24.03.14

 

Parte por la interesantísima entrada de Raúl del Toro de ayer mismo, parte porque servidor se alargó un poco más de la cuenta en su misa del tercer domingo de cuaresma, se me ha ocurrido dejar algunas reflexiones sobre la duración de la misa dominical. Otra cosa son las eucaristías de los días laborables que creo deben ser más medidas. Ya hablaremos del asunto.

Después de mucho pensar y mucho hablar con la gente, al final uno llega a la conclusión de que el mayor problema de las misas dominicales no son tanto los minutos cuanto la falta de ritmo en la celebración. Todos hemos asistido a celebraciones que podríamos considerar largas (más de una hora) o muy largas (esas que ya se pasan de hora y media) y nos hemos sentido tan a gusto en ellas. También nos ha pasado asistir a una misa dominical de poco más de cuarenta minutos y acabar como si nos hubieran dado una paliza.

Esto es como la diferencia entre un buen paseo de dos horas a ritmo constante, y hora y media en un museo a paso de cuadro, que es menos tiempo pero acaba uno baldado. La razón está en ese ir rompiendo el ritmo a trompicones que no hay cuerpo que lo aguante, ni siquiera el de un servidor aun gozando de cuerpo serrano por la cosa del nacimiento.

Creo que a nadie que ame la liturgia o quiera vivirla con intensidad le molesta especialmente una misa algo más larga si es una celebración bien preparada, los cantos son los justos y bien ejecutados bien por un coro o la asamblea, las lecturas correctamente proclamadas, la homilía justa y enjundiosa, la plegaria eucarística proclamada con unción y los demás elementos en su orden establecido. Así da gusto. Ojo, que digo algo más larga, no maratoniana de tres horas, que para eso hay que tener ya mucha afición.

Lo malo es cuando la misa se alarga a base de elementos muy secundarios. Por ejemplo, metiendo moniciones y morcillas por doquier vengan o no a cuento. Tener que escuchar en cada misa que el padre nuestro es la oración de la comunidad y que bla, bla, bla… pone de los nervios a Manolo el tranquilino. Cuántas homilías no hemos escuchado o pronunciado sin saber empezar ni terminar y dando vueltas y más vueltas a un no decir nada que se alarga más de quince minutos. Cuántas oraciones de los fieles con siete, ocho, diez intenciones. ¿Y qué me dicen de esos cantos, o esos coros, que se empeñan en cantarte todas las estrofas del canto de ofertorio y te obligan a estar un minuto o dos esperando a ver si acaban de una puñetera vez?

El problema se agrava cuando el celebrante mira, miramos el reloj, y uno exclama “leche, que he empezado la misa a las doce, y he acabado la homilía pasadas las doce y media… pues ya puedes correr, Manolo”. A partir de ese momento el reverendo corre y corre, suprime, abrevia, se traga la plegaria a velocidad de Fernando Alonso en finalísima, arrea en el padrenuestro, se zampa el silencio tras la comunión, no purifica, pone a los fieles de los nervios y salen con un estrés mayor. Según salen por la puerta dicen: casi cincuenta minutos… se ha pasado.

No. Insisto en que no es cosa de tiempo sino de ritmo. La misma misa, sin moniciones, una homilía de ocho minutos ¡cuántas cosas pueden decirse en ocho minutos!, cuatro o cinco intenciones en la oración de los fieles, cantos adecuados al momento incluyendo alguna aclamación de la asamblea, la plegaria eucarística pausada, serena, silencio tras la comunión… no se alarga tanto ni aun utilizando el llamado canon romano. Pero es que aunque se alargara. No tiene nada que ver.

Insisto. No es problema de tiempo, sino de ritmo. Piénsenlo.