30.07.14

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que

“La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en la paz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.


Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.

Escatología intermedia – 4- El Infierno

El Infierno

“Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión defintiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno”.

Este texto, que corresponde al número 1033 del Catecismo de la Iglesia Católica expone, más que bien, la terrible realidad del infierno. En realidad, nos muestra hasta qué punto podemos ser obtusos en nuestro comportamiento referido a la fe que tenemos y nos pone, ante los ojos, un futuro ciertamente preocupante.

Digamos, de todas formas, antes de empezar con este nuevo capítulo de la Escatología de estar por casa, que optamos por encuadrar al Infierno en cuanto Escatología intermedia porque, tras el Juicio particular, un alma puede acabar en el mismo pero teniendo en cuenta que, en sí misma, está condenada al Infierno tras tal Juicio suponen estarlo para siempre. No hay, pues, salvación para el alma ue va al Infierno y la Resurrección de la carne lo único que certificará es la confirmación de la condena, la unión del cuerpo con el alma que allí se encuentra y la estancia allí para siempre, siempre, siempre. Queremos decir que, en cuanto ir al infierno supone, ya de por sí, el final del recorrido para el alma y eso desdeciría la llamada “Escatología intermedia”, el caso es que se encuentran en tal estado (intermedio) las almas que están ya condenadas al Infierno antes de producirse la la resurrección de la carne.

 

Pues bien, este importantísimo tema (que siempre debería ser tenido en cuenta) puede ser tratado refiriéndonos a los siguientes apartados:

1. Necesidad de predicación acerca del Infierno.
2. Existencia y verdad de la fe.
3. Naturaleza del Infierno.
4. Desigualdad de las penas.

1. Necesidad de predicación acerca del Infierno.

Es bien cierto que decir que algo puede ser malo no es del gusto de nadie y que habrá pocas personas que quieran poner en conocimiento de las demás que hay realidades que les pueden ser no muy favorables.

Sin embargo, en materia de fe deberíamos tentarnos mucho la ropa antes de callar ciertos aspectos de la misma. El tema, la cuestión y, sobre todo, al problema del Infierno es uno de ellos.

En cuanto al hecho de que no se predique mucho del Infierno hoy día, en su “Teología de la salvación“ escribe el P. Royo Marín que (pp. 312 y 313) que

“Con razón se lamenta un famoso autor contemporáneo (se refiere a Garrigou-Lagrange, en “La vida eterna y la profundidad del alma”, Madrid 1959) de que hoy día se hable tan poco del infierno:

‘Hoy se predica poco sobre este asunto y se deja caer en el olvido una verdad tan saludable; no se reflexiona bastante que el temor del infierno es principio de la prudencia y conduce la conversión. En este sentido, se puede decir que el infierno ha salvado muchas almas. Además circulan muchas objeciones demasiado superficiales contra la existencia del infierno, que a algunos creyentes les parece que responde a la verdad con mejores títulos que las respuestas tradicionales. ¿Por qué? Porque no han profundizado ni han querido desentrañas esas respuestas”.

Pero si este testimonio careciera de la suficiente autoridad, he aquí unas palabras terminantes del gran pontífice Pío XII tan atento siempre a las necesidades y exigencias de la época moderna /…/:

‘No hay, pues, tiempo que perder en contrarrestar con todas las fuerzas este resbalar de nuestras propias filas en la irreligiosidad y para despertar el espíritu de oración y de penitencia. La predicación de las primeras verdades de la fe y de los fines últimos no sólo no ha perdido su oportunidad en nuestros tiempos, sino que ha venido a ser más necesaria y urgente que nunca. Incluso la predicación sobre el infierno. Sin duda alguna hay que tratar ese asunto con dignidad y sabiduría. Pero, en cuanto a la substancia misma de esas verdad, la Iglesia tiene, antes Dios y ante los hombres, el sagrado deber de anunciarla, de enseñarla sin ninguna atenuación, como Cristo la ha revelado, y no existe ninguna condición de tiempos que pueda hacer disminuir el rigor de esta obligación. Esto obliga en conciencia a todo sacerdote, a quien, en el ministerio ordinario o extraordinario, se ha confiado el cuidado de amaestrar, avisar y guiar a los fieles. Es verdad que el deseo del cielo es un motivo en sí mismo más perfecto que el temor de la pena eterna; pero de esto no se sigue que sea también para todos los hombres el motivo más eficaz para tenerlos lejos del pecado y convertirlos a Dios”.

