6.07.14

 

Dado que uno de los tesoros más grandes de la fe católica son los padres de la Iglesia -entendiendo como tales los de todo el periodo patrístico-, conviene que leamos algunas de sus enseñanzas. Hoy os traigo citas de San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla. Concretamente de su “XVIII HOMILÍA encomiástica en honor de nuestro Padre, entre los santos EUSTACIO, Arzobispo de la gran Antioquía“.

Observa además la malicia del demonio. Porque como hacía poco que se había acabado la guerra contra los paganos, y todas las iglesias habían descansado de las pasadas y continuas persecuciones, no había pasado aún mucho tiempo de que habían sido clausurados los templos y destruidos los altares de los ídolos, y la rabia entera de los demonios había sido deshecha, y todo esto entristecía al diablo malvado y no lo podía llevar en paz, ¿qué hizo? ¡Echó encima otra guerra, guerra difícil! Porque la anterior había sido exterior, pero esta otra fue intestina; y esta clase de guerras son muy difíciles de precaver, y vencen con facilidad a aquellos que en ellas incurren.

¿Les suena a ustedes de algo la idea de que tan peligrosa, o más, es la “guerra” contra los que persiguen la Iglesia llenando el cielo de mártires, como la “guerra” interna, que en multitud de ocasiones tiene como base la extensión de la herejía?

Porque bellamente le había enseñado la gracia del Espíritu Santo, que el obispo de una iglesia no ha de cuidar únicamente de aquella que le encomendó el mismo Espíritu Santo, sino de cualquiera otra del universo. Esto lo deducía él de las preces sagradas. Porque si es necesario, decía, hacer oración por la iglesia católica desde unos términos de la tierra hasta otros, mucho más habrá que tener cuidado con ella, y tener solicitud por todos los fieles e inquietarse por todos ellos. Lo que le acontecía a Esteban eso mismo le acontecía a este bienaventurado. Pues así como por no poder resistir a la sabiduría de Esteban los judíos lo lapidaron, así éstos, por no poder resistir a la sabiduría de aquél, como vieran bien fortificadas sus defensas, finalmente echaron de la ciudad al pregonero de la verdad.

Como ven ustedes, el obispo de una diócesis no tiene solo el deber de velar por los fieles que le han sido encomendados sino por todos los demás. Eso lo enseña también el Concilio Vaticano II en la Lumen Gentium, 23:

 

Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la institución y precepto de Cristo, están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal.

Eso quiere decir que si un obispo ve que algo o alguien atenta contra la salud espiritual del pueblo de Dios, tiene el deber de intervenir. Ni que decir tiene que corresponde al Obispo de Roma el papel principal en esa tarea. Pero es de todo punto imposible que el Papa sepa lo que ocurre en todas las diócesis del mundo. Ni siquiera en todos los países. Por ejemplo, si en una televisión española aparece un sacerdote, religioso o monja, arremetiendo contra la fe de la Iglesia, ¿de verdad alguien piensa que hay que esperar a que el Santo Padre, o algún organismo de la Curia, intervenga? ¿No le corresponderá más bien esa tarea al obispo donde dicho heterodoxo vive o, si permanece silente, al resto de obispos del país?

Mas no por esto calló su voz. Porque aunque él fue arrojado de la ciudad, el discurso de su enseñanza no pudo ser arrojado. Del mismo modo Pablo fue atado, pero la palabra de Dios no fue atada. Estaba éste lejos de nosotros, mas sus enseñanzas permanecían con nosotros. Entonces, saliendo los enemigos en haz apretado, se echaron encima a la manera de un torrente invernal y poderoso; pero ni arrancaron las plantas, ni detuvieron la simiente, ni destrozaron el sembrado: ¡tan sabia y bellamente la piedad había arraigado bajo el cultivo de aquél!

Es claro que en una batalla, el enemigo no se queda de brazos cruzados cuando los generales del ejército propio actúan. En la batalla contra el error, cuando un pastor osa plantar cara a los herejes, se le echan encima con rabia. Incluso puede que le saquen del circuito de los medios de comunicación. Pero su enseñanza no la pueden vencer. Permanece con el pueblo fiel.

Por esta misma razón permitió Dios que el bienaventurado Eustacio fuera desterrado, a fin de que mejor nos demostrara la fuerza de la verdad y la debilidad de la herejía. ¡Salió, pues, al destierro y dejó la ciudad, pero no dejó nuestro cariño! ¡no pensó que una vez arrojado de esta iglesia, al mismo tiempo quedaba ya ajeno a su oficio y dignidad y al cuidado de nosotros, sino que entonces con más ahínco nos cuidaba y se preocupaba! Habiendo llamado a todos, los exhortaba a no ceder ni entregarse a los lobos ni abandonarles el rebaño, sino a permanecer dentro de él, con el objeto de cerrar la boca de los herejes y convencerlos y confirmar a sus hermanos más sencillos en la fe. Y el éxito manifestó cuan rectamente lo había dispuesto. Porque si entonces no hubierais permanecido fieles a la iglesia, la mayor parte de la ciudad se habría corrompido, mientras devoraban los lobos el rebaño, a causa del abandono. Pero el mandato de este varón impidió que aquéllos ejercitaran su connatural maldad sin miedo alguno.

Los obispos que defendían la verdad eran desterrados literalmente. Hoy no ocurriría algo así. Todo lo más, recibirían las flechas del desprecio, los dardos del descrédito personal y mediático, las lanzadas de las acusaciones de ser faltos de caridad, etc. Pero cuando un obispo cumple bien su labor, no hay lobo que pueda devorar las ovejas. Hasta los más sencillos permanecen en la fe. Dios lo hace posible.

Y así, permaneciendo él en el seno de la iglesia y deteniendo a todos cuantos en la batalla contra él se empeñaban, daba una grande seguridad a sus ovejas. Ni solamente cerraba la boca de los herejes y rechazaba sus palabras impías; sino que personalmente, yendo de un lado a otro, observaba su rebaño, no fuera a ser que alguna oveja hubiera recibido algún dardo, no fuera a ser que hubiera alguna oveja recibido una herida. Y en este caso, al punto aplicaba el remedio. Con estos procedimientos, animaba a todos a mantenerse en la fe verdadera. Y no abandonó su empeño hasta que por un beneficio de Dios y un regalo suyo, preparó al bienaventurado Melecio para que viniera a hacerse cargo de todo el conjunto de los fieles. Aquél sembró y éste cosechó.

Ahí tienen ustedes la descripción de un buen pastor. Se preocupa personalmente por todas sus ovejas. Y si alguna está herida por el dardo de la herejía, le aplica el remedio.

No hace falta que ponga ejemplos actuales sobre buenos y malos pastores. Todos los tenemos en mente. Pero todos los que lean a San Juan Crisóstomo -y a tantos otros- saben muy bien lo que tienen que hacer. Cuentan con la gracia de Dios para hacerlo. Recemos para que cada vez haya más que sean receptivos a esa gracia.

Luis Fernando Pérez Bustamante