21.07.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Ave, María Stella

Stella Maris

Salve del mar Estrella
de Dios Madre pura
y siempre Virgen, feliz
del cielo puerta.
Al recibir aquel Ave,
de hora de Gabriel,
fúndanos en la paz,
mudando de Eva el nombre.
Suelta la cadena a los reos.
Da luz a los ciegos,
los males nuestros quita,
los bienes todos consíguenos.
Muestra que eres Madre,
recibe por ti nuestras preces,
El que por nosotros nacido
quiso ser tuyo.
Virgen singular,
entre todas mansa,
a nosotros, de culpas libres,
mansos haznos y castos.
Vida danos pura,
camino prepáranos seguro
para que viendo a Jesús,
siempre nos alegremos.
Sea alabanza a Dios Padre
al sumo Cristo loor:
al Espíritu Santo,
y a los tres un mismo honor.
Amén.

Es bien cierto que todas las advocaciones que están dedicadas a la Madre de Dios tienen algo de especial. Cada una de ellas representa un aspecto espiritual que no podemos olvidar y que, de hecho, no olvidamos. Y lo hacemos por ser tal mujer una tal Madre nuestra.

Pues bien, la que está dedicada a la Virgen del Mar, a la del Carmen, también tiene mucho que decirnos. Sobre todo, tenemos mucho que pedir a quien supo hacer lo que correspondía hacer según la voluntad de Dios.

Ella nos abre la puerta del cielo. Primero, de su corazón; luego, el corazón de su Hijo y, por fin, el de Dios. Por eso le pedimos que nos ayude, precisamente, a caminar en tal sentido y que no equivoquemos el paso, nos salgamos del camino recto que lleva al definitivo Reino de Dios y acabemos en el abismo.

Por eso en esta oración le pedimos a María que nos ayude, también, a ser fuente de paz. Con tal actitud seremos, verdaderamente, hijos de Dios, Creador que, habiéndose hecho hombre y muriendo por nosotros dio la paz a los que estaban escondidos por miedo a los judíos. Y tal paz le pedimos a María.

Pero también, sabedores de que espera eso de nosotros, le suplicamos que nos quite la ceguera que tantas veces no nos deja v ver las cosas de Dios como lo que son: cosas nuestras.

María, como bien sabemos, era pura, era casta, mansa y humilde. Por eso nos vemos en la obligación de pedirle que nos haga puros, que nos haga castos y que la mansedumbre y la humildad no sean palabras bonitas sino, en nosotros, realidades espirituales firmes que nos conformen como buenos y amantes hijos.

Pero María también es camino. El que ella nos prepara, eliminando las piedras puestas por el Maligno, nos lleva directamente a Dios, Padre también suyo. Pero, para cumplimentarlo y andarlo sin equivocaciones destructivas, debemos tener a Jesús por hermano al que debemos imitar. Así, presentándonos al Hijo como Perfecto Dios y Perfecto Hombre, tomemos el ejemplo de lo que fue su vida y, así, alabemos (seamos capaces de alabar) a Quien todo lo hizo y todo lo mantiene: Dios, que creó y su poder quiso que así existiese y, hasta hoy, viviese.

No olvidamos, pues no debemos ni podemos, dejar de lado a la Santísima Trinidad. María quiso recibirla al recibir al Espíritu Santo tras la conversación con el Ángel del Señor, aquel Gabriel que tuvo el gozo de escuchar, de su boca, que era la esclava del Señor y que se podía hacer y cumplir, a la perfección y sin demora, la voluntad de Dios. Aquel fue su fiat, su “hágase”. Y se hizo, como Dios quería que se hiciese.

Decimos, pues que no dejamos de lado, en la oración con la que nos dirigimos a María, Estrella de los Mares, Stella Maris, a cada una de las personas que forma parte de la Trinidad Santa: Dios Padre, Cristo Hijo y Espíritu Santo. Y es que María, que siempre escucha a sus hijos, no puede, ¡qué menos!, que tener muy a bien que alabemos a Quien lo es todo para nosotros.

Agradecemos, así, que somos porque Dios quiere que seamos; que Cristo vive en nosotros porque vive y que el Espíritu Santo ilumina nuestra existencia y nos procura buenos momentos de oración a María.

Eleuterio Fernández Guzmán