Conviene, pues, hablar del Infierno de una manera, digamos, “a tiempo y a destiempo”. Y es así porque el peligro que supone para los seres humanos que no conocen la tal realidad o que, conociéndola, la desprecian, es demasiado grande. Y es que es un peligro, realmente, mortal (nunca mejor dicho) porque se trata, hablamos, de una muerte eterna de la que no se sale ni hay posibilidad alguna de salvación.

En la Segunda Epístola de Pedro se dice (3, 9) que “Dios) quiere que nadie perezca, sino que todos llegue a la conversión”.

Tal voluntad del Creador no es caprichosa sino que muestra el puro Amor que tiene por toda su semejanza. No dice el texto bíblico que Dios quiere que “algunos” se salven, los que Él elija, sino que su santa voluntad es que nos salvemos todos. Sin embargo, sabemos que no puede obligarnos a manifestar confianza hacia Él ni creer en Él. Tal forma de pensar y, luego, actuar, es cosa propia, particular, que nace de la libertad que Dios, en su misericordia, quiere donarnos a cada ser humano. Y de tal libertad usamos como queremos.

Depende, por tanto, de nuestro propio ser, que cumplamos con aquello que nos dice que Dios no nos salvará sin nosotros (San Agustín dixit)

En realidad, aunque sea bien cierto que los discípulos de Cristo no debemos actuar, digamos, por miedo al Infierno sino fijándonos en el Amor de Dios, no es menos cierto que si tenemos miedo a lo que nos pueda pasar tras la muerte y el vernos juzgados en el Tribunal en el citado Juicio particular es más que posible que nuestra confesión de fe sea profunda y arraigue en la voluntad del Creador que no eso, como hemos dicho arriba, que no se salve nadie sino todo lo contrario.
“El miedo guarda la viña” es expresión de prudencia. Pongamos, en lugar de viña la anhelada y gozosa vida eterna y sabremos a qué atenernos.

Seguramente es muy conveniente que tengamos mucho miedo al Infierno. No otra cosa ha de hacer quien no quiera caer en las garras del Maligno y no poder evitar, nunca más, el efecto destructor del fuego. Y tal miedo se expresa muy bien en textos del Nuevo Testamento como, por ejemplo, estos aquí traídos:

Para tratar de evitarlo:

Mateo 5, 22

“Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano ‘imbécil’, será reo ante el Sanedrín; y el que le llame ‘renegado’, será reo de la gehenna de fuego.”

Mateo 5, 29

“Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna.”

Mateo 23, 33

“¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo vais a escapar a la condenación de la gehenna?”

Santiago 3, 6

“Y la lengua es fuego, es un mundo de iniquidad; la lengua, que es uno de nuestros miembros, contamina todo el cuerpo y, encendida por la gehenna, prende fuego a la rueda de la vida desde sus comienzos.” 

En realidad, el miedo, en este caso, es más sano que perjudicial para nosotros siendo, al contrario, el no tenerlo al infierno, una pérdida más que una ganancia. Y hablar, a tiempo y a destiempo, sobre el mismo, un seguro favor que se le puede hacer a más de un alma desapercibida voluntaria o involuntariamente.

Al respecto del necesario temor al infierno, el P. José Rivera y el P. José María Iraburu, en su libro “Síntesis de espiritualidad católica” (Fundación Gratis Date, 2008. p. 420) nos dicen que

“El temor del infierno debe estar, pues, integrado en la espiritualidad cristiana, siempre moderado por la confianza en la misericordia de Dios. El justo ha de vivir de la fe, la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo (Rm 1,17; 11,17); y ya hemos visto que Jesús incluía el tema del infierno en su enseñanza evangélica: ‘Temed a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna’ (Mt 10,28)’.

