17.02.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Oración a San Valentín

San Valentín

Glorioso mártir San Valentín, colmado de copiosas bendiciones, poderoso en la palabra y en las obras. Grande a los ojos de Dios y de los hombres, por tu humildad y el ardiente celo con que procuraste la conversión de tantas almas a expensas de indecibles trabajos y persecuciones.

Te suplico infundas en mi alma aversión a la vanidad y a los falsos placeres del mundo, inculca pureza a mis sentimientos e infúndeme espíritu de penitencia para llegar a comprender los sufrimientos redentores de nuestro Salvador.

Te ruego intercedas ante Dios nuestro Señor, para que me conceda la gracia que fervorosamente pido (se expresa la gracia deseada)

Guíame y líbrame de todo peligro espiritual y material. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

El conocido como santo de los enamorados fue una persona de fe profunda que le llevó, por eso mismo, a la muerte terrena. Sin embargo, las características propias de este hermano en la fe nos permiten dirigirnos a su intercesión para todo aquello que pueda sernos útil en el sentido propio de la vida de Valentín.

Pedimos, por ejemplo, por una virtud tan fundamental para los discípulos de Cristo como es la humildad. El Hijo de Dios, que fue humilde entre los humildes, ha de escuchar las oraciones de aquellos que, con tal espíritu, queremos alcanzar, al menos de lejos, aquella actitud humilde que nos permita alcanzar el corazón del Padre que, misericordioso, siempre nos escucha.

Pero si algo que caracteriza a Valentín, luego santo de la Iglesia católica, es el haber procurado, con su actitud cristiana, la conversión de muchas personas de su época. Tal forma de actuar ha de ser propia de todo discípulo de Cristo pero hay circunstancias que, en demasiadas ocasiones, nos impiden actuar de tal forma que se procure la conversión de los alejados del Señor o de aquellos que, conociéndolo, no muestran que eso así sea.

Entre aquello que nos puede alejar y que, de hecho, nos aleja de Dios Padre Todopoderoso es aquello que nos ata al mundo y que, por eso mismo, impide que estemos cerca del Creador. Todo aquello que se nos propone desde la mundanidad no nos deja mantener una relación estable con Dios porque pone obstáculos a la misma.

Así, por lo mismo, aquello que nos hace vanos o que nos atrae de tal forma a lo placentero que hace imposible mirar hacia Dios porque el Padre no quiere tales comportamientos los llevemos a cabo, le pedimos al santo que nos auxilie en tales situaciones, y que procure, para nuestro corazón, una pureza de la que tantas veces nos alejamos por egoísmos humanos y excesivos miramientos mundanos.

Pero, por otra parte, conocer lo que Jesucristo sufrió en los últimos momentos de su vida terrena, en aquella Pasión que es, también, tan nuestra, ha de procurar, para nosotros, un espíritu de penitencia, en recuerdo de aquello que pasó el Maestro, que también pedimos a San Valentín. Él supo comprender lo que era aquello en su vida, lo que suponía en su existencia y, por eso mismo, nos dirigimos a quien tanto reveló que era discípulo de Cristo para que haga, por nosotros, lo que pueda ante Dios Nuestro Señor.

Eleuterio Fernández Guzmán