16.07.14

Las fábulas caseras

Hay una constante en los escritos de Fray Bartolomé, como señalan los estudiosos de sus escritos: Las Casas siempre habla en vago y en impreciso. Nunca dice ni cuándo ni dónde se consumaron tales horrores, ni se cuida de establecer que –en caso de haber existido– se trataron de una excepción a la regla. Por el contrario deja entrever, que lo descrito por él era el único y habitual modo de conquista y que las ferocidades destacadas en su librito debían tenerse por las que comúnmente emplearon los españoles en los 40 años a los que su relato se refiere.

Como señala el gran estudioso Rómulo Carbia, en la obra del fraile dominico “nada se concreta, ni geográfica ni cronológicamente”[1]. Una sola vez aparece en el relato el nombre de uno de los responsables de las supuestas atrocidades. En los otros casos el “tirano” (es decir, “el español”) queda como cubierto por una penumbra imposible de descubrir. Todo es más y lo mismo: las fechas, las cantidades, los nombres, los lugares; todo es confuso y sin precisión. No se priva de ninguna opinión: hasta de la conquista del Río de la Plata, en donde dice, desconociendo los pormenores y no habiendo estado jamás allí, que en estas tierras australes se habían “ejecutado las mismas obras que en todas partes…”[2].

Veamos algunos ejemplos.

En su Historia de las Indias manifiesta que vio, “con sus propios ojos”, más de 30.000 ríos en la isla Es­pañola, que nunca nadie los ha vuelto a ver. En su tristemente famosa “Brevísima…” inventa el “genocidio” indígena. Primero son 12.000.000 de muer­tos, luego eleva la cifra a 15.000.000 y termina redon­deándola en 24.000.000. Pero aun conformándonos con los 15.000.000 –nota el estudioso Levillier– los españoles deberían haber matado 375.000 indios por año, es decir bastante más de 1.000 diarios y sin descansar ni un día en los años bisiestos… Todas estas cifras son imposibles, aun después de haberse inventado las cámaras de gas y demás prácticas del genocidio moderno. Sin embargo, las leyendas de Fray Bartolomé darán lugar a que hasta el día de hoy varios propagandistas de la Leyenda Negra sigan afirmando que la demografía americana se desplomó ante la llegada de los españoles.

Hoy por hoy ha pasado mucha agua bajo el puente y de los estudios realizados, se sabe claramente que la población nativa cayó a raíz de diversos motivos, uno de los cuales fueron las enfermedades contraídas a partir de su contacto con los europeos, ante las cuales carecían de anticuerpos, como señala Díaz Araujo en un reciente trabajo:

“Los principales problemas demográficos no fueron causados por la vesania de los encomenderos o la brutalidad de los conquistadores, sino que fueron de carácter patológico, bacteriológico e inmunológico. Empero, lo que no se aclara en grado suficiente es que la disminución poblacional registrada fue momentánea. En efecto: lo primero que hay que tener en cuenta es que la población aborigen origi­naria era muy pequeña respecto del total del territorio del continente americano; no más de un 5% se hallaba poblado. En segundo lugar, hay que evitar las enormizaciones demográficas lascasistas. Conforme a los estudios del mayor experto en estos temas, Ángel Rosemblat, la población precolombina ascendía alrededor de 13.300.000 habitantes. De ellos se perdieron 2.500.000, hasta 1570. Pero, como ya lo había hecho notar Humboldt, en el siglo XVII la población aborigen había aumentado considera­blemente, y en México había superado los niveles que existían antes del arribo de los españoles. Todo lo cual se puede verificar por la sustentación ali­mentaria, según las técnicas de cultivo de las diversas épocas”[3].

Si bien a partir del siglo XVI el desequilibrio demográ­fico se acentúa y el decrecimiento se hace notorio, las razones hay que buscarlas en distintas y complementarias causas:

“La transmisión de enfermedades europeas, el cambio en el reacondicionamiento económico y social, el desajuste alimentario, las epi­demias incontrolables, la reducción de la fecundidad, el desgano vital hasta el suicidio anómico del que hablaba Durkheim, el tras­lado de ciudades, y por supuesto, los enfrentamientos armados de distinto calibre”[4].