El temor del infierno debe alejarnos de todo pecado, debe afirmarnos en el ascetismo verdadero, pero además ha de impulsarnos al apostolado, para salvar a los hombres en Cristo, ‘arrancándolos del fuego’ (Judas 23). Santa Teresa tuvo una visión del infierno que le aprovechó mucho (Vida 32), y que le estimuló grandemente al apostolado en favor de las almas: ‘Por librar una sola de tan gravísimos tormentos pasaría yo muchas muertes de muy buena gana’ (32,6; +6 Moradas 11,7)”.

Temor y temblor, pues, debemos tener y manifestar por un tema tan importante como es el del Infierno.

2. Existencia y naturaleza del Infierno.

Sabemos, por tanto, que debemos tener miedo, legítimo temor, al Infierno. Pero, para eso, es indudable el hecho de que no podemos vivir en la seguridad de que no existe. Es decir, para temer a tal estado de cosas es absolutamente necesario tener la existencia de la Gehenna como una verdad de fe.

¿Una verdad de fe?

Sin duda alguna, tan gozoso es saber que podemos ir al Cielo como que lo contrario, hacia la fosa más profunda, puede acaecernos como verdad terrorífica. De nada nos ha de servir pensar en lo bueno pero no en lo malo (como hemos dicho arriba) porque esconderemos la mitad de la realidad y eso, como suele decirse, es la peor de las mentiras.

Pues bien, el Infierno existe.

Alguien puede decir que eso no supone novedad alguna. Sin embargo, de decir y sostener tal verdad se han de derivar consecuencias evidentes para nuestra vida de creyentes en Dios Todopoderoso, en su bondad pero también en su justicia de la cual es posible nos afecte en sentido más que negativo.

A este respecto nos dice el número 1035 del Catecismo de la Iglesia Católica que

“La enseñanza de Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte, y sufren allí las penas del infierno, ‘el fuego eterno’. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira”.

Observemos bien lo que dice este texto de nuestro Catecismo.

En primer lugar, que el Infierno existe. Pero también se dice que es eterno. Quiere decirse, con esto, que nadie que ha sido condenado al mismo puede salir nunca de allí. Pensemos bien esto, meditadamente y despacio y mudaremos, con toda seguridad, nuestro quehacer pues del Purgatorio sí se sale (para ir donde todo ser humano consciente de lo que eso supone quiere ir) y del Cielo no se sale nunca ni, claro está, se quiere salir de él.

Esto lo podemos deducir (lo referido a la imposibilidad de salir del Infierno, de escapar de la tortura, de tal terrible destino), por ejemplo, de la parábola de Lázaro y el llamado Epulón que recoge el Evangelio de San Lucas y que ya se ha traído aquí por referencias, por lo mismo, al Catecismo de la Iglesia católica. Dice tal texto lo siguiente (Lc 16, 22-26):

“Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama.’ Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros.’”

En este texto, además de ver el muy distinto destino que tienen Lázaro y Epulón se nos informa de algo muy importe. Abrahám nos dice que entre su seno (digamos, el Cielo) y el Infierno (habla Epulón de la terrible llama que lo tortura) “se interpone un gran abismo” que tiene un fin claro: no poder pasar de un lugar a otro. Es decir, nadie puede salir de allí, del Infierno, ni por medio de oraciones de los vivos ni de ninguna otra manera pues no es extraño creer que quien pudiera ver al alma de un conocido suyo (pongamos un familiar muy querido en vida terrena) pretendiera socorrerlo de alguna manera. Pero eso, por disposición de Dios (y correspondencia legítima con el ejercicio de su justicia que se contradiría de poder hacer eso) no es posible.

Pero el número 1035 del Catecismo dice otras muchas cosas que nos ilustran acerca de este tema.

