16.04.14

 

El sol soplaba alto y me sentía cansado. Solo el viento que soplaba sobre el morro del auto permitía todavía al jeep salir adelante, aunque la temperatura era infernal y el agua hervía en el radiador…Sabía que en la zona [el desierto] habían grandes bloques de granito que emergían de la arena: lugares de sombra buscadísimos para acampar y esperar la tarde para continuar el viaje.

Efectivamente, hacia el medio día hallé lo que buscaba. Grandes rocas apareciendo a la izquierda de la pista; y yo me acerqué seguro de que encontraría un poco de sombra. No quedé defraudado. Frente a la pared norte del peñasco de unos diez metros de alto se proyectaba sobre la arena roja una hoja de sombra. puse él jeep contra el viento para que se enfriara el motor y cargué el “ghess", es decir, lo indispensable para acampar: una estera el caso de los víveres, dos cobertores, y el trébede para el fuego….

Extendí la estera que en el desierto lo es todo: capilla, comedor, dormitorio, sala de visitas y me senté. Era la hora de siesta, y cogí el brevario. Recité algún salmo, pero con cierto esfuerzo, dado el cansancio y el asunto de aquellas dos víboras que de vez en cuando saltaban hechas pedazos sobre los versículos. Del sur venía una resolana caliente y me dolía la cabeza. Me levanté; calculé el agua que me quedaba hasta llegar al pozo de Tit, y decidí sacrificarme un poco. Saqué de la “jherba” de piel de cabra una gamella (jarra) de un libro y me la eché sobre la cabeza; él agua empapó el turbante y me bajó sobre el cuello y los vestidos; el viento hizo lo demás; y la temperatura de 45 grados bajó en pocos minutos a 27. Con esa sensación de refrigerio me tendí sobre la arena para dormir, porque en el desierto la siesta precede a la comida.

Para estar más cómo busqué un cobertor para ponerlo debajo de la cabeza. Tenía dos y lo sabía muy bien. Uno quedó junto a mí, inutilizado y, al guardarlo, no me sentía tranquilo. Pero si quieren comprender por qué tendrán que escuchar la historia.

La tarde anterior había pasado por Irafok, una pequeña aldea de negros ex-esclavos de los Tuareg. Como de costumbre, cuando se llega a una aldea, la población se aglomera alrededor del jeep, por curiosidad, o por esos pequeños servicios que hacen quienes recorren las pistas del desierto: llevar un poco de té, distribuir medicinas, entregarles alguna carta.

Aquella tarde había notado que el viejo Kadá temblaba de frio. Parece extraño hablar de frio en el desierto y sin embargo, era así; tanto que la definición del Sahara es la siguiente: “País frio donde hace mucho calor cuando hay sol". Pero el sol se había puesto y Kadá tiritaba.

Me sentí impulsado a darle uno de los dos cobertores que llevaba conmigo, y que formaba mi “ghess"; pero me distraje de buena gana de aquella idea. Pensaba en la noche y sabía que también yo habría tiritado de frio. Aquel poco de caridad que había en mí volvió al asalto, haciéndome notar mi piel no valía más que la suya, y que haría bien en darle uno de aquellos cobertores; y que aunque hubiera de tiritar, era justo hacerlo por un pequeño hermano.

Cuando me puse de nuevo en camino los dos cobertores estaban todavía en el jeep, y ahora estaban allí ante mis ojos y me molestaban.

Traté de dormirme con los pies apoyados contra la gran roca, pero no lo conseguí. Me vino a la mente que un mes antes, un Tuareg había sido aplastado por un peñasco, precisamente mientras dormía la siesta. Me levanté para asegurarme la estabilidad del peñasco. Vi que más bien estaba suspendido, pero no precisamente de modo que fuera peligroso.

Volví a recostarme sobre la arena. Si les dijera que soñé, les parecería extraño, pero lo más extraño fue que soñé que dormía bajo la gran piedra y de pronto…Realmente no me parecía un sueño: vi que la piedra se movía; y sentí que el peñasco se me venía encima. ¡Qué comento tan malo!

Estaba liquidado. Sentí crujir los huesos y me encontré muerto. No: vivo, pero con el cuerpo aplastado bajo el peñasco. Me extrañaba que no me doliera ningún hueso: solo estaba inmóvil. Abrí los ojos y vi a Kadá que tiritaba de frio ante mí en Irafok. Entonces ya no dudé en darle el cobertor, tanto más que estaba de sobre junto a mí, a un metro de distancia. Traté de alargar la mano para ofrecérselo, pero el peñasco que me había inmovilizado me impedía el más mínimo movimiento. Comprendí que aquello era el purgatorio, y que el sufrimiento del alma era ¡no poder hacer ya lo que antes se podía y se debería haber hecho! ¡Cuántos años quizá tendría que ver aquel cobertor junto a mí, en aquella molesta posición, para testimoniar mi egoísmo, y por tanto, mi inmadurez para entrar en el reino del Amor!.

Traté de pensar cuanto tiempo estaría bajo el peñasco. la respuesta me la sugirió el Catecismo: “¡hasta que seas capaz de una acto de amor perfecto!". En aquel momento no me sentía capaz.

El acto de amor perfecto es el acto de Jesús que sube al calvario para morir por nosotros. A mí, miembro de su cuerpo místico, si había llegado a tal madurez de amor que deseara seguir a mi Maestro al calvario para la salvación de mis hermanos. La presencia del cobertor negado a Kadá la tarde anterior me decía que ¡todavía tenía mucho camino por recorrer!. Capaz de ver a un hermano temblando de frio y pasar adelante, ¡Cómo habría sido capaz de morir por él a imitación de aquel Jesús que murió por todos! Entonces comprendí que estaba perdido, y que si no interviniera Alguien para ayudarme, pasaría épocas y épocas geológicas sin ya poderme mover.

Miré hacia otra parte y advertí que todos aquellos gruesos del peñascos del desierto no eran más que sepulcros de otros hombres. También ellos juzgados sobre el amor, y hallados fríos. Estaban allí esperando al que un día había dicho: “Yo os resucitaré en el último día"”.

Extracto del libro de Carlos Carreto, Cartas del desierto, San Pablo, 13º reimpresión, p. 13-17