No, a una misericordia injusta

 

En definitiva, teológicamente hablando lo que ha propuesto el cardenal Kasper es un paso en falso porque ha ocultado precisamente la cuestión fundamental. Él ha puesto en la mesa una profunda cuestión doctrinal y es necesario que todo obispo que vaya al Sínodo entienda en su justo alcance doctrinal, los elementos claves de la propuesta revolucionaria.

11/03/14 10:31 AM


En alguna ocasión negar la misericordia es el único modo de defenderla de su adulteración. El Cardenal Kasper lo afirma con claridad en su libro Misericordia: «Una posterior falta de comprensión grave de la misericordia es la que induce a desatender en nombre de la misericordia, el mandamiento divino de la justicia (...) No podemos aconsejar, por una falsa misericordia, que alguien aborte» (p. 221). Una misericordia injusta, no es misericordia. No se puede atentar contra la dignidad humana en nombre de la misericordia.

Por eso mismo, para hablar de misericordia en relación con el matrimonio es muy importante entender bien qué realidad de dignidad humana está implicada en esta institución. No cabría misericordia alguna que atentase contra dicha dignidad. Este bien es lo que la tradición cristiana ha denominado vínculo y es precisamente lo que ha considerado el sujeto real de la indisolubilidad que se atribuye al matrimonio. Es el modo como el Concilio Vaticano II define el matrimonio como una realidad trascendente: «Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana» (GS 48), por lo que lo califica de indisoluble (n. 50). Es un término intrínsecamente unido a la doctrina del matrimonio pues el Concilio de Trento se sirve de él en sus cánones 5 y 7 sobre este sacramento. Pero no se debe entender como una expresión ajena al amor. El mismo amor en su verdad une las personas mediante vínculos estables. El teólogo Kasper en su libro Teología del matrimonio habla así: «En el vínculo de la fidelidad el hombre y la mujer encuentran su estado definitivo. Se convierten en «un solo cuerpo» (Gn 2,24; Mc 10,8; Ef 5,31), esto es, un nosotros-persona» (1978, 26).

Es decir, cuando se habla de justicia respecto de la relación hombre y mujer sacramental se refiere al respeto de esta dignidad intangible. Cualquier acercamiento a la pastoral matrimonial con el nombre de la misericordia debe saber determinar la realidad del vínculo, si existe o no. Sin esta aclaración previa cualquier posible actitud misericordiosa sería claramente contraria a la justicia. El mismo Cardenal Kasper parece hacerse eco de ello cuando afirma: «La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del otro partner «forma parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o disuelta apelando a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio».

Por eso, mismo parece extraño que en la larga relación del mismo Cardenal Kasper en el último consistorio no afronte en ningún momento este argumento. Es más, que hable de guardar la justicia sin referirse nunca al vínculo sacramental como el bien de justicia a defender en el matrimonio cristiano, rechazando cualquier ofensa al mismo. Esto es más notorio en cuanto el lenguaje de la Familiaris consortio acerca del tema de los divorciados que buscan una nueva unión se refiere explícitamente a este vínculo sacramental (nn. 83-84) que es la base para el documento posterior de Congregación para la Doctrina de la Fe que precisamente salía para considerar inaceptable la propuesta de los obispos de a alta Renania, entre los que se encontraba entre otros el mismo Kasper, sobre los divorciados vueltos a casar.

Extraña todavía más que al referirse el cardenal a este vínculo indisoluble que atribuye a San Agustín, no haga la menor mención de remitir tal indisolubilidad a su fundación divina. Más bien sus palabras son de duda: «Hoy muchos tiene dificultad de comprenderla. No se puede entender esta doctrina como una especie de hipóstasis metafísica al lado o sobre el amor personal de los cónyuges; por otra parte no se agota en el amor recíproco y no muere con él (GS 48; EG 66).» Es extraño que ese modo negativo de hablar del vínculo y que destaca la dificultad de compresión actual, no tome un paralelo muy sencillo de comprender que ayuda precisamente a iluminar su valor sacramental. Es decir el bautismo, sacramento esencial de la fe, permanece a pesar de la apostasía. Permanece precisamente como principio de misericordia de fidelidad de Dios a sus promesas, tal como dice San Pablo: «aunque yo sea infiel, Él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo».