Nos habla, por ejemplo de:

1. Qué causa la bajada al Infierno.
2. Cuándo se baja al Infierno.
3. Qué pasa allí.

En cuanto a lo primero, es el pecado mortal lo que condena al alma al Infierno. No quiere decir eso que no concurran otros pecados veniales (cosa más que probable en quien peca mortalmente); en cuanto a lo segundo, como ya hemos sostenido en el lugar correspondiente, tras el Juicio particular, y sin solución de continuidad, el alma condenada al Infierno, allí va; por terminar, en el Infierno se cumple una pena. Vamos, en realidad, se trata de dos penas las que concurren en torturar al condenado:

A. La pena de daño.
B. La pena de sentido.

Digamos, antes de seguir, que a cada cual de ellas es más terrible.

Pues bien, en cuanto a la primera de ellas, la de daño consiste, en esencia, en estar condenados a no ver nunca a Dios. Pero nunca quiere decir, jamás de los jamases.

A este respecto, nos dice el P. Antonio Royo Marín (Op. c., pp. 319 y siguientes), a modo de conclusiones que

1ª.“Consiste en la privación eterna de la visión beatífica y de todos los bienes que de ella se siguen”.

2ª.“En lo que tiene de esencial, constituye para el condenado la mayor y más terrible de sus penas”

3ª.“Es objetivamente la misma para todos los condenados, pero admite, sin embargo, diferentes grados de apreciación subjetiva”.

4ª.“Consiste secundariamente en la privación de todos los bienes que se siguen a la visión beatífica”.

Y, en cuanto a la pena llamada “de sentido” consistente, esencialmente, en sufrir por aquello material o sensible que haya hecho recaer en pecados mortales en la tierra (o veniales que acompañe al alma en el Infierno) nos dice (recogemos aquí las conclusiones) que

1ª.“Atormenta desde ahora las almas de los condenados y atormentará sus mismos cuerpos después de la resurrección universal”.

2ª.“Consiste principalmente en el tormento del fuego”.

3ª.“El fuego del infierno no es metafórico, sin verdadero y real”.

4ª.“Nada se puede afirmar con certeza acerca de la verdadera naturaleza del fuego real del infierno”.

5ª.“De cualquiera naturaleza que sea, el fuego del infierno atormenta no solamente los cuerpos, sin también las almas de los condenados”.

6ª.“Además del fuego real y corpóreo, la pena de sentido abarca otro conjunto de tormentos infernales”.

Por su parte, la beata Ana Catalina Emmerick (Op.c., p. 93) nos dice, acerca del Infierno que

“Todas las raíces de la corrupción y de la falsedad estaban representadas en innumerables manifestaciones y obras de tormento y de dolor; nada había aquí de justo y únicamente podía tranquilizar el ánimo esta reflexión: que la divina justicia da cada uno de los condenados la pena y el tormento que siguen a la culpa. Todo lo que aquí se veía y sucedía de horrible era la esencia, la forma y el espíritu rencoroso del pecado, de la serpiente que se revuelve contra el que la ha amamantado en su seno. Vi aquí una columnata pavorosa, construida para causar horror y angustia, como en el Reino de Dios para paz y tranquilidad. Todo eso se comprende bien, pero no se puede explicar distintamente. Cuando el ángel abrió las puertas, me vi en medio de una confusión de voces de espanto, de maldiciones, injurias, aullidos y lamentos. Algunos ángeles lanzaron hacia abajo ejércitos de espíritus malos. Todos se vieron obligados a reconocer a Jesús y a adorarle, y este fue su mayor tormento. Gran multitud de ellos fueron encadenados en un círculo alrededor de otros que estaban también sujetos. En medio de ellos había un abismo tenebroso. Lucifer fue arrojado con cadenas en él y a su alrededor hervían las tinieblas. Todo sucedía según ciertos arcanos divinos”.

3. Propiedades del Infierno: eternidad del mismo y desigualdad de las penas.

Hemos dicho muchas veces en este capítulo algo que es muy importante tener en cuenta y que lo tenemos como verdad de fe de las consideradas dogmáticas: las penas del Infierno son eternas. Por tanto, quien considere, siendo católico, que no lo son se situa claramente fuera de la doctrina que tenemos por buena y mejor para nuestra fe.

