30.05.14

Escudo papal Francisco

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium, 23)

En los siguientes artículos vamos a tratar de comentar la primera Carta Encíclica del Papa Francisco. De título “Lumen fidei” y trata, efectivamente, de la luz de la fe.

Los que nos precedieron en la fe

Abrahán, nuestro padre en la fe

8. La fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer lugar en el Antiguo Testamento. En él, Abrahán, nuestro padre en la fe, ocupa un lugar destacado. En su vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe adquiere un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como el Dios de una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con el hombre y establecer una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre.

9. Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer lugar es una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva, comienzo de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado. La visión que la fe da a Abrahán estará siempre vinculada a este paso adelante que tiene que dar: la fe « ve » en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la Palabra de Dios. Esta Palabra encierra además una promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de un gran pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17). Es verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la esperanza.

10. Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de esta Palabra. La fe entiende que la palabra, aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo que hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido fundamento. Por eso, la Biblia, para hablar de la fe, usa la palabra hebrea ’emûnah, derivada del verbo’amán, cuya raíz significa « sostener ». El término ’emûnah puede significar tanto la fidelidad de Dios como la fe del hombre. El hombre fiel recibe su fuerza confiándose en las manos de Dios. Jugando con las dos acepciones de la palabra —presentes también en los correspondientes términos griego (pistós) y latino (fidelis)—, san Cirilo de Jerusalén ensalza la dignidad del cristiano, que recibe el mismo calificativo que Dios: ambos son llamados « fieles »[8]. San Agustín lo explica así: « El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete; Dios es fiel dando lo que promete al hombre »[9].

11. Un último aspecto de la historia de Abrahán es importante para comprender su fe. La Palabra de Dios, aunque lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto ajena a la propia experiencia del patriarca. Abrahán reconoce en esa voz que se le dirige una llamada profunda, inscrita desde siempre en su corazón. Dios asocia su promesa a aquel « lugar » en el que la existencia del hombre se manifiesta desde siempre prometedora: la paternidad, la generación de una nueva vida: « Sara te va a dar un hijo; lo llamarás Isaac » (Gn 17,19). El Dios que pide a Abrahán que se fíe totalmente de él, se revela como la fuente de la que proviene toda vida. De esta forma, la fe se pone en relación con la paternidad de Dios, de la que procede la creación: el Dios que llama a Abrahán es el Dios creador, que « llama a la existencia lo que no existe » (Rm 4,17), que « nos eligió antes de la fundación del mundo… y nos ha destinado a ser sus hijos » (Ef 1,4-5). Para Abrahán, la fe en Dios ilumina las raíces más profundas de su ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en el origen de todas las cosas, y confirmar que su vida no procede de la nada o la casualidad, sino de una llamada y un amor personal. El Dios misterioso que lo ha llamado no es un Dios extraño, sino aquel que es origen de todo y que todo lo sostiene. La gran prueba de la fe de Abrahán, el sacrificio de su hijo Isaac, nos permite ver hasta qué punto este amor originario es capaz de garantizar la vida incluso después de la muerte. La Palabra que ha sido capaz de suscitar un hijo con su cuerpo « medio muerto » y « en el seno estéril » de Sara (cf. Rm 4,19), será también capaz de garantizar la promesa de un futuro más allá de toda amenaza o peligro (cf. Hb 11,19; Rm 4,21).

La fe de Israel

12. En el libro del Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La fe nace de nuevo de un don originario: Israel se abre a la intervención de Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es la llamada a un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida. El amor divino se describe con los rasgos de un padre que lleva de la mano a su hijo por el camino (cf. Dt 1,31). La confesión de fe de Israel se formula como narración de los beneficios de Dios, de su intervención para liberar y guiar al pueblo (cf. Dt 26,5-11), narración que el pueblo transmite de generación en generación. Para Israel, la luz de Dios brilla a través de la memoria de las obras realizadas por el Señor, conmemoradas y confesadas en el culto, transmitidas de padres a hijos. Aprendemos así que la luz de la fe está vinculada al relato concreto de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios y al cumplimiento progresivo de sus promesas. La arquitectura gótica lo ha expresado muy bien: en las grandes catedrales, la luz llega del cielo a través de las vidrieras en las que está representada la historia sagrada. La luz de Dios nos llega a través de la narración de su revelación y, de este modo, puede iluminar nuestro camino en el tiempo, recordando los beneficios divinos, mostrando cómo se cumplen sus promesas.

13. Por otro lado, la historia de Israel también nos permite ver cómo el pueblo ha caído tantas veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo contrario de la fe se manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno. Martin Buber citaba esta definición de idolatría del rabino de Kock: se da idolatría cuando « un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro »[10]. En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades, porque los ídolos « tienen boca y no hablan » (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos. Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: « Fíate de mí ». La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios. He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos.

