16.06.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Oración de confianza en el Sagrado Corazón de Jesús.

Sagrado Corazón de Jesús

”Oh Divino Jesús que dijiste: ‘Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra, y a quien llama se le abre’. Mírame postrado a tus plantas suplicándote me concedas una audiencia. Tus palabras me infunden confianza, sobre todo ahora que necesito que me hagas un favor:

(Se ora en silencio pidiendo el favor)”

Hay oraciones que no son extensas. Podríamos decir que constan de una intención que pudiera parecer sencilla y simple pero que, por eso mismo, nos sale del corazón, de bien dentro del corazón.

Nosotros, hermanos de Jesús, conocemos que su corazón también, además de ser misericordioso, sufrió mucho en su vida. Lo hizo, seguramente, ante la incomprensión de su predicación y sufrió, también, en el momento supremo de su Pasión Santa cuando vio que era abandonado por aquellos a los que más quería. No todos, sabemos, hicieron eso y tal verdad consoló al Hijo de Dios.

Pero, el caso es que el Corazón de Cristo encierra todo lo bueno que pueda atesorar un corazón. Eso lo sabemos porque entendemos y creemos que tiene entrañas de misericordia la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y nada hay que sea más entraña que el corazón mismo, espacio que bombea, el suyo, la sangre divina y donde tiene el tiempo el propio Espíritu Santo.

Pues bien, mostramos creer en Cristo y que confiamos en lo que es y será siempre para nosotros: Dios hecho hombre, hombre hecho hermano y Espíritu hecho Defensor de los que el Creador entregó para que cuidara y mostrara el camino recto hacia el definitivo Reino de Dios tras haber implantado, en la tierra, el susodicho Reino del Padre.

Confiamos en Cristo. Por eso nos dirigimos a Él en las necesidades más acuciantes. Sabemos, también, que seremos muy escuchados pero correspondidos en lo que en verdad nos convenga. Y por eso no dudamos de la bondad de Cristo ni de su intercesión ante Dios Nuestro Señor pues es bien cierto que no todo lo que pedimos nos conviene pues, al no tener la visión completa de nuestra existencia, el devenir, simplemente, se nos escapa.

Pues bien, ante una acuciante necesidad, pedimos a Cristo que cumpla con lo que dijo. Sabemos que lo hará y que por eso cuando pedimos en su nombre, Dios nos escucha; cuando llamamos a la puerta de su Corazón, Sagrado, siempre nos abrirá para que entremos y veamos, como le pasó a los discípulos que eso le preguntaron, dónde vive y que, por último, cuando le busquemos en la oración, en ésta, siempre lo encontraremos a la escucha de nuestras peticiones.

Jesús, hermano nuestro, cuando te pedimos porque te necesitamos, es porque estamos seguros que estás ahí, esperando como quien sabe que en algún momento, quien te necesita llamará a tu puerta (como hizo aquel que insistía en que su amigo le entregara unos panes porque tenía visita y él no tenía). Lo haremos con paciencia y perseverancia pues no podemos cansarnos de llamarte y de pedirte lo que creemos es necesidad nuestra.

Suplicamos a Cristo que nos escuche. Suplicamos porque sólo suplicando será atendida nuestra petición. Y suplicamos porque sabemos que no somos nada ante Él y lo hacemos, pues, con humildad.

Nada somos y todo lo esperamos de Cristo. ¡Qué grande es Dios con su Misericordia!

Eleuterio Fernández Guzmán