8.02.14

La gracia es lo que marca la diferencia

A las 2:51 PM, por Luis Fernando
Categorías : Espiritualidad cristiana, Evangelio

 

Los últimos versículos del capítulo 5 de la epístola de San Pablo a los gálatas son una descripción de la diferencia entre ser de Cristo y ser del mundo. El apóstol acababa de arremeter contra aquellos que insistían en hacer cumplir a los cristianos, incluidos los de origen gentil, todos los preceptos de la ley mosaica. No porque la ley fuera mala, que no lo es, sino por la manifiesta incapacidad del hombre de justificarse solo mediante su esfuerzo personal en cumplir dicha ley. Como luego dijo san Pedro para zanjar la polémica en el concilio de Jerusalén:

¿por qué tentáis a Dios queriendo imponer sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar? Pero por la gracia del Señor Jesucristo creemos ser salvos nosotros, lo mismo que ellos. (Hch 15,10-11)

San Pablo habla de una libertad que solo puede venir dada por la gracia y que, desde luego, no puede ser utilizada como herramienta para pecar:

Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servios unos a otros por la caridad. Porque toda la Ley se resume en este solo precepto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Pero si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad que acabaréis por consumiros unos a otros.

Hay quienes piensan que la gracia es una especie de salvoconducto para seguir viviendo como si no estuviéramos llamados a la santidad, como si fuera una “barra libre” a todo tipo de pecados. Nada más lejos de la realidad:

Os digo, pues: Andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis. Pero si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la Ley.

El cristiano que quiere andar en las cosas del Espíritu de Dios sabe bien cuál es la tendencia de su carne, de sus deseos personales. Casi siempre, y lo mismo sobra el “casi", se opone a la voluntad divina para su vida. Por eso es esencial aprender a conducirse bajo la dirección del Espíritu Santo, que es quien obra en nosotros la santificación. Somos una especie de contradicción andante en la que por una parte queremos ser fieles a Dios y por otra no cedemos en aquello que nos aleja de Él: “No sé lo que hago, pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Rm 7,15).

Pero si Cristo ha dado su vida por nosotros no es para que vivamos derrotados sino, muy al contrario, para concedernos el tiempo necesario para alcanzar la dicha de poder seguir los pasos de aquella mujer que dijo “Fiat” a las palabras del ángel que le anunciaba la Encarnación del Verbo de Dios en su seno.

Lo que tenemos ante nosotros no es ni más ni menos que dos caminos: el de la vida y el de la muerte:

Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, ambiciones, disensiones, facciones, envidias, embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales os prevengo, como antes lo hice, que quienes tales cosas hacen no herederán el reino de Dios.
Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay Ley.

¿Alguien duda que lo que ofrece el mundo no es otra cosa que las obras de la carne? Todo lo indicado por el apóstol lo tenemos a diario delante de nuestros ojos. No pocas de esas cosas ofrecen un espejismo de felicidad frugal, falsa. Satisfacen lo peor de nuestros instintos pero dejan el alma vacía. Pero mayormente producen insatisfacción, dolor, sufrimiento; a nosotros mismos y a los demás, sobre todo a los más prójimos. Lo cual es casi mejor, porque no hay peor condición que la de vivir engañado, creyendo que se es una buena persona, sin conciencia del mal que nos hacemos y hacemos a otros hace, tan feliz, sin conocer dónde está la verdadera felicidad.

Sin embargo, quien anda en el Espíritu de Dios puede paladear la vida eterna a la que el hombre ha sido llamado por su Creador. Ya conoce cuál es el camino correcto y alcanza del don de poder transitarlo. ¿Significa esto que dicho camino es “fácil"? No:

Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias. Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu. No seamos codiciosos de la gloria vana provocándonos y envidiándonos unos a otros.

La Cruz por la que Cristo nos salvó era un instrumento de tortura espantoso, horrendo. Tanto que el mismísimo Señor llegó a decir “Padre, si quieres, pasa de mí este copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Luc 22,42). Y sin embargo, el mismo Cristo nos dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt 16,24).

La renuncia al pecado, la renuncia a los deseos carnales, es una cruz en sí misma. Pero no estamos solos en esa renuncia: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando, y mi carga, ligera” (Mt 11,29-30). Por más que los clavos de nuestra cruz sean dolorosos, no son nada comparados con los que atravesaron las manos y los pies del Salvador, que arrostró sobre sí las consecuencias de nuestros pecados, que asumió la muerte que nos correspondía para transformarla por su amor en vida eterna al lado de Dios. Cristo no merecía la cruz que nosotros sí merecemos, pero su cruz hace que la nuestra sea ligera y santificadora.

La gracia de Dios no solo nos libera del castigo que merecen nuestros pecados, sino que nos hace capaces de superarlos, de dejarlos en la cuneta de tal manera que Dios ya no los tiene en cuenta. Cuando el Bautista dijo de Jesús que tenía poder para “quitar los pecados del mundo“, decía la verdad. El primer efecto de la gracia nos hace conscientes del mal que anida en nuestro interior, para que podamos detestarlo. Pero no se queda ahí. De hacerlo, no seríamos muy diferentes de aquellos que viven en el mundo y que son conscientes de la existencia del mal pero no tienen capacidad alguna de oponerse al mismo y derrotarlo. El cristiano sí puede derrotar al pecado. Pero no solo puede. Debe hacerlo. La misma gracia que lo muestra es la herramienta para vencerlo. Como dice San Pablo a los corintios: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1ª Cor 10,13).

Es santo no solo aquel que ya ha alcanzado la perfección, sino aquel que, por gracia, se ha puesto en camino hacia la misma. Y cuanto más anda en los caminos de perfección, más recibe el don de descubrir qué es aquello que todavía le mantiene lejos de la perfecta santidad que solo Dios tiene. Cuanta más luz espiritual, más conocimiento del propio pecado. Pero no para que se desespere por lo mucho que le falta, sino para que esté agradecido de haber sido puesto en la senda hacia la meta final. Sabiendo demás que “el que comenzó en vosotros la buena obra la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús” (Fil 1,6).

Lejos quede de nosotros toda vanagloria por dejar atrás los frutos de la carne. Al fin y al cabo, “Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Fil 2,13). Nuestros méritos son también obra suya. Y si por esos méritos, por esas renuncias que son cruz para nosotros, alcanzamos el don de poder decir con San Pablo “ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia” (1ª Cor 1,24) entonces habremos cruzado el umbral que separa a los que, aun estando ya en el camino de la salvación, todavía están atados a este mundo, de los que ya tienen puesta su mirada solo en Dios.

Luis Fernando Pérez Bustamante