2.05.14

demonGiotto

Acudimos a León Bloy una vez más, compartiendo algunos unos párrafos de su Exégesis de lugares comunes. Uno de éstos reza “no hay que ver las cosas demasiado negras”, y Bloy reflexiona:

“Un poco, pasablemente y hasta muy negras, si les parece a ustedes, pero no demasiado. Una amable prudencia aconsejaría, más bien, verlas blancas o color de rosa. Tal es, por lo menos, la opinión de X, que no quiere que a los agonizantes se les haga saber la proximidad de la muerte “aunque la deseen”. No lo quiere absolutamente. El coma le parece preferible a la acción de prepararse a morir y la “atroz costumbre” de la extremaunción lo subleva singularmente. Leo estas cosas en una crónica (…) que tiene un público felizmente liberado de las “crueles exigencias de la fe”:“Adoctrinémonos en la piedad, la dulzura y la compasión, inclusive cuando se trata de velar los signos de la muerte que llega a la cabecera del enfermo. Habituémonos menos al sacrificio que a la cortesía benéfica, que aparta de uno las penas inútiles y las aflicciones superfluas”.

Es evidente que habiendo dejado de ser esencial la salvación del alma, el colmo de la cortesía consistiría en despachar a los enfermos sin más trámite, con lo que se les ahorraría seguramente angustias y dolores. Siglos antes de la era cristiana los antiguos habían encontrado ya eso.”

Pero veamos, ¿por qué no pueden verse las cosas demasiado negras, cuando efectivamente lo están, y ya de tanta “cortesía", corremos el riesgo de vivir en la hipocresía?

Tal vez porque como dice el refrán, “a grandes males, grandes remedios”, y si uno no está dispuesto a poner las barbas en remojo para el remedio, sencillamente parece más conveniente no mencionar siquiera los males. Total, todo se arregla enmendando Códigos, ensanchando mangas, aboliendo Mandamientos y sobre todo, mirando para otro punto cardinal, cuando se huele algo podrido en Dinamarca. ¿Con apartar la nariz, el basural desaparecerá quizás, milagrosamente? –¡Pero estamos en Pascua! –Por eso mismo, porque hay Esperanza, y porque la Cruz es plenamente el signo de Victoria, no se la puede ocultar.

Como en una capilla de mi diócesis, en la que por más que uno busque y rebusque, no hay ni una sola cruz, sino un gran Cristo Resucitado en el altar, y al lado de éste, un pequeño pesebre (ya sea Cuaresma, Pascua o Navidad), -¿pero la Cruz?, -Bien, gracias. “¡Porque si ya ha resucitado, no tiene sentido la Cruz!”, responden alegremente los fieles del lugar.

No sé uds., pero como no he muerto aún, yo sigo viviendo en “este valle de lágrimas”, y sigo viendo ojos que lloran, y cruces que pasan, y no creo que sea misericordioso decirles que “nos estropean la fiesta” si les duele su dolor, y que por favor escondan la herida que sangra -a ver si nos mancha-, porque hay que festejar… porque entonces estaríamos transformando la Pascua en una fiesta mundana, y su Luz gozosa en oscuro cinismo.

La Pascua a los católicos nos dice que el dolor y la muerte no tienen la última palabra, pero hay que pasarlos, y ayudar a otros a llevarlos o aliviarlos, muriendo un poco también nosotros, para encontrar juntos la Vida verdadera.

En este tren de argumentación, pues, nos topamos a menudo con “pascualísimos” hermanos que a la sola mención de la palabra demonio, pecado, tentación, cruz, martirio, confesión, reaccionan automáticamente oponiendo el “Bueno, ¡pero tampoco hay que ver el demonio en todas partes!”

Por supuesto que no, y aún más, en realidad preferiría yo no verlo en ninguna parte, pero la verdad es que ciertas realidades no se pueden suprimir a voluntad, ni siquiera por decreto.

Tampoco podemos ver ladrones en todas partes, pero resulta que cada día el índice de delincuencia es más elevado en esta pobre patria mía, y mis amigos “pascuales”, no se arriesgarían a dormir sin poner una buena cerradura en la puerta de sus casas, y poniendo sus bienes materiales a buen recaudo.

Al demonio no hay que mencionarlo porque es “de mal gusto”, pero lo cierto es que cuando miramos una cultura inundada de feísmo, en que se promueve desde la más pequeña infancia la literatura de terror, y miles de jóvenes son aturdidos diariamente con gritos infernales que pretenden ser llamados “música”, y se vive una moda en que la prenda más preciosa es el impudor y la desvergüenza, no hay que ser muy sagaz para no ver que el príncipe de este mundo tiene ministros muy bien capacitados para su gobierno. 

Cuando el matrimonio es profanado habitualmente con el adulterio, la anticoncepción, la muerte de inocentes y la degeneración, y esto pretende ser llamado “derechos del hombre”, no podemos pensar que semejante desorden es casual o fruto del “progreso”.

Nosotros también “preferimos el Paraíso”, pero por eso mismo, mientras no lo tenemos asegurado, es de una insensatez inconcebible querer profesar la fe verdadera y desentenderse del combate contra el demonio y el pecado.  

Y quien teniéndolas a su alcance, no hace debido uso de las armas que la Iglesia nos provee  -especialmente los sacramentos y la oración a nuestra Madre-, no puede decir sinceramente que quiera ese Paraíso. “Obras son amores, y no buenas razones”.

Ahora bien, el enemigo sabe que esta es una guerra -que ya tiene perdida de antemano- y es padre de la mentira y de todo lo que ésta rige: la simulación, el engaño, la confusión, el doblez.  Con católica lucidez, advertía Baudelaire que “el mayor triunfo del demonio es hacernos creer que no existe”, o lo que es lo mismo, que no hay que tener ningún cuidado de sus argucias.

Pero si se trata de un mero personaje decorativo en la Historia de la Salvación, ¿por qué y para qué habrá insistido tanto Nuestro Señor en el Evangelio, sobre la necesidad de vigilancia? Se nos insta a una permanente vigilia de disponibilidad para la llegada de Cristo en el Ultimo día (del mundo y de nuestra vida), y para su venida de cada día.

Velar no es ser pusilánime, por cierto, pero sí estar sobre aviso, y actuar en consecuencia, ser “responsables”, en una época que tanto se pregona la madurez y responsabilidad de los cristianos, y tanto se echa de menos una mayor alusión a las responsabilidades más graves, que ponen en juego la eternidad de las almas.

No hay que ver al demonio en todas partes…pero tampoco hay que olvidar que éste bien se vale a veces de nuestra desidia, haciendo siempre alianzas magníficas con el mundo y la carne, y hasta en los católicos que se creen más fieles.

¿Para quién “juega” un sacerdote que se niega a confesar frecuentemente a una adolescente, presuponiendo que los jóvenes o los niños no pecan mortalmente? 

¿Quién está detrás de una familia que impide u obstaculiza una vocación religiosa o un mayor compromiso apostólico en sus hijos, pretextando que “Dios no pide tanto”?

¿Quién se regocijará, nos preguntamos, ante la reciente prohibición de la peregrinación al santuario de Ntra. Sra. de Pompeya a cientos de fieles vinculados a los Franciscanos de la Inmaculada?. La misma se venía haciendo hace unos 10 años en conformidad con las leyes eclesiales, pero este año debió cancelarse, por sugerencia del comisario apostólico. ¿Quién se regocija, en última instancia, al impedir que sus hijos se acerquen a rezar a las plantas de la Madre de Dios?  “Es inevitable que haya escándalos, pero ¡ay de quien los provoca!” (Lc.17, 1-2)

No obstante es Pascua, sí: y nos conforta la certeza de que todo esto sucede para que se  pruebe la virtud de los fieles; la Providencia divina no está presente sólo en los gozos, sino también -y muy especialmente- en las benditas cruces que santifican a sus hijos. Cristo reina.

Pero esto no nos exime de la vigilancia y el criterio para distinguir convenientemente el trigo de la cizaña; que El nos conceda la gracia de ser siempre trigo, y “que la luz de Cristo, gozosamente resucitado, disipe las tinieblas de la inteligencia y del corazón”.