Este don indisoluble del bautismo es entonces precisamente la expresión de la misericordia de Dios en el don indisoluble de ser hijo que el mismo Cristo expone como el principio dramático de la parábola del hijo pródigo.

La defensa del vínculo hasta la indisolubilidad es entonces el modo como Dios ofrece su misericordia sobre el matrimonio. «Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo» (FC 12). Esto une de forma muy directa el vínculo indisoluble del matrimonio con el amor de los esposos dentro de una clara «primereidad» de la gracia (para usar el neologismo del Papa Francisco) y como un modo de guiar su libertad.

Pero queda claro que mantener una nueva unión contraria al «vínculo sacro» del matrimonio, para un cristiano que quiere vivir de su fe, es un atentado de grave injusticia contra el vínculo divino que permanece, por lo que no cabe allí aplicar una pretendida misericordia que sería injusta y por eso mismo falsa.

Esto es muy importante, porque es el modo como Juan Pablo II habló en sus Catequesis sobre el amor humano de la «redención del corazón» para indicar la presencia de la gracia en el matrimonio que hace capaz de vivir sus exigencias y como luego Benedicto XVI señala que «A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano» (DCE 11).

La definitividad de la Alianza matrimonial por encima de la debilidad humana no es un «yugo» como un peso insoportable, sino ese «yugo suave» que nos une a Cristo porque lo lleva con nosotros. Es la expresión real de la Nueva Alianza y la que supera por la gracia la «dureza del corazón» que permitía el divorcio como Jesucristo dice. El argumento real de la misericordia, que encontramos en cambio ausente en la relación del cardenal alemán, llega a conclusiones contrarias a las que él apunta.

El razonamiento precedente no es algo extraño, proviene de los dos últimos Pontífices que han dado un espacio enorme a la consideración de la misericordia divina en la nueva evangelización por eso no deja de sorprender la ausencia de cualquier rastro de alusión a estas interpretaciones. Es más se pueden ver frases tomadas literalmente del libro que hizo Kasper sobre la familia hace más de treinta años (el año 1978) del que remite los argumentos e incluso del que toma la propuesta que presenta (cfr. p. 68). Se trata de una formulación muy antigua, anterior a Familiaris consortio, que ignora casi todo lo que se ha dicho después en el Magisterio y la teología. En este sentido, llama la atención, de que se sigue citando el libro de Cereti que no tuvo ninguna recepción entre los patrólogos por lo absolutamente forzado de sus argumentos. El gran patrólogo jesuita Crouzel rechaza la tesis de Cereti y califica el libro «un gran bluff». Un bluff que en cambio ahora se resucita y puede ocasionar graves daños a la Iglesia. Las pocas referencias bibliográficas a las que aduce son de esa época. Incluso se da el caso de que uno de los autores citados se retractó tras la publicación de la Familiaris consortio de las afirmaciones que Kasper cita a su favor.

Es decir, al menos el Cardenal tenía que haber tenido en mente esta propuesta contraria a la suya que se fundamenta de forma muy directa en la misericordia, sino que ve precisamente la indisolubilidad del vínculo como el gran don del amor divino a los esposos y su defensa un testimonio real en el mundo de la presencia del Amor entre los hombres.

