5.07.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Esto está escrito ( 2 Reyes 5, 1-14 )

Naamán el sirio

1 Naamán, general del ejército del rey de Arám, era un hombre prestigioso y altamente estimado por su señor, porque gracias a él, el Señor había dado la victoria a Arám. Pero este hombre, guerrero valeroso, padecía de una enfermedad en la piel.

2 En una de sus incursiones, los arameos se habían llevado cautiva del país de Israel a una niña, que fue puesta al servicio de la mujer de Naamán.

3 Ella dijo entonces a su patrona: “¡Ojalá mi señor se presentara ante el profeta que está en Samaría! Seguramente, él lo libraría de su enfermedad”.

4 Naamán fue y le contó a su señor: “La niña del país de Israel ha dicho esto y esto”.

5 El rey de Arám respondió: “Está bien, ve, y yo enviaré una carta al rey de Israel”.

Naamán partió llevando consigo diez talentos de plata, seis mil siclos de oro y diez trajes de gala, 6 y presentó al rey de Israel la carta que decía: “Al mismo tiempo que te llega esta carta, te envío a Naamán, mi servidor, para que lo libres de su enfermedad”.

7 Apenas el rey de Israel leyó la carta, rasgó sus vestiduras y dijo: “¿Acaso yo soy Dios, capaz de hacer morir y vivir, para que este me mande librar a un hombre de su enfermedad? Fíjense bien y verán que él está buscando un pretexto contra mí”.

8 Cuando Eliseo, el hombre de Dios, oyó que el rey de Israel había rasgado sus vestiduras, mandó a decir al rey: “¿Por qué has rasgado tus vestiduras? Que él venga a mí y sabrá que hay un profeta en Israel”.

9 Naamán llegó entonces con sus caballos y su carruaje, y se detuvo a la puerta de la casa de Eliseo.

10 Eliseo mandó un mensajero para que le dijera: “Ve a bañarte siete veces en el Jordán; tu carne se restablecerá y quedarás limpio”.

11 Pero Naamán, muy irritado, se fue diciendo: “Yo me había imaginado que saldría él personalmente, se pondría de pie e invocaría el nombre del Señor, su Dios; luego pasaría su mano sobre la parte afectada y curaría al enfermo de la piel.

12 ¿Acaso los ríos de Damasco, el Abaná y el Parpar, no valen más que todas las aguas de Israel? ¿No podía yo bañarme en ellos y quedar limpio?”. Y dando media vuelta, se fue muy enojado.

13 Pero sus servidores se acercaron para decirle: “Padre, si el profeta te hubiera mandado una cosa extraordinaria ¿no la habrías hecho? ¡Cuánto más si él te dice simplemente: Báñate y quedarás limpio!”.

14 Entonces bajó y se sumergió siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios; así su carne se volvió como la de un muchacho joven y quedó limpio.

Naamán el sirio – Sin acepción de personas que libremente crean

Nada en las Sagradas Escrituras carece de sentido y todo está inspirado por Dios que todo lo conoce y sabe. Por eso el nombre de esta persona, Naamán, tendrá un eco en las palabras de Cristo.

“Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio”.

Estas palabras las pronuncia el Hijo de Dios y las recoge el evangelista San Lucas en el versículo 27 del capítulo 4 de su evangelio. Y lo dice Jesús en un contexto bien determinado: en Nazaret, su pueblo, estaba en la sinagoga y, como ejemplo de lo que significa ser profeta y no serlo en su pueblo, puso el de que fue curado en los tiempos citados y que, precisamente, no era hijo de Israel. Eso, claro, enfureció a muchos de los que le escuchaban y quisieron despeñarlo…

Pues bien, el caso de Naamán es uno que viene a mostrar la voluntad salvadora de Dios.

Evidentemente aquel hombre no era vecino del pueblo elegido por Dios y para un judío, más para uno que fuera considerado “sabio” o entendido de la Ley del Creador, era difícil sostener que podía ser curado por la bondad del Misericordioso y Todopoderoso. Pero Dios tenía otros planes para la humanidad que, además, había creado.

Como Dios crea a todo ser humano, no es de extrañar que quiera que todos se salven y, claro, que se curen cuando padezcan alguna enfermedad de las consideradas difíciles de curar. Y Naamán se encontraba en un caso parecido.

Es cierto que el Creador se sirve, como instrumentos, de quien quiere para transmitir su voluntad. Y eso hace con aquella niña que había sido tomada en la incursión de los arameos. Por eso es ella quien acude a quien, entonces, era su señora (la esposa de Naamán) para confiarle que la visita al profeta de Samaria (Eliseo) será, con toda seguridad, la solución para la enfermedad de su esposo.

No lo duda. Aquella niña, que de edad no podía ser muy avanzada lógicamente, tiene puesta toda su confianza en el Creador y, por eso, en su profeta. Tiene fe y eso le hace ver a Naamán que, incluso aunque él no crea, siquiera, en el Creador, y sea considerado pagano para el pueblo de Israel, también Dios tendrá consideración con quien es su hijo.

Y Naamán acude a la tierra contra la que había luchado tiempo atrás.

Pero aquel hombre, que era pagano, por eso mismo, no veía, con toda seguridad, nada bien que el que era profeta ni siquiera saliera a recibirlo. Quería ver el poder de Dios en persona, sin intermediarios. Y esperaba algo más. No le valían las palabras dichas por Eliseo.

Sin embargo, tenía la inestimable ayuda de los menores, de los inferiores, de los menos considerados socialmente: sus sirvientes. Ellos sí creen en lo que dice el profeta y, con lógica aplastante, le plantean a Naamán que de haberle dicho que hiciera algo grande lo hubiera hecho sin dudar pero como lo que se le pedía era, al menos, un poco de confianza, eso lo veía como algo a no tener en cuenta…

Pero Naamán, al fin, hace caso a lo que le dice Eliseo. Y va y se baña siete veces en el Jordán (río sagrado donde, precisamente, Juan bautizada e hizo lo propio con Jesús). Queda curado. Dios lo cura.

En efecto, el Creador no puede tener en cuenta que algunos de sus hijos no crean en Él. Ha de preferir, con toda seguridad, que sí crean y que confíen en su intervención en sus vidas. Sin embargo, entiende que algunos, simplemente, no lo conocen y otros, que lo han conocido, lo han olvidado. Y Él los/nos quiere a todos y a cada uno de nosotros.

Por eso Naamán queda curado.

Al Creador, que lo puede todo porque es Todopoderoso, no le podía ser imposible curar al soldado arameo de la enfermedad que padecía en su piel. Y lo cura porque sabe que en todo lo que hace puede verse su gloria y, a partir de tales circunstancias, es posible que una persona pueda cambiar de forma de ver las cosas referidas al espíritu y a la creencia.

A Naamán le pasa algo de eso: antes no creía o, mejor, creería en sus propios dioses. Necesitaba un echo tan fuerte y tan importante en su vida que le hiciera cambiar de pensamiento acerca de sus creencias. Y a fe que le sucedió.

Y, luego, agradecido, vuelve donde Eliseo para ofrecerle regalos que no acepta el profeta. Él sólo quería uno y era la conversión del pagano Naamán. Y, ciertamente, lo consigue (2 Re 5, 15):

“Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, a no ser en Israel.

Y es que Dios, en verdad, no hace acepción de personas.

Eleuterio Fernández Guzmán