28.06.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Esto está escrito (1 Re 3, 5-15)

Rey Salomón

“5 En Gabaón, el Señor se apareció a Salomón en un sueño, durante la noche. Dios le dijo: “Pídeme lo que quieras". 6 Salomón respondió: ‘Tú has tratado a tu servidor David, mi padre, con gran fidelidad, porque él caminó en tu presencia con lealtad, con justicia y rectitud de corazón; tú le has atestiguado esta gran fidelidad, dándole un hijo que hoy está sentado en su trono.

7 Y ahora, Señor, Dios mío, has hecho reinar a tu servidor en lugar de mi padre David, a mí, que soy apenas un muchacho y no sé valerme por mí mismo. 8 Tu servidor está en medio de tu pueblo, el que tú has elegido, un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular. 9 Concede entonces a tu servidor un corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal. De lo contrario, ¿quién sería capaz de juzgar a un pueblo tan grande como el tuyo?’.

10 Al Señor le agradó que Salomón le hiciera este pedido, 11 y Dios le dijo: ‘Porque tú has pedido esto, y no has pedido para ti una larga vida, ni riqueza, ni la vida de tus enemigos, sino que has pedido el discernimiento necesario para juzgar con rectitud, 12 yo voy a obrar conforme a lo que dices: Te doy un corazón sabio y prudente, de manera que no ha habido nadie como tú antes de ti, ni habrá nadie como tú después de ti. 13 Y también te doy aquello que no has pedido: tanta riqueza y gloria que no habrá nadie como tú entre los reyes, durante toda tu vida. 14 Y si vas por mis caminos, observando mis preceptos y mis mandamientos, como lo hizo tu padre David, también te daré larga vida’.

15 Salomón se despertó, y comprendió que había tenido un sueño. Luego regresó a Jerusalén y se presentó ante el Arca de la Alianza del Señor; ofreció holocaustos y sacrificios de comunión, e hizo un banquete para todos sus servidores.

Aquel joven Rey podía haber pedido a Dios mucho. En realidad lo único que no tenía era lo que le pidió…

Tenemos que pensar que Salomón era hijo del Rey David, Nada menos que de aquel que, aún habiendo sido pecador (¿quién no lo es?, pero, para el caso, ver 2 S, 11) era el ejemplo de un Rey recomendable (en cuanto a gobernante), a quien el pueblo de Israel confió su vida y su hacienda.

Y es que Salomón, que acabaría construyendo el tempo de Jerusalén, era un rey muy poderoso. Y, podríamos decir, se dirigía a Dios, como tal.

Sin embargo, aquel hombre, hijo de aquel que fue importante para la historia del pueblo elegido por Dios, prefería otras cosas que no fuesen el poder y el ostentarlo como poderoso en la tierra. Digamos que Salomón prefería lo que, de verdad, importaba a Dios.

Aquel hombre, joven rey que se encuentra, digamos, ante una papeleta difícil de resolver, recibe en un sueño la voz de Dios.

Digamos, antes de seguir, que la forma de recibir las indicaciones en el pueblo de Israel no eran del tipo ordinario sino mediante sueños. Eso mismo, por ejemplo, le pasaría a José, desposado con María. Y qué decir tiene que tanto uno como otro están absolutamente seguros de que no se trata de ninguna alucinación sino que, en efecto, se han dirigido a ellos Quien puede hacerlo o través de alguien que tiene el mandato de Dios.

Pues bien, Salomón, como hiciera Moisés en el Monte o Abrahám allí donde vivía, habla con Dios en aquel sueño pero sabiendo que lo que le pasa es verdad y cierto. Y Dios, que sabe que es de buena ley y es fiel al Creador, le ofrece la posibilidad de pedirle. ¿Qué haríamos nosotros en una tal situación?

Pues no. Salomón no hizo lo que haría el común de los mortales.

Es cierto que cualquiera podría decir que aquel rey, aunque joven aún, tenía mucho poder y que, al fin y al cabo, bienes materiales tampoco necesitaba. Sin embargo, no es menos cierto que, teniendo en cuenta los tiempos convulsos en los que vivía, podría haberle pedido diligencia militar, observancia del enemigo, etc. Pero no. Salomón fue, directamente, al corazón de Dios.

¿Qué necesitaba un rey que, además, entonces, era, también, juez y tenía que hacer frente a lo que se le presentara?

Si no era, en exceso, sabio, le debía pedir sabiduría para discernir entre el bien el mal pues tal es una forma inmejorable de gobernar a un pueblo.

Y eso fue, precisamente, lo que le pidió.

Pero fue más lejos pues le pidió tener un corazón comprensivo.

Sin duda alguna, aquel hombre quería ser buen rey pues es de esperar que en aquella época el poder, quien lo tenía, era verdaderamente omnínodo y se podía hacer, con él, literalmente, lo que le viniese en gana a quien lo ostentase.

Pero Salomón le pide a Dios tener un corazón comprensivo y que, por tanto, ante las situaciones en las que se encontrara pudiera más comprender al prójimo que su propia voluntad de rey y poderoso. Y eso, dicho pronto, no era, ni es, fácil pues más que conocido es el comportamiento de muchos de los poderosos que en el mundo han sido y son siendo, en muchos casos una lucha donde siempre vence el poder a la comprensión hacia el prójimo que, además, puede ser enemigo político de quien lo ostenta.

¿Y Dios, qué hace Dios?

Cuando el Creador, en aquel sueño, se da cuenta de que quien podía pedir lo mundano pide algo que es necesario pero a lo que no siempre se presta atención, no sólo le concede la sabiduría pedida sino las riquezas que no pidió pero que Dios sabía también necesitaría. Todo a cambio de lo hace Salomón y que no es otra cosa que visitar el corazón del Todopoderoso y darse cuenta de su voluntad y la necesidad que tiene para con sus hijos.

Y ante esto ¿qué haríamos nosotros?

Es cierto que no somos Salomón pero, por otra parte, tampoco podemos negar que sí sabemos lo que Dios quiere de nosotros o, al menos, lo que de nosotros espera.

Eleuterio Fernández Guzmán