Todo ello permite en la actualidad sopesar los dichos de Las Casas.

Pero él no solo infla los números y da falsos diagnósticos. ¡Más aun! Muchas veces mutila y cambia los textos de documentos públicos conocidos, como la Bula de Alejandro VI, en la que se donan las tierras del Nuevo Mundo a la Corona de Castilla. Aquí Las Casas, al traducir el texto de la bula lo adultera con adiciones arbitra­rias, pero además también con muy importantes supresiones. Atento a ello, el historiador germano Schaëfer opinaba que Fray Bartolomé no era precisamente un testigo fidedigno, ni siquiera de las cosas que pretende haber presenciado personalmente.

Al­gunos biógrafos, para disculparlo, alegan su sangre andaluza, tan proclive a las exageraciones, pero aclara Menéndez Pidal de ser así, se trataría de “una andaluzada en grado patológico” pues todo en sus obras lo lleva a multiplicar por cien, por mil y hasta por un millón.

Ejemplo de tales desati­nos es la descripción de la destrucción de la ciudad de Guatemala en 1541, producida por el rompimien­to eruptivo del lago volcánico que la dominaba, y que Las Casas atribuye a la acción de “tres diluvios”. Fue por esto que Lewis Hanke, ferv­iente lascasiano debió admitir que “la historia de la exageración humana tiene pocos ejemplos más inte­resantes que la Apologética de la Historia”[5].

Pero hay exageraciones más interesantes que se dan en provecho propio, como cuando inflándose a sí mismo deseó ser llamado no solo “procurador de indios” sino “protector universal de todos los indios”; o como cuando pretendió extender la jurisdic­ción geográfica de su diócesis de Chiapas a Gua­temala y a México; o, por último, cuando reincidió en el error de Colón, creyendo estar en tierras del Ganges…

Y hay más: Las Casas, que había sentado como tesis principal que todo dinero proveniente de Indias era un robo a los indios y que aceptar dinero robado obliga en conciencia a “reparar in solidum”, no vaciló cuando debió ser remunerado con ese “dinero sucio”. En efecto, en 1516 recibió 100 pesos oro anua­les como procurador de indios; como obispo, en 1524, 500.000 maravedíes anuales; en 1551, cuando renunció al obispado, se le fijó una pensión de 300.000 maravedíes, renta que en 1563 se le aumen­tó a 350.000 maravedíes… ¡nunca discutió por el origen de esa paga!

Menéndez Pidal señala la incoherencia: “Las Casas se contrade­cía. Vive del dinero robado, para predicar que no se robase… estos contrasentidos indican que ese ultrarigorismo estaba en pugna con la realidad como parte de una mente anómala que los sicólogos ha­brán de estudiar”[6].

Tampoco lo movía un ideal de fraternidad, ya que disculpaba la esclavitud que los indios practicaban con otras tribus vecinas y –como dijimos antes– en sus memoriales de 1531 y 1542 proponía la introducción de hasta 4.000 afri­canos para que, como esclavos, trabajasen en reempla­zo de los indios. Ni se distinguió por su acción caritativa, como decía su impugnador, el padre Motolinía, en carta a Carlos V: “ni aprendió la lengua de los indios, ni se aplicó ni se humilló a enseñarles. (…) Él acá apenas tuvo cosa de religión… porque todos sus negocios han sido con algunos desasosegados, para que le digan cosas que escriba conforme a su apasionado espíritu contra los españoles mostrándonos que ama mucho a los indios y que él solo los quiere defender y favo­recer más que nadie. En lo cual acá muy poco tiempo se ocupó, si no fue cargándolos y fatigándonos. Vino (así) el de Las Casas, siendo fraile simple, y aportó a la ciudad de Tláxcala, traía tras de sí cargados 27 o 37 indios que acá llaman ‘tamenses’…”[7].

