1.04.14

 

Tengo una amiga que me dice que el tiempo de la homilía de su párroco le viene muy bien para pensar en la compra y la lavadora. Que es empezar el buen hombre a predicar y directamente desconecta y comienza a dar vueltas en la cabeza a sus cosas.

Intenté afear su conducta con las cosas de siempre: importancia de la homilía, escucha de la palabra, reflexión, ayuda para comprender. El caso es que no sabe si las homilías son buenas o malas porque simplemente se siente incapaz de seguirlas. Es como un bloqueo interior.

Después de mucho insistir conseguí que me diera dos razones que aquí dejo por si nos sirven, que siempre viene bien escuchar a la gente.

La primera es el tono de voz del celebrante. ¿Por qué, dice ella, un cura que habla normal en la calle, comprando el pan, en el quiosco de periódicos o saludando a la señora Juana, cuando se reviste y sale a celebrar misa cambia su tono de voz? Pues creo que tiene razón, quizá lo hayamos observado en más de una ocasión, que a veces el celebrante, cuando se reviste y se ve ante el altar decide trasformar su voz normal, de hombre corriente, esa con la que pide un café, pregunta por los niños de María, da los buenos días al vecino y se pelea con el banco, en una especie de voz de ultratumba, afectada, medio mística que da grima escuchar.

No sé de dónde hemos sacado que la celebración de los misterios de nuestra fe exige modificar el tono de voz, poner los ojos en blanco, revestirse de apariencia mística y mostrarse en la transformación del que ha bajado a la tierra para elevarse en una nube de misticismo no digo inalcanzable, sino completamente curso y fuera de sitio.

Pero hay una segunda cosa que a mi amiga la saca de quicio: ese lenguaje clerical melifluo y lleno de expresiones reservadas al arcano. Cada profesión tiene su lenguaje e incluso su jerga propia. Los curas también caemos en eso. Y así sale el buen predicador, salimos a predicar, hablando de la conversión del corazón, la generosa entrega en los brazos amorosos del Padre, la acogida del don de Dios que nos lleva a la generosidad con el hermano abandonado la necesidad de la metanoia fundamental hasta llegar a la absoluta kenosis en el misterio de la cruz que nos llevará a la definitiva unión con el que es TODO.

¿Tan difícil es para un cura celebrar y predicar como si fuera una persona normal? Pues por lo visto parece ser que sí. Si a todo esto añadimos el no concretar o el hablar siempre de lo mismo, no es extraño que nuestros fieles aprovechen la homilía en mejor menester, como es acordarse de la abuela o pensar en la compra del lunes.

A nadie oculto mis simpatías por el bueno de D. Camilo, al que tengo por modelo sacerdotal a pesar de su abandono de lo políticamente correcto o quizás justamente por ello. No puedo imaginarme a D. Camilo celebrando si no es con su vozarrón que resuena en la iglesia incluso cuando lo baja para pronunciar solemnemente las palabras de la consagración en su limitado latín del seminario: “Hoc est enim corpus meum…” y que hace que todos se sobrecojan ante el misterio de Cristo haciéndose presente en el altar.

A D. Camilo se le entendía todo en sus sermones. No utilizaba eso de la kenosis ni tenía por costumbre citar especialmente a los santos padres o los decretos de Trento. Pero cuando hablaba de pecado, conversión, cuidado de los pobres y necesidad de confiar en Dios todos se enteraban, bien es verdad que de no hacerlo corrían otros riesgos, y es que D. Camilo explicando las cosas en privado tenía su peligro.