14. En la fe de Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador. El pueblo no puede ver el rostro de Dios; es Moisés quien habla con YHWH en la montaña y transmite a todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador, Israel ha aprendido a caminar unido. El acto de fe individual se inserta en una comunidad, en el « nosotros » común del pueblo que, en la fe, es como un solo hombre, « mi hijo primogénito », como llama Dios a Israel (Ex 4,22). La mediación no representa aquí un obstáculo, sino una apertura: en el encuentro con los demás, la mirada se extiende a una verdad más grande que nosotros mismos. J. J. Rousseau lamentaba no poder ver a Dios personalmente: « ¡Cuántos hombres entre Dios y yo! »[11]. « ¿Es tan simple y natural que Dios se haya dirigido a Moisés para hablar a Jean Jacques Rousseau? »[12]. Desde una concepción individualista y limitada del conocimiento, no se puede entender el sentido de la mediación, esa capacidad de participar en la visión del otro, ese saber compartido, que es el saber propio del amor. La fe es un don gratuito de Dios que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse, para poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la salvación.

Lumen fidei

El Capítulo Primero de Lumen fidei lleva por título “Hemos creído en el amor” (en referencia a 1 Jn 4,16) y el Papa Francisco dedica los primeros números del mismo a hablarnos de aquellos que, siendo el pueblo elegido por Dios, el judío, nos precedieron en la fe.

Es muy conocida (y, a veces criticada por desavisados) la relación que siempre ha mantenido el Papa Francisco (por ejemplo, en su etapa de Arzobispo de Buenos Aires, Argentina) con el pueblo judío y, en concreto, con alguno de los miembros del que fuera pueblo elegido por Dios.

No extraña, para nada, que haya una sustancial parte de Lumen fidei (Lf desde ahora) que trate, precisamente, la cuestión de la intervención de tal pueblo en el Plan de Dios pues ha sido, y es (diríamos) fundamental en cuanto a transmisor de la creencia en Dios Todopoderoso.

Pues bien, no es poco cierto que a Abrahán se le conoce como padre en la fe de tres pueblos: el judío, el cristiano y el musulmán. Por eso es contemplado en el número 8 de Lf como lo que es.

En realidad, no se puede entender la vida espiritual del pueblo cristiano sin comprender la que tuvo y manifestó el pueblo judío y, con él, el padre de su fe.

Y es que, cuando Dios comunica a Abrahán lo que ha de hacer hace lo propio con la parte de la humanidad que el Creador había escogido para ser la transmisora de su Pensamiento y su Palabra. Y era, también, promesa de un futuro bueno y mejor. Por eso Abrahán se fía de la Palabra de Dios, confía en Aquel que se dirigió a él para que lo abandonase todo y lo condujese hacia una mejor tierra.

A este respecto, dice el Papa Francisco algo que es muy importante en cuanto a la propia naturaleza del ser humano. Abrahán se da cuenta de que no era una novedad total para él que Dios lo llamase pues sentía como que siempre había tenido en su corazón una especie de resto espiritual que Aquel que le llamaba había puesto en el mismo pues el Creador eso hace con todo ser humano. Así, el cumplimiento de la voluntad de Dios (que es lo que Abrahán había hecho) le lleva hasta el propio sacrificio de Isaac, su hijo.

Y, luego, la fe del pueblo de Israel lo lleva por el camino escogido por Dios. Es cierto que el camino iba a ser largo pero la promesa del Creador, siempre cumplida por su santa fidelidad, era un buen fin a perseguir.

La promesa la cumple Dios muchas veces a lo largo de aquel caminar y de aquel camino. Siempre dispuesto a preservar a su pueblo de lo que le aleje de Él. Y todo aquello se transmite de padres a hijos, de generación en generación hasta llegar a nosotros.

Pero, como es sabido (lo dicen las mismas Sagradas Escrituras) el pueblo de Israel no siempre fue fiel. ?Acaso lo somos nosotros siempre?

Muchas veces se someten a los ídolos que habían abandonado en su antigua tierra. Y no perseveran en la fe en Dios Único y Todopoderoso.

Lo que le sucede a aquel pueblo es que no acaba de confiar en Dios y, de tanto en tanto, vuelven por donde solía andar en etapas anteriores de su existencia. Quiere, en efecto, ponerse ante Dios pero por delante del Creador y, ante los ídolos vacíos por los quieren entregar su vida, se postran de rodillas o en adoración sin darse cuenta de que sólo en Dios ha de encontrar salida a su situación espiritual. Es un pueblo débil que el Todopoderoso quiere formar en total virtud.

No olvida el Papa Francisco una persona muy importante en la historia y vida del pueblo de Israel: Moisés.

Actúa, aquel judío que ejerció de tal en un momento muy delicado de su vida, como mediador entre Dios y su pueblo. Es el único que está en relación directa, directísima, con el Creador. A él transmite la Ley divina y a él le procura sabiduría para hacer lo que debía hacer. Además, supone, siendo esto muy importante, el paso de una fe individual a una fe comunitaria, de pueblo unido por la mano del Creador.

Y es que aquel pueblo que, no sin dudas en la fe, supo encarar el camino que Dios le había propuesto recorrer, constituye, para nosotros discípulos de Cristo, nos preparó una senda para encarar nuestra existencia de pueblo elegido, Nueva Alianza con el hombre a través del Hijo y nos procuró una fe en la que encontrarnos.

Eleuterio Fernández Guzmán