Que es así lo sabemos porque, por ejemplo, el Concilio IV de Letrán (1215) dejó dicho que “Aquellos (los réprobos) recibirán con el diablo suplicio eterno”.

Además, la Sagrada Escritura (a la aquí acudimos con mucha frecuencia por ser esencial para nuestra fe así hacerlo y tenerlo en cuenta) nos habla, por ejemplo, de “eterna vergüenza y confusión” (Dan 12,1; cf. Sap 4, 19) o de “fuego eterno” (Judith, 16, 21; Mt 18,8;25,41), de “suplicio eterno” (Mt 25, 46) o, por fin, de “ruina eterna” (2 Tes 1, 9).

A este respecto, debemos tener en cuenta que cuando se habla de eternidad en la penas o, por decirlo de otra forma, en lo “eterno” del infierno no se quiere decir que se trate de una duración muy prolongada pero que, al fin y al cabo, puede terminar por ser temporal pues esto último supone, como bien dice el P. Cándido Pozo, S.I. (Op. cit, p. 192) un caso de error en la consideración del infierno con un nombre bien determinado: “Apokatástasis” o “Universalismo” en el que cayó, por cierto, un Padre de la Iglesia de nombre bien conocido como es Orígenes. Y es que cuando se considera que el paso por el Infierno tiene carácter purificatorio se termina por sostener, claro está, que no es eterno pues, en un momento u otro se habría purificado el alma que allí haya sido enviada tras el Juicio particular.

El caso es que esto sería, aquí ya lo hemos dicho en otro momento, como un negar la validez del Juicio divino (que vería como un alma, que ha sido condenada por pecado mortal puede mejorar su situación novísima) y, por tanto, del mismo pensamiento y hacer de Dios Nuestro Señor.

Sabemos que eso no es ni puede ser así y por tanto, sostenemos, legítimamente por así establecerlo una verdad de fe católica, que las penas del infierno son eternas y no terminan nunca.

El caso es que sobre Orígenes, citado arriba, es bien cierto decir que antes de él los Padres de la Iglesia sostenían la eterna duración de las penas del Infierno. Así, por ejemplo cf. San Ignacio de Antioquía, Eph. 16, 2 o San Justino, Apol. 1 28, 1; también Tertuliano,en De poenit. 12 o, por terminar San Ireneo, que en su Adversus Haereses, Capítulo IV, 28, 2 escribe de lo eterno del castigo divino al decir que :

“En el Nuevo Testamento creció la fe de los seres humanos en Dios, al recibir al Hijo de Dios como un bien añadido a fin de que el hombre participara de Dios. De modo semejante se incrementó la perfección de la conducta humana, pues se nos manda abstenernos no sólo de las malas obras, sino también de los malos pensamientos (Mt 15,19), de las palabras ociosas, de las expresiones vanas (Mt 12,36) y de los discursos licenciosos (Ef 5,4): de esta manera se amplió también el castigo de aquellos que no creen en la Palabra de Dios, que desprecian su venida y se vuelven atrás, pues ya no será temporal sino eterno. A tales personas el Señor dirá: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno’ (Mt 25,41), y serán para siempre condenados. Pero también dirá a otros: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el reino preparado para vosotros desde siempre’ (Mt 25,34), y éstos recibirán el Reino en el que tendrán un perpetuo progreso. Esto muestra que uno y el mismo es Dios Padre, y que su Verbo siempre está al lado del género humano, con diversas Economías, realizando diversas obras, salvando a quienes se han salvado desde el principio -es decir, a aquellos que aman a Dios y según su capacidad siguen a su Palabra-, y juzgando a quienes se condenan, o sea a quienes se olvidan de Dios, blasfeman y transgreden su Palabra”

Y podemos decir, de una forma que sea entendible, que los almas condenas al Infierno no pueden mejorar su situación porque no pueden convertirse al faltarles la gracia de Dios. Se ha terminado, con la muerte, el tiempo de merecer. Y si no pueden merecer las almas que están en el Purgatorio podemos sostener, sin temor a equivocarnos, que menos aun podrán las que están en la Gehenna.

