8.03.14

Los pendientes de la Virgen de Valdetaludes

A las 10:54 AM, por Jorge
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En el pequeño pueblo de Valdetaludes de Arriba llevaban años de fuerte carestía. Varias temporadas con cosechas casi nulas por la sequía primero y luego esas nubes llenas de piedra que soltaban su carga justo en el peor momento. Los animales, infectos de miseria, dejaron de regalar su leche para dar únicamente lástima. La pequeña fábrica de harinas cerró porque decía su dueño que apenas daba nada y aunque la situación del pueblo era crítica bien decía él que no era cosa suya.

Negrura. Tristeza. Y por encima de todo, total desesperanza. Las arcas municipales ni telarañas tenían. De lo contrario, hasta eso se hubiera intentado vender. La parroquia por no tener, casi ni lo mínimo para celebrar con mediana dignidad. Nada. Polvo, dolor, silencio. El silencio del que nada tiene y nada espera.

Don Segundo, el párroco, ante tamaña calamidad se dirigió a la Virgen y habló con ella como lo hace un hijo con su madre. Madre… ¿has visto cómo están las cosas? Quería pedirte algo… no es para mí, ya sabes, es para tus hijos. No tienen un pedazo de pan. Y bueno, se me había ocurrido, si te parece, en fin, perdona mi atrevimiento… pero esos pendientes… son buenos, muy buenos me dijeron en una ocasión y tú no tienes necesidad, seguro que como madre prefieres despojarte de tus joyas y que con su importe compremos pan para esta gente.

Marchó don Segundo a casa y tomó del cajón secreto de su despacho el estuchito con aquellos pendientes de buen oro que la patrona lucía el día de la fiesta. No tuvo que hacer demasiadas gestiones. Pronto encontró una buena familia que hizo el esfuerzo de pagar por aquellas joyas, es verdad que no el valor real, que los tiempos eran malos, pero sí al menos una buena cantidad. Hubo pan para unos días.

Poco tiempo después acudió Marcelina a casa de los dueños de la fábrica a realizar las tareas del hogar. Sobre el tocador de la señora unos bonitos y muy buenos pendientes. Son los de la Virgen. Los he comprado yo, Marcelina, dijo la señora, no me importa que tú lo sepas, que eres de confianza.

Marcelina quedó en silencio. Respondió: sí, los conozco muy bien. Son una ofrenda de mi madre a la Virgen de cuando yo tuve aquellas fiebres de niña que a punto estuvieron de costarme la vida. Se los había regalado mi padre con lo que sacó de una campaña entera de segador por Castilla. Eran otros tiempos.

Cuentan que esa noche una sombra se acercó a casa del señor cura y cuando nadie la veía consiguió introducir por una rendija un abultado sobre que contenía los pendientes de la Virgen y un buen fajo de billetes. Nadie sabe por qué se reabrió la fábrica de harinas a pesar de que daba bien poco.

¿Nadie? Lo saben Marcelina y la dueña de la fábrica, que se plantó delante de su marido, le pidió dinero para los pobres y exigió la reapertura de la fábrica aunque se sacara poco o nada. Y lo sabe la Virgen, que es capaz de hacer sus milagritos.