26.04.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

La fe llevada al extremo: el caso de Abrahám

Sacrificio de Isaac

Esto está escrito:

Génesis, 12, 14

Yahvé dijo a Abrán: ‘Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraé. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y mandeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra.

Marchó, pues, Abrán, como se lo había dicho Yahvé, y con él marchó Lot.

Tenía Abrán setenta y cinco años cuando salió de Jarán.

Y, luego, años después, continúa la narración bíblica con el hecho que aquí es central. Li dice entre los versículos 1 y 13 del capítulo 22:

“Dios puso a prueba a Abrahán. Le dijo: ‘Abrahán, Abrahán!. El respondió: ‘Aquí estoy’. Después añadió: ‘Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga’.

Abrahán se levantó de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios. Al tercer día levantó Abrahán los ojos y vio el lugar desde lejos. Entonces dijo Abrahán a sus mozos: ‘Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí haremos adoración y volveremos donde vosotros’.

Tomó Abrahán la leña del holocausto, le cargo sobre su hijo Isaac, tomó en su mano el fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos. Dijo Isaac a su padre Abrahán: ‘¡Padre! Respondió: ‘¿Qué hay, hijo?’ ‘Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde esá el cordero para el holocausto?’ Dijo Abrahán: ‘Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mio’. Y siguieron andando los dos juntos.,

Llegados al lugar que le había dicho Dios, construyó allí Abrahán el altar y dispuso la leña; luego ató a Isaac, su hijo, y lo puso sobre el ara, encima de la leña. Alargó la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo.

Entonces le llamó el Ángel de Yahvé desde el cielo: ‘¡Abrahán, Abrahán’! El dijo: ‘Aquí estoy’. Continúo el Ángel: ‘No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que ers temeroso de Dios, ya que no me has negado a tu único hijo’.

Alzó Abrahán la vista y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos. Fue Abrahán, tomó el carnero y lo sacrificó en holocausto en lugar de su hijo”.

Y, luego, Dios, bendijo a Abrahán por lo que había hecho y demostrado y le prometió una descendencia tan numerosa como las arenas de la playa…

Lo aquí traído es, verdaderamente, impresionante y mueve a alabanza por parte de quien se diga hijo de Dios.

Aquel hombre que vivía con holgura en su tierra se ve en la tesitura de hacer caso a lo que le dice un Dios, Dios, al que no conoce. A pesar de eso, confía en Quien le dice que salga de su tierra. Así, en el primer texto del Génesis, vemos a Abrán, aún no le ha cambiado el Creador el nombre, marcha a una tierra de la que, ni siquiera, sabe el lugar. Se le dice que irá donde “le muestre” cuando Dios lo crea oportuno.

Tiene, por tanto, toda la confianza del mundo. Y, luego, bien que lo demuestra.

El caso de Abrahán es muy claro para el creyente. Por eso se le llama “Padre de nuestra fe” pues la actuación de una persona como él es ejemplo a seguir para todo aquel que se dice hijo de Dios.

Veamos el caso de este hombre.

Abrahán podía haber haber hecho caso omiso cuando Dios lo escogió, de entre los suyos, para que fuera el conductor de su pueblo. Lo tenía todo de cara pues no conocía a Aquel que se dirigía a él pidiéndole algo que a muchos les pareció absurdo y que era que dejara todo lo que tenía para ir no sabía dónde y no sabía para qué.

Pero aquel hombre algo debío sentir en su corazón cuando dijo sí a Dios. Y todo lo que hizo a partir de entonces demostró, de forma más que sobrada, que merecía ser llamado como es llamado y, claro está, que fuese bendecido por el Creador para cumplir aquella tan extraña misión.

Abrahán siguió el camino que le indicó Dios. Pasó por muy graves tesituras pero, como al Todopoderoso le gusta, al respecto de sus mejores hijos, el más difícil todavía, le pedió algo que era absolutamente impensable para cualquier ser humano.

Abrahán era muy mayor cuando tuvo a Isaac. Era su único hijo y, por tanto, más que amado y más que querido por aquel anciano hombre de Dios. Pedirle que lo entregara de la forma en la que el Creador quiso que se lo entregara, era un plato muy difícil de digerir. Pero Abrahán aceptó aquello que le fue dicho y, sin dudarlo siquiera, tomó lo necesario para la inmolación y allá que se fue acompañado por dos de las personas que trabajaban para él.

Abrahán demuestra una fe que llevó hasta el extremo.

Si lo extremo es aquello que está bien lejos de lo intermedio, de lo tibio y hecho a medias, es bien cierto que bien se trata de algo llevado a lo máximo como positivo o a lo máximo como negativo; algo muy apoyado en Dios o algo lo más alejado posible del Todopoderoso.

Pero Abrahán no podía, a las alturas de su vida de creyente en Dios en las que estaba, cambiar en su forma de ser y de hacer. Acepta todo lo bueno y mejor de su fe y, sin duda (repetimos) va a sacrificar a su único hijo.

Dios, sin embargo, no puede aceptar según qué sacrificios y aplica, como siempre, aquello que dice que prefiere la misericordia a los sacrificios. Y es Él el más misericordioso y más cumplidor de sus promesas.

No podía, por eso, permitir que Abrahán, que había demostrado, como dice el texto bíblico, que amaba a Dios y que su voluntad prevalecía sobre la del hombre mortal, matase a su hijo Isaac. Y no lo permite, claro está.

El Creador, desde entonces, confirmó la fe de Abrahán y, por eso, lo bendice a él, a su pueblo y a todo aquel que naciera dentro del mismo o por influencia de aquel hombre de fe profunda y arraigada.

Decimos, por tanto (como ya hemos apuntado arriba) que aquel hombre es “Padre de nuestra fe”. Lo es de la nuestra y de otras religiones pues Abrahán sembró creencia para recoger unos frutos que durarán toda la eternidad. Y es que Abrahán nos muestra qué es lo que nos exige Dios y qué es lo que nosotros podemos hacer. Entre seguir la voluntad de Dios y la nuestra (fácil es pensar que aquel hombre hubiera preferido, ni siquiera, atar a su hijo para sacrificarlo) siempre debemos tener en cuenta lo que el Creador quiere para nosotros que siempre es lo mejor aunque a nosotros nos lo pueda no parecer o nos parezca absurda la misma.

Llevar, pues, la fe al extremo más cercano a Dios sólo puede ser bueno para sus hijos. Y Abrahán lo demostró con acierto.

Eleuterio Fernández Guzmán