10.02.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Ven, Espíritu Santo

Espíritu Santo

Ven, Espíritu Santo,
y envía del Cielo
un rayo de tu luz.

Ven, padre de los pobres,
ven, dador de gracias,
ven luz de los corazones.

Consolador magnífico,
dulce huésped del alma,
su dulce refrigerio.

Descanso en la fatiga,
brisa en el estío,
consuelo en el llanto.

¡Oh luz santísima!
llena lo más íntimo
de los corazones de tus fieles.

Sin tu ayuda,
nada hay en el hombre,
nada que sea bueno.

Lava lo que está manchado,
riega lo que está árido,
sana lo que está herido.

Dobla lo que está rígido,
calienta lo que está frío,
endereza lo que está extraviado.

Concede a tus fieles,
que en Ti confían
tus siete sagrados dones.

Dales el mérito de la virtud,
dales el puerto de la salvación,
dales la felicidad eterna.

Como bien sabemos los creyentes, hay muchas formas de dirigirse a la Santísima Trinidad. Así, por ejemplo, oramos pidiendo a Dios y poniendo por intercesor a su Hijo Jesucristo.

Pero también, porque sabemos que nos conviene y porque Jesucristo nos dijo que nos lo enviaba, tras su subida a la Casa del Padre, para que nos acompañara siempre y, en pocas palabras, nos echara una mano en nuestro caminar hacia el definitivo Reino de Dios, podemos dirigirnos al Espíritu Santo, que es de Dios y es del Hijo y con ellos forma la Trinidad, de la que sabemos que es Santa.

Sabemos cuál es la situación de cada uno de nosotros. Pecadores y malos que somos, como Jesucristo lo dijo más de una vez, tenemos manchas en el alma que necesitan ser lavadas, momentos en los que no dudamos de nuestra fe y heridas que nos afectan en lo más íntimo de nuestro ser.

Y le pedimos al Espíritu Santo que nos lave, que nos riegue, que nos sane…

Pero no sólo eso le pedimos. Sabemos que nos consuela en las tribulaciones y que está en nuestro corazón, en el seno donde Dios ha querido fijar su morada. Allí es gozosa su existencia y allí mismo es luz, nuestra luz para iluminarnos en la tiniebla en la que, a veces, nos situamos, de forma voluntaria, por nuestra ceguera humana y mundana.

Espíritu Santo. A él nos dirigimos porque es dador. Dador de aquello que Dios quiere que tengamos porque sabe que nos conviene tenerlo. Para hacerlos rendir y no esconderlos debajo de cualquier celemín que se sustente de egoísmo y avaricia.

Y nuestro corazón, a veces de piedra y no de carne, necesita flexibilidad para aceptar a quien, de otra forma, no seríamos capaces de aceptar. Y porque lo tenemos demasiado frío en demasiadas ocasiones, le pedimos al Espíritu Santo que no permita que eso nos pase, que nos dé su fuego y que purifique, entonces, aquello que no debería nunca caer en nuestra actuación o en nuestra falta de obras.

Y porque es de Quien podemos aprender, pues todo lo conoce por ser Dios mismo en su inspiración y aliento, todo lo que le pedimos sabemos que nos es necesario. Lo hacemos no porque creamos que debemos hacerlo sino porque sabemos, a ciencia cierta, que todo aquello que nos falta y todos los momentos en los que creemos que no saldremos adelante pues nuestras fuerzas son escasas, ahí está el Espíritu Santo para animarnos y, con sus gemidos inefables, pedir a Dios por nosotros.

Espíritu Santo, ven; ven, Espíritu Santo.

Eleuterio Fernández Guzmán