Por otra parte, dijimos en el capítulo dedicado al Purgatorio que es de elemental consideración y creencia que las almas que allí son destinadas no han de cumplir todas una misma pena pues cada una de ellas habrá sido condenada (no ver a Dios, aunque se difiera tal visión, siempre es una condena) a morar en el Purificatorio por diversas causas.

Pues lo mismo podemos decir del Infierno.

Sobre este tema, el P. Cándido Pozo. S.I. (Op. c., p. 195) nos dice que

“Tanto en el Concilio II de Lyón (DENZ. 464) como en el Concilio de Florencia (DENZ. 693) se utiliza la fórmula: ‘Mas las almas de aquellos que mueren en pecado mortal actual o con sólo el original, descienden en seguida al infierno, para ser castigadas, sin embargo, con penas desiguales’”.

Dice, así, el citado Concilio de Lyón (1274) que:

“Las almas de los que mueren en pecado mortal o con sólo el original descienden inmediatamente al infierno, para ser castigados, sin embargo, con penas desiguales”.

No es nada extraño esto pues resulta del todo elemental que la Justicia de Dios, siendo de suyo legítimamente justa y procediendo del Creador, cada alma deberá soportar el castigo que haya merecido según lo que le hubo acaecido en vida del ser humano-cuerpo del que formaba parte. O, como bien dice San Agustín:

“La desdicha será más soportable a unos condenados que a otros” (Enchir. III).

 

Y, sobre esto mismo, en palabras del mismo Jesús recogidas en Mt 11, 22:

“Por eso, Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor en el día del juicio”.

O esto otro (Lc, 20, 47), refiriéndose a los escribas:

“Son gente que devoran los bienes de las viudas, mientras que se amparan tras largas oraciones. Habrá para ellos un juicio sin compasión”.

O, también, lo escrito por San Pablo en la Epístola a los Romanos, en concreto en el versículo 6 del capítulo 11 de la misma:

“Dios dará a cada quien según sus obras".

Por otra parte, el P. Antonio Royo Marín, O. P. en su “Teología de la salvación” (p. 362) nos dice que “Las penas del infierno son muy desiguales según el número y gravedad de los pecados cometidos”.

Se pregunta, el mismo P. Royo Marín (cf. pp. 362-363) acerca de si la graduación de los castigos infernales es de tipo genérico o será específica (“castigando de distinta manera las distintas especies de pecados”). Y responde que

“La tradición católica se inclina por esto último. Parece natural, en efecto, que se castigue al soberbio con humillaciones inefables, al avaro con extremada indigencia y al voluptuoso con tormentos contrarios a sus pasados deleites. Los Santos Padres han creído er insinuada esta doctrina en la misma Sagrada Escritura: ‘Por donde uno peca, por ahí es atormentado (Sap. 11,47)’.

Merezcamos, pues, ahora, que aún estamos a tiempo de evitar este terrible episodio de nuestra existencia espiritual.

APÉNDICE DOCUMENTAL

Traemos aquí una Catequesis de San Juan Pablo II relativa al Infierno. Su título es bastante significativo: “El Infierno como rechazo de Dios”. Y dice lo siguiente:

”1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, a sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde ’será el llanto y el rechinar de dientes’ (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de ‘fuego que no se apaga’ (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Le 16, 19-31).

También el Apocalipsis representa plásticamente en un ‘lago de fuego’ a los que no se hallan inscritos en el Ebro de la vida, yendo así al encuentro de una ’segunda muerte’ (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1,9).

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de, la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: ‘Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno (n. 1033)’.

Por eso, la ‘condenación’ no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La ‘condenación’ consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.

4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del ’sí’ y del ‘no’ que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya ‘o’. Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo ’sí’ a Dios.

La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar ‘Abbá, Padre’ (Rm 8, 15; Ga 4, 6).

Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: ‘Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa ( … ), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos’”.

Eleuterio Fernández Guzmán