CARTA DEL OBISPO

EL EVANGELIO DE LA ALEGRÍA EN LA PASCUA

 

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SANTANDER | 19.04.2014


Queridos hermanos:

            ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya! Esta es la feliz noticia que resuena durante todo el tiempo de Pascua. La Resurrección de Cristo es el acontecimiento central de la historia de la humanidad. La celebración de la Pascua de Resurrección se continúa durante el tiempo pascual. Los cincuenta días que van desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés se celebran con alegría desbordante. Como un solo día festivo, más aún, como ‘el gran domingo’, como afirma San Atanasio.

            La reforma del año litúrgico del Concilio Vaticano II ha tenido el acierto de restituir a este tiempo pascual su carácter unitario. La cincuentena pascual ha vuelto otra vez a ser el tiempo simbólico y real que recuerda a Cristo Resucitado presente en su Iglesia, a la que hace donación de la promesa del Padre, el Espíritu Santo (cfr. Lc 24, 49; Hc 1, 4; 2, 32-33). Por eso el tiempo pascual es el tiempo del Espíritu Santo, que ha brotado del costado de Cristo muerto en la cruz (cfr. Jn 19, 30.34; SC 5); y por ello es también el tiempo modélico y emblemático de la Iglesia (cfr. Jn 20, 22; Hc 2, 33).

            Pascua es una invitación honda y serena a la alegría cristiana. Es la alegría de la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y la muerte, la alegría de la reconciliación del mundo con el Padre y la unidad del género humano, la alegría de la nueva creación por el Espíritu.

            El signo de una existencia cristiana es la verdadera alegría. Y no se trata de ser individualmente alegres. Se trata también de formar comunidades pascuales, que vivan e irradien diariamente la alegría. El mejor testimonio de la comunidad cristiana primitiva  -unida en la Palabra, la Eucaristía y el servicio-  era “la alegría y sencillez de corazón” (Hc 2, 47).

            Hoy hace falta recuperar la alegría de la Pascua. Porque el peor signo de la descomposición de una comunidad cristiana y humana, es la tristeza y el miedo. Pero recuperar en la Iglesia y para el mundo la alegría de la Pascua es recuperar el sentido de la cruz. Porque no se trata de una alegría superficial y pasajera (que suele coincidir con un éxito inmediato), sino de una alegría honda y eterna, que sólo nace de la cruz (alegría crucificada) y que es fruto del Amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (cfr. Rom 5, 5). “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Gál 5, 22).

            Nos hace bien meditar sobre la alegría. En el fondo es meditar sobre la esencia de nuestro cristianismo: el amor del Padre, la cruz de Cristo, la comunicación del Espíritu Santo, la serenidad de la oración, la presencia maternal de nuestra Señora.

            El Papa Francisco nos invita a vivir y anunciar la alegría del Evangelio en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium. “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús[…] Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1).

            En la alegría de la novedad pascual encontramos a la Virgen María, “causa de nuestra alegría”. Por eso en el tiempo pascual cantamos la antífona Regina coeli laetare. Alleluya. Reina del cielo, alégrate. Aleluya.

            Con mi afecto de siempre, gratitud y bendición,

 

+ Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander