10.05.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Las lentejas de Esaú

Esaú

Esto está escrito (Gn 25, 20-33)

“20 Tenía Isaac cuarenta años cuando tomó por mujer a Rebeca, hija de Betuel, el arameo de Paddán Aram, y hermana de Labán el arameo. 21 Isaac suplicó a Yahveh en favor de su mujer, pues era estéril, y Yahveh le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca. 22 Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: ‘Siendo así, ¿para qué vivir?’ Y fue a consultar a Yahveh. 23 Yahveh le dijo: ‘Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño.’ 24 Cumpliéronsele los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. 25 Salió el primero, rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. 26 Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se llamó Jacob. Isaac tenía sesenta años cuando los engendró. 27 Crecieron los muchachos. Esaú llegó a ser un cazador experto, un hombre montaraz, y Jacob un hombre muy de la tienda. 28 Isaac quería a Esaú, porque le gustaba la caza, y Rebeca quería a Jacob.

29 Una vez, Jacob había preparado un guiso cuando llegó Esaú del campo, agotado. 30 Dijo Esaú a Jacob: ‘Oye, dame a probar de lo rojo, de eso rojo, porque estoy agotado.’ - Por eso se le llamó Edom. - 31 Dijo Jacob: ‘Véndeme ahora mismo tu primogenitura.’ 32 Dijo Esaú: ‘Estoy que me muero. ¿Qué me importa la primogenitura?’ 33 Dijo Jacob: ‘Júramelo ahora mismo.’ Y él se lo juró, vendiendo su primogenitura a Jacob. 34 Jacob dio a Esaú pan y el guiso de lentejas, y éste comió y bebió, se levantó y se fue. Así desdeñó Esaú la primogenitura”.

Esaú lo tenía todo.

Decir eso pudiera parecer de poca importancia o sostener algo pretencioso. Sin embargo, si tenemos en cuenta que era el primogénito de Isaac y nieto de Abrahám, tenía el futuro más que asegurado pues era el heredero de aquel que estuvo a punto de subir a la Casa del Padre cuando su padre vio como un Ángel le detuvo la mano justo en el momento de ofrecer un sacrificio tan amado como era aquel. Isaac, pues, hijo del sacrificio salvado, había engendrado a Jacob y a Esaú, mellizos de una mujer estéril.

Digamos, antes de seguir, que Dios tiene la sana costumbre de hacer que su poder sea efectivo…¡y lo sea! Por eso, si el Creador tiene a bien que una mujer como Rebeca, llamada aquí estéril, deje de serlo y conciba… pues deja de serlo y concibe. Y no sólo un hijo sino dos. Algo parecido le pasaría, siglos después, a Isabel, mujer de Zacarías (a la que llamaban, también, estéril) cuando concibió (cuando nadie eso esperaba) a Juan, el último profeta de la Antigua Alianza y Precursor de Cristo.

Pues bien, a aquel hombre, Esaú, le debió parecer que ser el primogénito de Isaac era de poca importancia. Le importaba más el vientre.

Esaú fue, sin saberlo, el precursor de una actitud que muchos de aquellos que se dicen cristianos y, en realidad, tienen poco de tales. Incluso dio lugar a una expresión que tiene todo que ver con lo que aquí se pretende decir: venderse por un plato de lentejas.

Es cierto que nos podemos vender al mundo por mucho más que por un plato de lentejas. El siglo tiene mucho que ofrecer a los hijos de Dios para que abandonemos a Quien todo lo creó y mantiene y, ¡válgame Dios!, que muchas veces lo consigue.

Pero también podemos alejarnos del Todopoderoso (que hace cosas como las que hizo con Rebeca o Isabel) por casi nada pues, en realidad, Dios no es tangible y, demasiadas veces, somos como aquellos que pedían a Jesús signos para que mostrara que era el Hijo de Dios. No les bastaba creer que lo era o como los que, en el desierto, pedían al Creador agua o comida y acabaron por decir estaban hartos del “maná” (Nm 11, 6 donde se dice “Nuestros ojos no ven más que el maná”). Vamos, que estaban cansados de aquel alimento que les salvaba la vida y que provenía del Cielo y de Dios.

Sin duda alguna Esaú no pensó mucho lo que hacía. Tan es así que juró, en aquel mismo instante, entregar la primogenitura a su hermano Jacob por un plato de comida que podía haber obtenido, seguramente, en aquel mismo lugar. No es probable que se hubiera muerto de hambre de haber esperado un poco a que estuviera listo todo para comer. Sin embargo, sucumbió a los requerimientos de lo carnal y, ni corto ni perezoso, entregó lo que le hubiera solucionado no sólo aquella comida sino la del resto de sus días. Es bien cierto que luego fue quien dio lugar al pueblo de los edomitas (por el nombre de Edom que refiere el versículo 30 arriba citado) pero no podemos negar que le hubiera ido mejor cumpliendo con la línea hereditaria a la que tenía derecho y a la que renunció por un arrebato hambruno e irreflexivo.

¿Somos, nosotros, otros Esaú?

No hablamos de herencias aunque es bien cierto que, siendo hijos de Dios, también tenemos derecho a los bienes materiales y espirituales que el Padre ha creado para nosotros. Y también es más que probable que por poca cosa (comparada con el Creador todo lo mundano es nada, polvo y humo) miremos para otro lado cuando eso nos ofrece y negamos, así, la voluntad del Todopoderoso y la subordinamos y ponemos después de todo lo que no nos conviene. Y queremos ver, en nuestras acciones equivocadas un reducto de inteligencia cuando, en realidad, no son, sino, expresión de falta de tino espiritual y una ceguera manifiestamente mejorable.

¿Y, si nosotros somos como Esaú, quiénes de nosotros son como Jacob?

Seguramente alguno dirá que aquel hermano del hambriento cazador era muy astuto y supo engañar a quien tanta hambre tenía. Entonces, a lo mejor, nos acordamos de aquello que dijo Jesús de que debíamos ser astutos como serpientes (cf. Mt 10, 16 en referencia a Gn 3, 1) y que, al que esto escribe le parece eso verdad, Esaú no supo mantener algo tan sagrado como era ser el primogénito de su padre y le importó un bledo lo que eso significaba.

No pensó, no pensó… Y es que el Infierno está lleno de buenas intenciones… aunque sean supuestas.

Eleuterio Fernández Guzmán