1.07.14

Un amigo de Lolo – La alegría de saberse hijo de Dios

A las 12:16 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Un amigo de Lolo

Presentación

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

La alegría de saberse hijo de Dios

“¿Dónde vas, corazón, tan loco de alegría, que tiras hacia lo alto como si hubieran enganchado el manojo entero del hombre de los globos ”
Manuel Lozano Garrido, Lolo
Bien venido, amor (863)

¡Hacia arriba, hacia arriba!

Así ha de ir siempre el hijo de Dios, por mucho que le pueda acontecer de negativo en su vida y existencia diaria.

Digamos que considerar nuestra existencia según el punto de vista de la fe que tenemos debería ser algo más que una opinión como otra cualquiera. Es más, debería ser la causa de todo nuestro pensamiento y todo nuestro hacer.

Consideramos, por ejemplo, qué somos.

Muchas veces hemos dicho, porque lo creemos, que somos hijos de Dios.

Eso está muy bien. Primero porque es verdad y, segundo, porque no desdice, para nada, de nuestra realidad propia como seres humanos.

Pues bien, decir eso y quedarse ahí, sin que tenga consecuencia alguna en nuestro ordinario vivir, es como quedarse mirando a la luna y no darse cuenta de lo bien puesta que está ahí y de la influencia que también tiene en la vida de la Tierra.

Por tanto, el hecho de ser hijos de Dios ha de producir en nosotros una especie de empuje que nos ate, definitivamente, al Creador. Y eso ha de transmitirse a cada uno de los que nos rodean o, más allá, a toda la humanidad por la comunión que mantenemos por ser, toda, hija de Dios. ¡Mirar hacia arriba, hacia lo más alto de la existencia!

Alegría del corazón que no ha de esconderse bajo el celemín porque sería como privar de la luz a quien, a lo mejor, la necesita y no sabe dónde acudir para no seguir en la tiniebla en la que vive y existe; tiniebla que, además, le veta la entrada en la vida eterna porque no sabe a qué atenerse en tal sentido.

Pero nosotros, alegres por reconocernos hijos de Dios, no podemos, sino, ir por el mundo con la cara bien alta (aunque te la partan; es más, más aún si te la parten por tal causa) por saber que, eso mismo, nos legitima para ser sus herederos. Él ya nos entregó la Tierra para la sometiéramos pero ahora, tras la muerte de Cristo, su Hijo, en aquella Cruz de sangre y Vida Eterna, nos ha entregado la vida en la que no se muere y dura para siempre, siempre, siempre.

Alguien habrá a quien eso no le dé importancia pero nosotros, aquellos discípulos de Cristo que somos, eso, discípulos del Maestro y Mesías de Nazaret, no podemos, no debemos, hacer otra cosa que no sea proclamar a los cuatro vientos (y más si hubiera) que ser hijos de Dios, reconocerlo y comprender lo que eso significa, es lo más grande que nos ha pasado. Y así, caminar hacia el definitivo Reino de Dios vienen su luz de cerca, más cerca aún, desde nuestro mismo corazón iluminando.

Eleuterio Fernández Guzmán