22.01.14

 

He dicho muchas veces que, aparte el Quijote y la Biblia, no he visto nada más citado y menos leído que los documentos del Vaticano II. Es más, conozco gente que habla y habla de los documentos del concilio y del espíritu del concilio sin haberlos leído jamás, o sin haber vuelto a leerlos en años. Todavía no hace mucho tomando café con unos feligreses que invocaban para todo el concilio, les pedí que me trajeran los documentos. Costó más de media hora encontrar el librito…

Cuando nos estamos aproximando al cincuentenario de la clausura, podíamos ponernos como meta leerlos enteritos, los originales, sin lavado posterior, a lo bruto.

Se me ha ocurrido, por ejemplo, esta misma mañana, releer el decreto “Ad gentes” sobre la actividad misionera de la Iglesia, porque hay que ver en ese campo las chorradas que hemos tenido que escuchar y sufrir en la praxis pastoral. Recuerdo el testimonio de un obispo que tras pasar treinta años en misión se mostraba ufano de no haber bautizado a una sola persona en ese tiempo. Sencillamente estremecedor. ¿Cuántas veces no hemos tenido que escuchar eso de que no hay que imponer ninguna religión, que todas son igualmente válidas y circunstanciales, es más, ni proclamar el evangelio, porque lo que pide el concilio es respetar a cada uno? ¿Cuántos misioneros no han pasado la vida como artífices de la mejor ONG del mundo pero sin hablar a los hombres de Jesucristo? ¿Cuántos animando a los budistas en su senda iluminativa, a los musulmanes en el estricto cumplimiento de los preceptos del Corán, y a los agnósticos en ese buenismo de lo importante es compartir, mientras esconden su fe en Jesucristo en la soledad de una recóndita capilla? ¿Eso es el concilio, el espíritu del concilio?

Vayan algunas frases del decreto “Ad gentes” pos si fueran útiles para la reflexión. Advierto que pertenecen tan solo a los siete primeros números de los cuarenta y dos que comprende:

“La Iglesia, sal de la tierra y luz del mundo (Cf. Mt, 5,13-14), se siente llamada con más urgencia a salvar y renovar a toda criatura para que todo se instaure en Cristo y todos los hombres constituyan en El una única familia y un solo Pueblo de Dios".

“Lo que el Señor ha predicado una vez o lo que en El se ha obrado para la salvación del género humano hay que proclamarlo y difundirlo hasta los confines de la tierra”.

“Incumbe a la Iglesia el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo”.

El fin propio de esta actividad misional es la evangelización e implantación de la Iglesia en los pueblos o grupos en que todavía no ha arraigado”.

La razón de esta actividad misional se basa en la voluntad de Dios, que “quiere que todos los hombres sean salvos y vengas al conocimiento de la verdad. porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos", “y en ningún otro hay salvación”. Es, pues, necesario que todos se conviertan a Él, una vez conocido por la predicación del Evangelio, y a Él y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se incorporen por el bautismo”.

“Pues aunque el Señor puede conducir por caminos que El sabe a los hombres, que ignoran el Evangelio inculpablemente, a la fe, sin la cual es imposible agradarle, la Iglesia tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar, y, por tanto, la actividad misional conserva íntegra, hoy como siempre, su eficacia y su necesidad”.

Pues todavía vendrá quien diga que el espíritu del concilio habla de respeto, que todas las religiones son igualmente válidas y que quiénes somos nosotros para decir a la gente que se cambie de religión, y que de dónde hemos sacado que la nuestra es la única verdadera.

Un simple decreto. Lean todo entero y sorpréndanse.