28.04.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Hacia Pentecostés: Oración al Espíritu Santo del Grupo de Oración Santo Cura de Ars.

Pentecostés

Señor, te pido que tu Espíritu me envíe el don de sabiduría para que tus palabras se plasmen en cada acontecimiento de mi vida. Solo tu verdad es capaz de realizar lo que nosotros no podemos, justamente porque nos falta este don y sobremanera hay que pedírtelo con insistencia.

Señor, algo que leí decía que el principio de la sabiduría es tener
necesidad de Ti. Si nos creemos sabios, no te necesitamos y te dejamos a un costado.

Nuestro orgullo, que es muy engañoso y dominante nos hace creer que nuestros logros surgen de nuestra inteligencia, de nuestra capacidad, cuando la verdadera humildad es más que nada reconocer que todo lo bueno viene de Tí.

El misterio de tu espíritu a veces, cuando estamos disponibles y
abiertos a tu soplo, se instala y gobierna nuestras palabras y las
decisiones que debemos tomar en cualquier circunstancia. Yo me
pregunto y trato de pensar como salen nuestras palabras… tengo que hablarle a alguien, a una persona que está necesitando de una palabra adecuada… Que increíble proceso debe sucederse para que salgan tal o cuales palabras y no otras. Si está la sabiduría, Ella se encarga en el misterio más total de unirlas y seleccionarlas para que se verbalicen de la forma más clara y convincente y así ayudar a quien las está esperando.

Regálanos entonces, la necesidad de la súplica, del pedido, de la
oración con fuerza para que Ella venga en nuestro auxilio.

Reconozco que no lo hago todos los días y no me abandono al despertar a la súplica fervorosa para que yo sea digno de recibir la fuente sabia y transparente que el Espíritu regala en la gratuidad de su don.

Si todavía no siento necesidad es porque sigo siendo orgulloso y
verdaderamente ignorante. Pero sé que tampoco pido porque no tengo resuelto el gran problema: LA CONFIANZA Y EL ABANDONO.

Siento que no está desarrollada en mi ser la confianza y la fe en Tí
que todo lo puedes. A veces, como no puedo ver ni tocar, me digo que todo esto es una locura, que no existe nada y parece que estoy
viviendo un gran vacío. ¿Señor, como entonces adquirir la confianza, base de la sabiduría?

Mi corazón pareciera que no registra esa sensación de seguridad y
confianza en tu poder. Dudo, vacilo, pregunto, miro indirectamente y
estoy anclado en la depresión y en la desesperanza.

Señor ¿cuando tendré esa certeza maravillosa en mi corazón de lo que significa abandonarme en tus brazos ? Sé que no lo lograré por mi mismo, sino solamente a través de la súplica y de la gracia. Que tu espíritu, en su sabia ternura, penetre la roca de mi corazón y de a
poquito me haga sentir que estoy viviendo la tranquilidad de estar
permanentemente en tus manos y en tu cuidado.

Señor, mano de misericordia y de bondad, escúchame: Hoy dirijo esta súplica ferviente para pedirte que me regales la confianza, que no decaiga nunca para que cada día cuando lo empiezo recurra a Ti y la sabiduría sea mi compañera en cada acto y palabra que pueda decir.

Regálame la confianza, ya que confiar solamente en Tí es la verdadera sabiduría, que nos hará audaces y nada temerosos para enfrentar los acontecimientos de cada día, que son muchos y difíciles.

Sensibilízame en el deseo de aprender a ser sabio para tener algo que podré volcar a los demás y enderezar correctamente mi propia vida. Adviérteme a través de pequeños signos la senda de tu Voluntad, para que desarrolle un espíritu sobrenatural y continúe pidiendo, suplicando y gritando: Señor, envía cada mañana al levantarnos el don de la sabiduría. Renueva nuestro corazón con la gracia de la confianza.

Cuando Cristo resucita pudiera parecer que todo ha terminado. Una vez aquellos que lo conocieron, lo vuelven a ver después de haberle visto (o no) morir en la Cruz, es bien cierto que sólo era el principio de todo lo que tenía que venir.

Cuando apunta el tiempo de la fe entonces es verdad que el Espíritu Santo, del que Jesús diría que les sería enviado para guiarles, tenía que llegar. A eso lo llamamos Pentecostes… hacia el que, nuevamente, vamos.

Pedir a Dios acerca del Espíritu Santo debería ser propio de los hijos del Creador que, confiando en sus promesas, saben que también ha de cumplir ésta.

Pidámosle a Dios por el don de la sabiduría. En efecto, es sabio quien sabe que necesita al Creador. No lo eran, por tanto, aquellos que, así llamados, no tenían al Todopoderoso en su corazón. Eran a los que Jesús llamó “sabios” y a los que Dios no había revelado lo importante. Tal sabiduría nosotros no la queremos.

Ser sabio, por tanto, y por eso pedimos a Dios por serlo, es estar cerca de la voluntad del Creador. Por eso le rogamos que plante en nuestro corazón la semilla de la verdadera sabiduría.

¿Por qué, sin embargo, no estamos dispuestos a pedir aquello que, además sabemos, nos conviene?

Hay muchos factores que nos impulsan a ser así de desagradecidos con la voluntad del Padre. El orgullo, por ejemplo, nos impide dejar aflorar lo que sin duda llevamos en nuestro corazón: la necesidad de la sabiduría, aquello que sabemos es fundamental para llevar una existencia digna de ser llamada la de hijos de Dios.

¿No confiamos en Dios?

Confianza. Le pedimos al Creador que sepamos confiar, tener fe, en Él y que rompa la dureza que demasiadas veces mostramos tener en nuestro corazón. Si es de piedra no es como Dios quiere que lo tengamos pues quiso que lo cambiáramos por uno de carne que Él mismo nos iba a dar, nos da. En caso de aceptarlo con todas sus consecuencias es más que cierto que nuestra conversión, nuestra confesión de fe, será perfecta. Y eso le pedimos a Quien todo lo puede.

Por eso, con esta oración, muy especialmente dedicada al Espíritu Santo, le pedimos a Dios por el don de la sabiduría con el que podremos alcanzar un estado espiritual muy cercano a su corazón.

¿Acaso podemos querer algo mejor para nuestra existencia?

Eleuterio Fernández Guzmán