Como señala Díaz Araujo, no era la caridad sino la publi­cidad la meta que lo desvelaba. Y esto, hay que convenir que lo obtuvo ampliamente. Primero los flamencos en 1579, y luego los hugonotes ginebrinos, los italianos, los catalanes separatistas, los fran­ceses, los norteamericanos cuando la guerra de Cu­ba, los nazis alemanes para perseguir al cristianismo y los stalinistas rusos y socialistas mexicanos, han reeditado una y mil veces sus hispanófobas obras. “Este es el hecho capital en la exaltación póstuma de Las Casas –afirma Menéndez Pidal. Cuando en España el Obispo tras su larga vejez de inefica­cia, había caído en un respetuoso olvido, en el ex­tranjero los bucaneros y los filibusteros que ambicionaban las riquezas de América, los holandeses que luchaban por su independencia, y todos los combatientes frente a la contrarreforma católica, levantaron sobre sus hombros al «Reverendo Obis­po Don Fray Bartolomé de Las Casas o Casaus» y le dieron una internacional fama de difamación que no tiene otra igual en la historia. La ansiosa ape­tencia de publicidad que aquejaba al Obispo-fraile podía estar satisfecha”[8].

 

La otra campana de Las Casas…

La Historia es una disciplina difícil; si bien estudia los hechos trascendentes del pasado para poder juzgarlos, muchas veces es necesario ponerse en la óptica de los antepasados. Sería poco convincente ponernos a refutar los errores lascasianos con elementos del siglo XXI ya que alguien nos podría decir que tratamos con injusticia a un hombre “que estuvo allí” para contarnos la historia. Es por esto que decidimos anexar aquí los dichos y hechos de otro contemporáneo acerca de aquello que fue la conquista de Nueva España.

Siguiendo a Rómulo Carbia en su jugosa obra acerca de las leyendas negras españolas, encontramos un documento emblemático. Se trata de la carta dirigida por fray Motolinía desde México, (año 1555) al emperador Carlos V.

Fray Toribio de Benavente, alias Motolinía[9], era muy conocido en aquellas tierras mesoamericanas; siendo un incansable apóstol de los indígenas y contemporáneo de Las Casas, se había entregado a la misión.

Digamos desde ya que Motolinía tampoco era la encarnación de la ortodoxia ni siquiera un español fanático: era bastante crítico de los abusos y en materia de Fe hay algunos que hasta llegan a decir que tenía algunos errores. Pero era de buena voluntad.

El franciscano, que más allá de los influjos joaquinistas o de las modas milenaristas, tenía una fidelidad inquebrantable a la Iglesia y a su Patria –además de los dos pies bien plantados en la tierra– no consintió desde el principio con ninguno de los dislates lascasianos; al contrario. Viendo el disparate que se prodigaba comenzó a refutarlo prolijamente y –con la autoridad que le daba su dedicación al estudio y al apostolado entre los indios– le escribió al gran monarca Carlos V para dar noticia de “la otra campana” de la conquista de América. Pero aun fue más lejos: no conforme con desenmascarar a Las Casas exaltó la labor de conquistadores y misioneros, las proezas de Cortés y, sobre todo, (imposible perdonárselo), el beneplácito de los naturales ante la liberación del horrible yugo azteca que significó para ellos el descubrimiento y conquista española del territorio mexicano. Motolinía venía a decir, en síntesis, que de Las Casas era un fabulador sin fundamentos, que la acción combinada de la Iglesia y la Corona era una epopeya digna de encomio y que para los desdichados toltecas, culhuas, chichimecas, otomís y tantas otras tribus, la llegada de los españoles había significado su verdadera dignificación[10].

Pero vayamos al texto del franciscano. La carta, dedicada a Carlos V, fue titulada por su mismo autor como la “Historia de los indios de la Nueva España”. En breves líneas y con gran agudeza intelectual, no escatima ni elogios ni críticas (cuando hay que hacerlas), guardando un gran equilibrio de ánimo. Así por ejemplo, narra los abusos bajo el siguiente título “De algunos españoles que han tratado mal a los indios, y del fin que han habido” (todo un programa, donde son “algunos” y no “todos” los españoles que “han tratado mal”, ¡qué diferencia con Las Casas!). No se trata por tanto de una persona de intereses creados a favor de los conquistadores, sino de intereses creados con la verdad.

