2.08.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Job: algo más que paciencia

Esto está escrito: Job 10, 1-22

Libro de Job

“1 Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. 2 Diré a Dios: ¡No me condenes, hazme saber por qué me enjuicias! 3 ¿Acaso te está bien mostrarte duro, menospreciar la obra de tus manos, y el plan de los malvados avalar? 4 ¿Tienes tú ojos de carne? ¿Como ve un mortal, ves tú? 5 ¿Son tus días como los de un mortal? ¿tus años como los días de un hombre?, 6 ¡para que andes rebuscando mi falta, inquiriendo mi pecado, 7 aunque sabes muy bien que yo no soy culpable, y que nadie puede de tus manos librar! 8 Tus manos me formaron, me plasmaron, ¡y luego, en arrebato, quieres destruirme! 9 Recuerda que me hiciste como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. 10 ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como queso? 11 De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. 12 Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento. 13 Y algo más todavía guardabas en tu corazón, sé lo que aún en tu mente quedaba: 14 el vigilarme por si peco. y no verme inocente de mi culpa. 15 Si soy culpable, ¡desgraciado de mí! y si soy inocente, no levanto la cabeza, ¡yo saturado de ignominia, borracho de aflicción! 16 Y si la levanto, como un león me das caza, y repites tus proezas a mi costa. 17 Contra mí tu hostilidad renuevas, redoblas tu saña contra mí; sin tregua me asaltan tus tropas de relevo. 18 ¿Para qué me sacaste del seno? Habría muerto sin que me viera ningún ojo; 19 sería como si no hubiera existido, del vientre se me habría llevado hasta la tumba. 20 ¿No son bien poco los días de mi existencia? Apártate de mí para gozar de un poco de consuelo, 21 antes que me vaya, para ya no volver, a la tierra de tinieblas y de sombra, 22 tierra de oscuridad y de desorden, donde la misma claridad es como la calígine”.

La vida, la historia, de aquel hombre, Job, no había sido fácil. Bueno, lo había sido si descontamos todo lo que, de malo, le estaba pasando.

El caso es que Job no comprendía las razones que concurrían en el corazón de Dios para hacerle pasar por aquel calvario (pérdida de bienes materiales, pérdida de hijos, etc.)

Y aquel hombre, Job, al que se le conoce como un hombre de mucha paciencia (que tuvo que tener para no desquiciarse ante lo que le estaba acaeciendo) no pudo, ¡qué menos!, que dirigirse a Dios. Quería preguntar por qué le pasaba lo que le estaba pasando. Y aquel hablar con el Creador era, en realidad, la manifestación de algo más que paciencia.

Cuando Job dice lo aquí traído y que recoge el capítulo 19 de su libro, las había pasado canutas. Había perdido, en casi nada de tiempo, todo el ganado que tenía a manos de ladrones o enemigos; todos sus hijos (7 hombres y 3 mujeres) en el derrumbe de una casa…

Y, ante esto, tres amigos suyos (muy poderosos en sus territorios) van a consolarle. Dialogan entre ellos pero de tal diálogo sólo sale un echar la culpa a Dios de todo lo que le había pasado a su buen amigo Job.

No entiende así las cosas éste.

Al contrario de sus amigos, defiende a Dios porque sabe que conoce lo que hay encerrado en los corazones de sus criaturas. Por eso le habla como le habla y no de forma soberbia u orgullosa. Se sabe nada pues todo lo que le ha pasado, en tal tribulación y desgracia, le ha demostrado la tan necesaria humildad que, por cierto, ya tenía (y seguirá teniendo) ante Dios.

Por eso le dirá (antes del texto aquí traído) en 1, 21 que

“’Desnudo salí del seno materno
y desnudo volveré a él’.
Yahvé me lo la dado y Yahvé me lo ha
quitado.
Bendito sea el nombre de Yahvé”.

El caso es que Dios nada tenía que decir a Job acerca de sus desgracias. Y no tenía nada que decir porque no las había causado Él para probarlo ni nada por el estilo. Había sido Satán que, autorizado por el Creador para inflingir desgracias al justo Job y ver si maldecía al Todopoderoso (aunque sin tocar su vida o, por decirlo de otra forma, sin matarlo) hizo lo que hizo contra el fiel Job.

Satán se ceba bien con Job. No le deja, como hemos dicho arriba, nada de nada de lo que pudiera sentirse, siquiera, orgulloso. Incluso procura que enferme de tal manera que prefiere morir el bueno de Job que se dirige a Dios para decirle que hubiera preferido no haber nacido pues, de tal manera, no hubiera pasado por lo que entonces estaba pasando de amargura y dolor.

Lo bien cierto es que Job no acaba de entender lo que le pasa o lo que, hasta entonces, le ha pasado. Sabe que Dios lo creó y eso no deja lugar a dudas acerca de que aun entienda menos qué es lo que le está haciendo.

El caso es que, con esto, con esta forma de pensar, Job manifiesta que está a la total voluntad del Creador y que, ante eso, poco o nada puede hacer. Que todo, pues, depende de Quien hizo que viniera al mundo y que la Providencia del Todopoderoso es lo único que aquí cuenta.

Por eso dirá, también mucho antes del texto aquí traído (2, 10) que

“Hablas como una necia -se refiere a su esposa que quiere que maldiga a Dios y que, acto seguido, se muera -. ¡Resulta que estamos dispuestos a recibir de Dios lo bueno y no lo estamos para recibir lo malo”.

Y añade el texto bíblico que “a pesar de todo, Job no pecó con sus labios” pues sus amigos (citados arriba) sí lo habían hecho pero Dios, comprendiendo el buen comportamiento de Job ante lo que le había pasado, los perdona por intercesión del propio Job a quien el Creador tiene en gran estima y consideración.

No extraña, por tanto, que en el capítulo 42, versículo 10 de este libro de la Santa Biblia se diga que

“Yahvé cambió la suerte de Job después de haber intercedido por sus amigos, y duplicó todas sus posesiones”.


Y es que, en realidad, lo que tiene Job es, más que paciencia (además de ella), fe. Tiene fe y confianza en Dios. Y el Creador le premió. Así de sencillo.

Eleuterio Fernández Guzmán