21.05.14

 

El cardenal y arzobispo de Barcelona. S.E.R Lluís Martínez Sistach, acaba de pedir que se transforme “todo lo que sea necesario en la Iglesia” con el objetivo de ganar fieles en las grandes ciudades y facilitar la evangelización. Estoy absolutamente de acuerdo. Es más, la Iglesia de Cristo tiene como principales fines tres cosas:

1- Dar gloria a Dios.

2- Llevar el evangelio a los que no lo conocen.

3- Alimentar a los fieles con la verdad y la gracia.

De hecho, los puntos 2 y 3 sirven para cumplir, siquiera en parte, el punto 1. La cuestión es cómo se hace tal cosa. Si se pide que la Iglesia se transforme es porque se cree que algo no funciona bien del todo en la misma.

En Occidente los cristianos tenemos la manía de creer que el mundo entero funciona espiritualmente según los parámetros en los que nos movemos en nuestra civilización. Pero eso no es cierto. Mientras que en nuestros países el catolicismo está retrocediendo, en África y Asia no para de crecer. Por tanto, algo se está haciendo bien en esos continentes que no se hace en Europa y América.

Por otra parte, Cristo ya nos dijo que la semilla del evangelio fructifica solo allá donde hay un campo abonado que la recoja. Es decir, puede darse la circunstancia de que la Iglesia cumpla a la perfección con su misión y no se obtengan los resultados esperados. Pensar que el alejamiento de los fieles es culpa solo de la Iglesia y no del hecho de que los hombres aman “más las tinieblas que la luz” (Jn 3,19) es un grave error. Al fin y al cabo los católicos creemos que la gracia no es irresistible y que Dios ha dado al hombre libre albedrío. Incluso sabemos que Él “de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece” (Rom 9,18). Mas como nosotros no sabemos a quién Dios quiere o deja de querer endurecer, debemos ofrecer la misericordia del evangelio a todos.

Es evidente que hace falta un discernimiento para saber cómo se ha de predicar el evangelio según el “público” que tengamos delante. San Pablo mismo no actuaba de igual manera cuando predicaba a judíos que cuando lo hacía a paganos. Si entraba en una sinagoga, se dedicaba a demostrarles que en Cristo se cumplían todas las profecías del Mesías. Cuando se acercó al Ágora de Atenas, les predica acerca del Dios desconocido para ellos.

¿Qué nos encontramos en las grandes ciudades? ¿a los “neojudíos” que han oído hablar alguna vez del evangelio y lo han rechazado o a los que nunca han tenido noción de quién es Jesucristo? Sin duda, se dan ambos casos. Y no es fácil saber qué toca en cada momento.

Sea como sea, la evangelización siempre ha de partir de unas premisas que ya indicaron Jesucristo y los apóstoles. A saber, se empieza por comunicar al hombre que está en condición de pecado y necesita arrepentirse. Eso ha de explicarse no en clave condenatoria sino salvífica. No siempre es necesario decir “te vas a condenar en el infierno eterno, pedazo de miserable, a menos que te arrepientas y pases a ser una persona decente". Si digo que no siempre, es porque puede que haya ocasiones en las que la contundencia sea oportuna. Si ustedes leen lo que predicaba San Juan Bautista antes de la aparición pública del Mesías, no verán palabras suaves, dulces y oníricas, sino un mensaje claro y directo. Y la gente se convertía.

Con todo, lo que seguro que no podemos hacer es predicar el evangelio partiendo de la base de que “todo el mundo es bueno” y/o “Dios te ama tanto que le da lo mismo que vivas en pecado o en santidad". Cristo vino no solo a liberarnos de las consecuencias temporales y eternas del pecado sino para darnos la gracia suficiente para dejar de vivir en pecado. Esa es la labor del Espíritu Santo, que transforma nuestro ser entero a imagen de Cristo si es que en verdad le permitimos hacerlo.

Hay mucha gente que es consciente de que vive atrapada por el mal en sus vidas. Envidias, rencores, falta de empatía, incapacidad de amar, adulterios -no todo es “felicidad mundana” en el adúltero-, familias rotas, odios entre hermanos, vicios incontrolables etc. A todas esas personas el evangelio supone mucho más que una salvación eterna que todavía no son capaces de vislumbrar porque viven en un presente infernal. Para ellas, el evangelio es salvación aquí y ahora del círculo vicioso de muerte en el que están inmersos.

Cristo, y la Iglesia con Él, es libertad para el oprimido por el pecado y la mentira. La verdadera transformación de la Iglesia no puede consistir en otra cosa que no sea en perfeccionarse más y más para parecerse a su Señor. Cuanto más brille su santidad, más fruto recogerá en esta generación. Una santidad que va de la mano con la verdad y la caridad.

Conclusión. Para que podamos cumplir el deseo del cardenal Sistach, solo hay una fórmula: Iglesia, sé tú misma. Sé aquello a lo que Dios te ha llamado a ser.

Luis Fernando Pérez Bustamante