25.01.14

El Reino de Dios no tiene precio

A las 12:52 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Homilía para el Domingo III del Tiempo Ordinario

La Iglesia es la reunión de los hombres en torno a Jesucristo, el Hijo de Dios (cf Catecismo 541). Él es la “luz grande” que brilla en medio de las sombras de muerte (cf Is 8,23-9,3; Mt 4,12-17). Las tinieblas simbolizan el error y la impiedad, la ignorancia y la confusión; en definitiva, el desconocimiento de Dios. En medio de esa oscuridad, resplandece Cristo, que quiere dar comienzo a su Iglesia mediante su predicación y la llamada a los primeros apóstoles.

Galilea, una tierra devastada y maltratada en tiempos del profeta Isaías, colonizada por poblaciones extranjeras, va a ser el escenario escogido por Dios para el inicio del ministerio de Jesús. Interpretando alegóricamente la Sagrada Escritura, algunos comentaristas medievales, como Rábano Mauro, ven en Galilea una figura de la Iglesia, “donde se verifica el tránsito de los vicios a las virtudes”, de la falsedad a la rectitud.

Allí el Señor empezó a predicar: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. La exhortación a la penitencia va unida al anuncio de un gran bien, la felicidad del Reino de Dios. La palabra de Cristo convoca a los hombres. En realidad, Él en persona es la Palabra “que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI). En sus palabras humanas se expresa Aquel que es la Palabra divina.

Con la autoridad de su palabra, llama a los apóstoles: A Pedro y a Andrés, a Santiago y a Juan. Forma así una comunidad reunida alrededor de Él. En este caso no son los discípulos quienes eligen al maestro, sino que es el Maestro quien elige a los discípulos: “Venid y seguidme”. La llamada los vincula a su persona y les exige una decisión radical: dejarlo todo; es decir, poner en segundo plano lo que no puede ocupar el lugar de Dios.

La respuesta de los apóstoles constituye una concreción práctica del primer mandamiento de la ley de Dios: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Una llamada como la de Cristo solamente puede hacerla Dios. San Juan Crisóstomo, en una homilía, dice que “los llamó cuando estaban en sus ocupaciones, manifestando que conviene anteponer la obligación de seguir a Cristo a todas las ocupaciones”.

No les hizo falta más que oír la voz de Cristo para olvidarse de todo lo que creían poseer: las redes, el barco y hasta la propia familia: “Dejaron, pues, el barco para ser constituidos en gobernadores de la nave de la Iglesia. Dejaron las redes, para no traer más peces a la ciudad de la tierra, sino para que condujesen a los hombres a las regiones eternas del cielo. Dejaron un padre, para que se les constituyese en padres espirituales de todos” (Pseudo-Crisóstomo. En realidad, como comenta San Gregorio Magno, “el Reino de Dios no tiene precio: vale tanto cuanto tienes”.

Acoger la palabra de Jesús y responder a su llamada es acoger el Reino. El Señor pone así los cimientos de la Iglesia, a través de la cual quiere unir a todos los hombres con Dios y, de ese modo, crear la unidad del género humano (cf Lumen gentium 1).

También a nosotros, por pura gracia, Jesús nos ha rescatado con la red de su palabra para iluminarnos con su luz y hacernos miembros de su Iglesia. Como a los primeros, también a nosotros nos pide que colaboremos con Él para que muchos puedan “gozar de la dulzura del Señor” en el país de la vida (cf Sal 26).

Guillermo Juan Morado.