los padres, conviene que sean muy cuidadosos con el uso que sus hijos hacen de internet. No solo por los peligros que les acechan en forma de indeseables que buscan aprovecharse de ellos. Es que les resulta más fácil caer en la adicción a la red. A un chaval le resulta más útil leer un buen libro que estar navegando a su aire. Y tendrá más salud si de dedica a dar patadas a un balón o a saltar a la comba que si se pasa el día sentado aporreando un teclado o un mando de videoconsola. Por no hablar de la salud espiritual, que solo alcanzará si le mostramos el camino de la oración. Enseñemos a nuestros hijos a hacer un uso sensato de la red. Y para ello, aprendamos nosotros mismos a usar esa herramienta. Y, sobre todo, recordemos que nada ni nadie puede suplir el papel de la comunicación entre maridos y esposas y padres e hijos. Y de todos con Dios. La familia que pierde eso, lo ha perdido casi todo.

Luis Fernando Pérez Bustamante