La consecuencia es obvia, no se puede plantear la pretendida «solución pastoral» que ha propuesto en su relación el cardenal Kasper, sin aclarar antes la existencia del vínculo. Por el modo de razonar podría pensarse que el cardenal duda de la realidad de la permanencia del vínculo cuando no hay razones humanas que la sostienen, pero si esto es así, es necesario tener la honestidad intelectual de proponer esto explícitamente como el problema real a afrontar, pues no es correcto querer presentar la «solución» como una cuestión de tolerancia pastoral, que no va más allá del debate casuístico entre el rigorismo y el laxismo, cuando lo que en verdad pone en juego un patrimonio doctrinal asentado, unánimemente atestiguado por la Tradición más que milenaria de la Iglesia.

En conclusión a lo dicho, parece claro que lo que se pone en verdad en cuestión en la propuesta de Kasper es la existencia o no del vínculo indisoluble, pero eso no es solo un argumento pastoral por lo que va en contra de la intención reiteradamente proclamada por el Papa Francisco de no querer cambiar nada en la doctrina. Hay que decir también que, desde luego, un Sínodo no es el lugar adecuado para discutir en realidad un tema doctrinal de tal alcance. Si esto es así, o se retira la propuesta en su formulación por impropia ya que olvida los más elementales argumentos contrarios, o se propone discutir la cuestión central atacada por algunos teólogos; pero fuera de un ámbito sinodal. En definitiva, teológicamente hablando lo que ha propuesto el cardenal Kasper es un paso en falso porque ha ocultado precisamente la cuestión fundamental. Él ha puesto en la mesa una profunda cuestión doctrinal y es necesario que todo obispo que vaya al Sínodo entienda en su justo alcance doctrinal, los elementos claves de la propuesta revolucionaria.

La simple base de una cierta constatación de que hubiera existido alguna tolerancia en los primeros siglos con los divorciados, es de una debilidad patente, por lo ambiguo de las afirmaciones, aunque únicamente señale las que testimonian esta tolerancia. Es un error confundir misericordia y tolerancia, y una vez que en la Iglesia occidental se asentó la doctrina del vínculo como modo de expresión real de la sacramentalidad del matrimonio se comprendió la imposibilidad de una tolerancia respecto de una grave injusticia.

Esta misericordia, entonces orienta también el modo como la Iglesia es signo efectivo del perdón de Dios. El perdón es la forma cómo la misericordia cura la herida causada por la infidelidad. Curar esa herida como bien ha indicado el Papa Francisco debe ser el objetivo privilegiado de toda pastoral. La unión profunda entre misericordia y fidelidad que el cardenal reconoce como un signo de la revelación divina, expresa cómo Dios revela el sentido de la conversión movida por la misericordia como dirigida a la restauración de la Alianza original. Es la verdad que ha de ser vivida por los esposos en su alianza sacramental. Quien permanece fiel al matrimonio, aunque haya sido injustamente abandonado de modo irreversible, está ofreciendo con su fidelidad un altísimo testimonio de la posibilidad de perdón que hace posible la gracia. Se convierte así en testigo privilegiado de la misericordia.

Así como el Dios que hace Alianza con su pueblo al que quiere perdonar del pecado de la idolatría, no tolera ningún ídolo, como indica la analogía estrechísima entre monoteísmo y monogamia enseñada por el Papa Benedicto XVI. La conversión del que ha sido infiel al vínculo contraído sólo es verdadera si rompe cualquier otro presunto vínculo que sea contrario al primero, al menos en lo que ataña a su significado esponsal.

Ese es el perdón que viene de la misericordia auténtica, que no es mera tolerancia y está muy lejos de la cuestión casuística de la alternativa entre rigorismo y laxismo. Es la verdadera medicina que cura la grave herida de la infidelidad. La única medicina eficaz que el «hospital de campaña» que debe ser la Iglesia puede ofrecer si no quiere traicionar a los heridos y engañar a los sanos. Sólo así el pecado de adulterio deja de ser el único pecado que podría perdonarse sin arrepentimiento ni conversión.

 

P. Juan Pérez-Soba, sacerdote y doctor en Teología en matrimonio y familia por el Pontificio Instituto Juan Pablo II