16.05.14

Escudo papal Francisco

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium, 23)

En la Exhortación Apostólica “Evangelii gaudium”, habla, en un momento determinado, el Santo Padre Francisco de los desafíos a los que nos enfrentamos. Y dice lo que sigue:

No a una economía de la exclusión

53. Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».

54. En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.

No a la nueva idolatría del dinero

55. Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo.

56. Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta.

No a un dinero que gobierna en lugar de servir

57. Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética —una ética no ideologizada— permite crear un equilibrio y un orden social más humano. En este sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos»[55].

58. Una reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar este reto con determinación y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano.

No a la inequidad que genera violencia

59. Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.

60. Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones— cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.

Señalados por el Papa

Estas palabras, que pudieran estar dirigidas a no sabemos dónde ni a quién, apuntan, directamente, a cada uno de los creyentes católicos que las leemos e, incluso, a las que no las leen pero tienen la Ley de Dios en sus corazones.

El Papa Francisco ha dado, por decirlo pronto, en el clavo pues lo que plantea en estos puntos concretos de la Exhortación con, en efecto, desafíos para la Iglesia católica y, entonces, para los fieles que la formamos.

Ciertamente está muy extendida la teoría puramente capitalista según la cual cuando existe desarrollo todos se benefician del mismo. Sin embargo, como muy bien apunta el Santo Padre es lo contrario la verdad pues existen muchas personas excluidas de una economía que, se supone, se hace en beneficio de todos los que constituyen la sociedad. Y eso pasa porque se ha llegado a la aberración de creer que el ser humano creado por Dios es uno más de los bienes de consumo que existen y, como tal, puede prescindirse de Él como si se tratara, en efecto, de otro bien más.

El Papa Francisco se duele de una realidad bien triste con relación a esto y que tiene que ver con una especie de insensibilización hacia el sufrir ajeno pues lo que se ha dado en llamar cultura del bienestar procura, para nosotros, que no esté en nuestro horizonte el qué pasa con el prójimo sino, sólo, lo que nos sucede a nosotros mismos.

¿Y el dinero?

Nadie puede negar que es necesario para vivir. Socialmente, el ser humano basa su existencia en el llamado vil metal.

Sin embargo, una cosa es eso y otra, muy distinta, es que consintamos que se apropie de nuestros corazones y sea el nuevo dios Baal al que nos sometemos.

No extrañe, pues, que el Santo Padre diga y crea que lo que pasa hoy día, la tan definida crisis económica por la que pasamos no sea, en exclusiva, una cuestión de dinero sino, sobre todo, de causas más profundas relacionadas con el ser humano, con la concepción que tiene de sí mismo y, en fin, con aquel que se ha creído que el dinero gobierna sobre su persona en vez de hacer uso de él para servirse de tal instrumento económico.

Es, pues, un desafío, para la Esposa de Cristo difundir la verdad según la cual lo que se requiere es que la reforma económica no esté privada del comportamiento ético de aquellos que la han de llevar a cabo. De otra forma, tan sólo se pondrán parches que no servirán para nada.

El Papa Francisco sabe, y pone el dedo en tal llaga, que la situación por la que pasan muchos millones de personas a las que se consideran pobres por sus especiales circunstancias, no se soluciona excluyéndolas de la sociedad y apartándolas en lo que, muy acertadamente, llama “periferias”. No se soluciona, así, la situación llamada de falta de seguridad que la sociedad actual vive.

El caso es que cuando existen verdaderas desigualdades (reales y bien ciertas) basadas en una falta de equidad aberrante no es poco cierto que se enquista un mal en el corazón de la sociedad que no puede eliminarse, siquiera tratarse, con cataplasmas económicas que sólo ahondan en el daño causado por un sistema económico en el que prima el tener sobre el ser. Otra vez el mal antropológico…

Pero lo que más irrita al Papa Francisco es que, además de la aberrante inequidad existente se cargue sobre las esplendas de los pobres y sus naciones la culpa de todo lo que les pasa como si nada tuviese que ver el sistema económico que rige, para desgracia de muchos, el mundo actual.

¿Existe, pues, un desafío más grande que éste?

Es bien cierto que no puede desconocer el Santo Padre que no es fácil encontrar soluciones a los desafíos que el mundo económico plantea a la sociedad toda. Sin embargo, tampoco desconoce que el cristiano, aquel que se considera discípulo del Hijo de Dios, tiene mucho que decir, y que hacer, a tal respecto.

Por ejemplo, podría dejar (quien lo haga) de adorar, en tantas formas posibles, al dios dinero. Sería una buena forma de empezar…

Eleuterio Fernández Guzmán