El texto, en sus líneas directrices, dice así:

“No tiene razón el de Las Casas de decir lo que dice y escribe y exprime (es un) ser mercenario y no pastor, por haber abandonado a sus ovejas para dedicarse a denigrar a los demás (…). A los conquistadores y encomenderos y a los mercaderes los llama muchas veces, tiranos robadores, violentadores, raptores; dice que siempre y cada día están tiranizando a los Indios (…). Para con unos poquillos cánones que el de Las Casas oyó, él se atreve a mucho, y muy grande parece su desorden y poca su humildad; y piensa que todos yerran y que él solo acierta, porque también dice estas palabras que se siguen a la letra: todos los conquistadores han sido robadores, raptores y los más calificados en mal y crueldad que nunca jamás fueron, como es a todo el mundo ya manifiesto: todos los conquistadores dice, sin sacar ninguno (…)”[11].

Y agrega:

“Yo me maravillo cómo Vuestra Majestad y los de vuestros Consejos han podido sufrir tanto tiempo a un hombre tan pesado, inquieto e importuno, y bullicioso y pleitista en hábito de religión, tan desasosegado, tan mal criado y tan injuriador y perjudicial, y tan sin reposo: yo ha que conozco al de las Casas quince años (…) y siempre (está) escribiendo procesos y vidas ajenas, buscando los males y delitos que por toda esta tierra habían cometido los Españoles, para agraviar y encarecerles males y pecados que han acontecido: y en esto parece que tomaba el oficio de nuestro adversario [es decir, del demonio], aunque él pensaba ser más celoso y más justo que los otros Cristianos y más que los Religiosos, y él acá apenas tuvo cosa de religión”[12].

Y cuando Fray Motolinía compara al Marqués del Valle (Hernán Cortés), con sus detractores (entre los cuales está Las Casas) afirma:

“Yo creo que delante de Dios no son sus obras tan aceptas como lo fueron las del Marqués; aunque como hombre fuese pecador, tenía fe y obras de buen cristiano, y muy gran deseo de emplear la vida y fortuna por ampliar y aumentar la fe de Jesucristo, y morir por la conversión destos gentiles, y en esto hablaba con mucho espíritu, como aquel a quien Dios había dado este don y deseo”. Con mucha razón criticaba Motolinía a Las Casas acusándole que “él no procuró de saber sino lo malo y no lo bueno”. Más ajustado a la realidad fray Toribio compensa sus juicios afirmando que “dado caso que algunos [Estancieros, Calpixques y Mineros] haya habido codiciosos y mal mirados, ciertamente hay otros muchos buenos Cristianos y piadosos y limosneros, y muchos dellos casados viven bien”[13].

Este equilibrio entre sus escritos, criticando lo que hay que criticar, alabando lo que es laudable y matizando lo que hay que matizar, nos muestra a las claras que el juicio sobre las realidades temporales nunca puede ser verdadero si un paisaje se pinta solo en blanco y negro. La vida (y la historia) tiene muchos matices; ignorarlos es un crimen contra la verdad.


 

 


[1] Rómulo Carbia, op. cit., 46.
[2] Ídem.
[3] Enrique Díaz Araujo, Propiedad indígena, 46-47.
[4] Antonio Caponnetto, op. cit., 118.
[5] Lewis Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, Editorial Suramericana, Buenos Aires 1949, 338.
[6] Ramón Menéndez Pidal, El Padre Las Casas. Su doble personalidad, 336-337.
[7] Enrique Díaz Araujo, Las Casas visto de costado (Carta de Motolinía a Carlos V del 2/1/1555), cap. II.
[8] Ramón Menéndez Pidal, op. cit., 323.
[9] Se puede ver el texto en: Real Academia de la Historia. Col. de Muñoz. Indias. 1554-55. T. 87. fª 213-32. Los indios llamaron a Benavente “Motolinía” que en su lengua significa pobre, y que desde entonces él adoptó como nombre propio).
[10] Antonio Caponnetto, op. cit., 74.
[11] Se puede ver el texto en Real Academia de la Historia. Col. de Muñoz. Indias. 1554-55. T. 87. fª 213-32. Citado por Miguel A. Fuentes, Las verdades robadas, Edive, San Rafael 2004, 242-243.
[12] Rómulo Carbia, op. cit., 213.
[13] Cfr. Miguel A. Fuentes, op. cit., 242-243.