17.03.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Súplica a San José

San José

José dulcísimo y Padre amantísimo de mi corazón, a ti te elijo como mi protector en vida y en muerte; y consagro a tu culto este día, en recompensa y satisfacción de los muchos que vanamente he dado al mundo, y a sus vanísimas vanidades. Yo te suplico con todo mi corazón que por tus siete dolores y goces me alcances de tu adoptivo Hijo Jesús y de tu verdadera esposa, María Santísima, la gracia de emplearlos a mucha honra y gloria suya, y en bien y provecho de mi alma. Alcánzame vivas luces para conocer la gravedad de mis culpas, lágrimas de contrición para llorarlas y detestarlas, propósitos firmes para no cometerlas más, fortaleza para resistir a las tentaciones, perseverancia para seguir el camino de la virtud; particularmente lo que te pido en esta oración (hágase aquí la petición) y una cristiana disposición para morir bien. Esto es, Santo mío, lo que te suplico; y esto es lo que mediante tu poderosa intercesión, espero alcanzar de mi Dios y Señor, a quien deseo amar y servir, como tú lo amaste y serviste siempre, por siempre, y por una eternidad. Amén.

Por la virtud mostrada a lo largo de su vida y por el comportamiento fiel que demostró el hijo de Dios llamado José, padre adoptivo de Jesús y esposo casto de María, el Creador le ha otorgado una especial posibilidad de intercesión. Por eso nos dirigimos a tan noble santo para pedir aquello que, para nosotros, también hijos de Dios, es importante.

A San José se le tiene como protector pues protegió a María y a Jesús de una forma digna de ser tenida por propia de quien sabe que tiene que cumplir una misión y la cumple. Por eso a José, aquel hombre humilde que en su carpintería forjó el corazón, también, de Cristo, lo queremos como protector. Pero la protección que le pedimos no es sólo para la vida, para este paso por el mundo que nos lleva en peregrinación hacia el definitivo Reino de Dios. Además, de eso, le pedimos que nos ayude a morir bien.

Morir bien ha de querer decir estar en gracia de Dios para poder presentarnos ante el Creador con el alma lo más limpia posible pues sabemos que será difícil que lo hagamos con toda ella blanca con la blancura de la falta de mancha alguna. Por eso nos dirigimos a San José pues sabemos que Él murió de la mejor posible: junto a María y a Jesús, su hijo amado.

Sabemos, somos pecadores, que hay mucho de nuestro comportamiento que no debería ser así. Sin embargo, muchas veces nos dejamos llevar por el mundo y sus ofrecimientos vanos que sólo nos alejan de Dios pues eso procura el Maligno. Por eso San José, casto y buen hijo de Dios, es el perfecto santo al que pedir, rogándole, que nos ayude a no caer más en tales tentaciones. Y hacemos esto porque necesitamos que nuestra alma se aproveche de tan buen intercesor ante el Todopoderoso.

Sin embargo, no siempre tenemos el corazón listo para reconocer que nos hemos equivocado y, si lo está, en qué, exactamente, ha recaído nuestra equivocación, nuestro pecado. Por eso le pedimos a San José que auxilie nuestro entendimiento porque necesitamos, es esencial para poder confesar el mal infringido, conocer cuál ha sido. De otra forma difícilmente podremos implorar perdón a Dios.

Y le pedimos tanto: tener propósito de no pecar más, ser fuertes porque el Mal es muy fuerte y no siempre somos capaces de enfrentar sus acometidas y, sobre todo, perseverar en la virtud, ser virtuosos porque es la única forma de ser hijos de Dios y serlo.

Y todo esto lo hacemos, lo que a cada cual le convenga pedir ante San José para su bien espiritual, porque estamos más que seguros que el hombre que supo responder a Dios como Dios quería que le respondiese tienen un lugar muy cálido reservado en el corazón del Creador. Allí, y desde allí, espera nuestras súplicas, nuestras oraciones, nuestras peticiones de socorro espiritual.

Eleuterio Fernández Guzmán